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Foto del escritorcosmicafanzine

La Lagunilla

Siempre me fascinaron los tianguis de pulgas. Son como museos inmensos en donde encuentras todo lo que deseas ver y aun lo que no. Cuando era pequeña, mi papá nos llevaba a mis hermanos y a mi a La Lagunilla. A veces íbamos con ideas específicas, como comprar una mesita de centro para la sala o una funda de plástico resistente para la lavadora, unos patines para hielo, o una alfombrilla para el cuarto de la TV. Otras veces, íbamos con la única idea de pasar un buen rato, viendo las chácharas más inverosímiles, pues aun sin comprar nada cómo se disfrutaba una mañana de domingo caminando por los angostos pasillos del mercadito.

Mi hermana Cami fue la primera que entró a trabajar, así que siempre tenía un poco de dinero para gastar ahí y a mí, que era la más pequeña de la casa, nunca dejaba de comprarme alguna cosita que se me antojara. Alguna vez, salí con un jueguito de té de porcelana, con sus tacitas, platos y jarras. Otra vez solo me compraron uno de esos juguetes plásticos que se llamaban pata-pata: Una pelota hueca adherida a una tira plástica, que se ajustaba al tobillo por medio de un aro. Te ponías en cualquiera de los pies ese juguete y lo hacías girar muy cerca del suelo, entonces había que saltar la pelotita cada vez que pasaba por debajo de ti. ¿Simple? Si, pero pasábamos horas brincando en el patio de la casa con el pata-pata.

Recuerdo mucho un día que fuimos todos, incluyendo a mamá, a acompañar a mi tío Eustaquio, que iba a casarse en poco tiempo con su novia Delfina y requería comprar algunos muebles para su departamentito en la Colonia Clavería. Ahí vamos todos a la sección de muebles usados. Podías encontrar desde muebles sencillos de madera barnizada, hasta antigüedades y muebles tipo europeo en estilos Luis XV y Rococó. Delfina decía que quería algo muy sencillo, pues tenían poco dinero para amueblar el que sería su nuevo hogar, pero ya veríamos que no buscaba “cualquier mueble sencillo”.

Recorrimos muchas veces los grandes pasillos, llenos de salas y comedores, alfombras enrolladas, candiles y lámparas, chifonieres y cómodas…Todos los estilos y en diversos estados de conservación. Desde los artículos que se compran para sets cinematográficos hasta los que son casi basura. Todos sugeríamos juegos de mesas y sillas, algunos incluyendo trinchador o sin él, jueguitos de tres piezas de sala en tapizados sintéticos, pero en muy buen estado, salas más elegantes forradas de plasti-piel y hasta en peluche. Nada era de su agrado: el tamaño, el color, el diseño, muy viejo, muy sucio, muy brillante, muy estorboso. Nada era adecuado para Delfina.

A nosotros, como niños, nos encantaba recorrer los pasillos, señalando muebles y detalles para la futura casa, en cambio mis papás y Eustaquio ya empezaban a desesperarse. Hubo un momento en que Eustoquio hizo acopio de fuerzas y le presentó el resumen de posibilidades a Delfina: “o nos llevamos el comedor rectangular de seis sillas tapizadas, o la mesa redonda color blanco con sus sillas plegables, o finalmente, el comedor que te gustó de sillas con asiento y respaldo de mimbre tejido, escoge entre esos tres”.

Delfina hizo cara de fuchi al oír mencionar las tres posibilidades. Nada le parecía suficiente, por viejo o por descolorido o porque no era suficientemente grande. Cami, Julián, Esteban y yo ya empezábamos a sentir hambre y a pesar de que estábamos divirtiéndonos, ya pensábamos en acabar con eso e irnos a comer en algún lugar cercano. Mi papá, que siempre era muy prudente, empezó a preguntar qué haríamos frente a esa situación. Mamá ayudaba a Delfina, mencionando los pros y los contras de cada juego. Lo mismo pasaba con las salas: una era muy clara, otra estaba en mal estado, según ella y la otra opción no era el estilo exacto que buscaba. Total: todo estábamos hartos y cansados, pero Delfina seguía buscando los muebles ideales: buenos, bonitos y baratos.

