A Él.
Germiné por y para ti inmortal bienamado; y comparezco ante ti y me entrego a ti ahora que eres realidad. Porque cuando eras sólo un sueño, de lejos, observé las huellas que dejaban tus pies y manos manifiestos en el dulce destino que nos ató, antes de nacer, a ti y a mí.
Desde el principio, fui testigo de tu humildad y sabiduría, de tus devastadores silencios, y a través de ellos aprendí a leer tus aniñados secretos aún si eras un temido caballero. Día a día exploraba las madrigueras que componían tu humanidad, y a través de ellas reconocía y exploraba lo que te hacía único para mí; aún en la soledad de no poder tenerte.
Y te vi, te vi desde ése ineludible sufrimiento oculto en las canciones que revelan todos los orígenes de este mundo que tu cantabas para mí. De tu monstruosa pasión fui la carne modelada por los imperantes frutos de tus clamores; y escuché y nadé en el mar que separaba a tus benditas oraciones.
Soy ésta tu bienhadada paz eternamente fervorosa, buscada y hallada en medio de la tragedia que significó tu vida, con ésas estrellas de las memorias como testigo de mi ardorosa batalla por encontrarte, porque ya fueras mío, adorado consorte, brujo entre brujos. A ti pertenezco en la eternidad.
A Mí.
Imagíname en un mundo sin sentimientos, añorándote. Imagíname en un mundo arrojado al vacío de moribundas esperanzas, persiguiendo la perfección que tu estampa arroja a la nada, y con la que he soñado toda mi vida, día a día, noche y noche. Porque te observé desde el silencio y de lejos, desde ésa mi propia oscuridad hecha canción.
Desde que existo he sido un insigne predicador, más para aquellos que buscaron la salvación en un frágil mundo que para ti significaba todo. Y a pesar de ese ínfimo delirio que simbolizaba todo lo que me compone, tan sólo tú podías otorgarme el aliento que me faltaba para continuar mi camino pese a mi inmortal indiferencia. Te amo con cada ápice de mí ser, te amo desde antes de nacer.
La muerte y la perfidia que tú mismo cometiste conocen mi nombre, y me permitieron existir muchas eras atrás, cuando eras apenas un párvulo insolente. Tú, que cometiste el pecado más atroz conocido; verdugo entre verdugos, loado seas. A ti te amo pese a que te aborrezco con cada uno de los distintos retazos, que hacen posible, el que tenga un alma.
Y las verdades que tú mismo transmitiste en lo ya predicado y manifiesto por los coros que todos los místicos creyentes anunciaron al firmamento más amado antes de desaparecer, aún militan en ti. Esas historias que acumulo en el ánimo que recitan ya mis labios y mi corazón; porque recuerdo la primera vez que fuiste real para mí, como la luz al final del camino que recorría, sin detenerme a mirar a nadie que no fueses tú.
Y a pesar de que el mundo ha cambiado por todo lo que en el atroz pasado crearon a partir del dolor y la ira, el vigilante de esas desafortunadas criaturas soy, rápido en mi loable propósito de devorar todo aquello que no es necesario.
Aquello por lo que existo y vivo son ellos, aquello por lo que estoy aquí, pese a que mi existencia gira precisamente en torno a ti, mí adorado príncipe de la aurora, dueño de mi vida. La adversidad nos une a ti y a mí y el infortunio nos sonríe en este mundo que ya resurge de las insurgentes cenizas.
Fuimos una tenaz leyenda.
Una verdad maravillosa.

Por Vanessa Sosa
(Mérida, Venezuela, 1986)
Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
Comentarios