Entonces papá sugirió: “que les parece si nos vamos a comer por aquí y descansamos un poco, después volvemos más frescos para que Delfina elija lo que necesita”. Todos estuvimos de acuerdo. Mi mamá descansó al oír que todos apoyaban la moción. Solo Delfina preguntó: “¿Qué tal que cuando regresemos ya vendieron el que yo quería?”. Todos resoplaron.

Nos metimos a comer en una fondita cercana, donde habíamos comido en otras ocasiones, nada del otro mundo, pero con buen sazón y precios muy módicos. Todos pedimos rápidamente la sopa, el arroz y el guiso que nos gustó. Solo Delfina le daba vuelta a la carta que no era más que un papel impreso, dentro de un sobre plástico, viejo y amarillento. Eustoquio le dijo a la mesera: “Tráigale lo mismo que a mí”, cosa que no le hizo mucha gracia a Delfina, por lo que se quedó refunfuñándole a Eustoquio por un rato. Comimos con hambre todo lo que nos trajeron. El postre fue plátanos con crema.

Una vez de regreso al mercado, nos enfilamos a la zona de salas y comedores. Eustoquio había venido hablando con Delfina todo el camino, atrás del resto, por lo que todos imaginamos que ya habían llegado a discutir qué sala y qué comedor se llevarían. Lejos estaban de tal decisión, Delfina continuó viendo más muebles, objetándoles a cada uno de ellos diferentes cosas, pidiendo precio para más y más muebles. Entonces todos notamos que la cara de Eustoquio se iba haciendo más y más arrugada. Delfina, muy en su derecho, reclamaba y contestaba cada cosa que le decía su novio y el resto de nosotros ya estábamos muy cansados de todo.

Ese agradable domingo terminó muy mal: Eustoquio terminó desesperado, pero Delfina no dejó de discutir nunca y no se decidió por ningún mueble. Papá ofrecía regresar otro fin de semana, pero nadie le hacía caso. Nosotros ya le pedíamos a papá volver a casa y mamá, aunque más paciente, también quería terminar con la búsqueda. Eustoquio y Delfina se hicieron de palabras, se gritaron muchas cosas feas y terminaron de pleito. Cuando la situación llegó a ese punto, mis papás nos tomaron a mis hermanos y a mí de la mano y empezamos a caminar hacia la salida. Atrás venían Eustoquio y Delfina, gritándose y gesticulando.

La cosa terminó mal: los novios se disgustaron tanto que rompieron su compromiso ese mismo día. Eustoquio no la volvió a ver, y sufrió por mucho tiempo la pérdida. De Delfina nadie supo más. Eustoquio sufre cada vez que un despistado le pregunta por Delfina y su compromiso. Termina ahí mismo la plática y se aleja.

Mi tío Eustoquio no volvió a ser el mismo de antes, ya no es tan alegre como solía ser. Nosotros fuimos muchas veces más a los tianguis. Yo me hice una experta en antigüedades y actualmente vivo de mi pequeño negocio de muebles y antigüedades y me va muy bien. Adoro ir a los tianguis, especialmente el de La Lagunilla.

 

Por Luis G. Torres Bustillos

Nació en la CDMX en 1961. Hace algunos años participó en el taller de cuento dirigido por Hernán Lara Zavala, dependiente del Instituto Estatal de Bellas Artes Morelos. Participó también en el taller de Literatura dirigido por Frida Varinia, de la UAEM, Cuernavaca, Mor. de 2019 a 2020 y en el taller ¡Ahora o nunca! De Daniel Zetina en 2020. Actualmente participa de un taller online de análisis y escritura de cuentos con Manu Ruffa, de Argentina y es alumno del primer semestre de Creación Literaria en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Recientemente publicó sus cuentos electrónicamente en ZOMPANTLE, PERRO NEGRO DE LA CALLE, REVISTA LITERARIA PLUMA, KATABASIS, TABAQUERIAS, ALMICIDIO, KARKINOS, LETRAS INSOMNES, EL MORADOR DEL UMBRAL, MURIDAE, APOFENICOS, LA LETRA DESCONOCIDA, PUROS CUENTOS y MARGINALEES. Acaba de publicar su primer libro de cuentos: PEQUEÑOS PARAISOS PERDIDOS, en INFINITA, así como el volumen de Antología de cuentos AHORA O NUNCA, también bajo el sello de INFINITA.

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