Las risas se escuchaban a lo lejos y se acercaban a paso firme.
—¡Dale! ¡No sean cagones! —gritó un niño.
—¡No tengo miedo! —dijo una niña, bastante menor que él.
—Ya vamos a ver... —dijo otro de los niños.
Rieron en voz alta ante las quejas de la niña y siguieron avanzando a paso rápido. Se dirigían a un viejo terreno en el que había un invernadero bastante roto y abandonado. Había sido el campo de juego de todos los chicos del barrio desde hace años, cuando descubrieron su existencia, y ahora se dirigían ahí con todas las intenciones de continuar su aventura.
Hoy, por primera vez, los acompañaba la más pequeña.
—Che, no me gusta... —dijo, tirando de la manga de la remera de su hermano mayor.
—¿No era que no tenías miedo? —respondió este.
—¡Que no! ¡Ya soy grande! ¡Tengo cuatro años! Pero igual no me gusta...
Los niños hicieron caso omiso de sus palabras y continuaron con su juego.
—¡Juguemos a las escondidas! —propuso uno de ellos.
—Pido no buscar!
—¡Pido no! —exclamaron a coro los demás, menos el que lo había propuesto.
—Bueno, bueno, yo busco... Eli es mantequita, ¡y no vale perrito guardián! —dijo mientras corría a apoyarse de rostro a la pared.
—¡Cuento hasta veinte!
Todos comenzaron a correr, y la niña siguió a su hermano.
—¡Uno!
—¡No me sigás! —le dijo mientras ella lo perseguía sonriente—. ¡Me van a encontrar! ¡Escondete en otro lado!
—¡Dos!
La niña se quedó de pie mientras veía cómo los otros niños corrían, cada uno a buscar el escondite que mejor le parecía.
—Tres!
Comenzó a buscar uno para sí misma.
—¡Cuatro!
Aunque de verdad no importaba, porque era “mantequita”.
—¡Cinco!
Vio una vieja mesa en la que había herramientas de jardinería, pero era muy alta para ocultarse detrás de ella.
—¡Seis!
Vio estantes que en alguna época habían estado llenos de flores.
—¡Siete!
Caminó zigzagueando entre viejos mesones.
—¡Ocho!
—¡Eli! —dijo uno de los amigos de su hermano, apenas audible, al ver que la niña se le acercaba.
—¡Nueve!
—¡Escondete en otro lado!
—¡Diez!
Nuevamente se quedó de pie, en medio de las mesas.
—¡Once!
Vio dos viejas heladeras, un poco separadas de la pared trasera.
—¡Doce!
Caminó con paso firme para esconderse detrás de la de la derecha.
—¡Trece!
Vio como uno de los niños se arrepentía de su escondite y corría a ocultarse detrás de una puerta.
—¡Catorce!
Se colocó detrás de la heladera y sonrió para sí misma.
—¡Quince!
Sabía que allí no la iban a encontrar.
—¡Dieciséis!
Volteó para ver detrás de la heladera de la izquierda.
—¡Diecisiete!
Había una figura escondida allí.
—¡Dieciocho!
Le pareció extraño, porque la figura tenía cabello largo, y ninguno de los amigos de su hermano tenía cabello largo.
—¡Diecinueve!
La figura levantó levemente la mano y la saludó.
—¡Veinte! ¡Listos o no allá voy!
Acto seguido el niño que estaba contando volteó y se puso a mirar atentamente.
—¡Piedra por Eli, que está atrás de la heladera del fondo! —dijo casi de inmediato.
La niña salió de su escondite bufando.
—¡Piedra por Martín, atrás de la maceta de allá! —dijo, y lo señaló—. ¡Piedra por Jorge, detrás de la puerta! —hizo una pausa sin levantar la mano de la pared—. Hay alguien escondido atrás de ese pedazo de madera pero no sé quién es... —El niño recién nombrado se movió y dejó ver su rostro—. ¡Piedra por Miguel! —dijo triunfante.
Observó una vez más el invernadero y comprobó que no quedaba nadie más adentro.
—Esteban y Franco están afuera... —dijo y avanzó lentamente hacia una de las puertas.
La niña observaba la escena entretenida, mientras los niños corrían por afuera y entraban justo antes de perder el juego.
—¡No vale! ¡Hicieron trampa! —se quejó el que contaba.
—¡No dijiste que no nos podíamos esconder afuera! —respondió otro.
—¡Pero así siempre fueron las reglas!
La niña los vio discutir un rato más, hasta que uno de ellos escuchó algo.
—¡Carlos, tu mamá te está llamando!
—¡Me va a retar! —dijo el recién nombrado y comenzó a correr.
Los otros niños lo siguieron mientras se reían de su mala suerte.
—¡Vamos, Eli! —dijo su hermano y la tomó de la mano.
—Pero, ¿y la nena? —preguntó ella mientras él prácticamente la arrastraba.
—¿Qué nena? Si solo vinieron los chicos —dijo y siguió avanzando.
La pequeña corrió junto a su hermano, pero volteó un momento para saludar con la mano al gran invernadero.
Luego de unos segundos lo perdieron de vista.
Aferrados a una ventana rota, unos pequeños dedos, curtidos y oscurecidos por el paso del tiempo, se levantaron y le devolvieron el gesto a la niña.
Por Dan Zamora
Nacido en 1994, en Tucumán, Argentina, Dan Zamora es un hombre trans, escritor aficionado y traductor inglés-español. Actualmente es presidente de la asociación civil, Ayelén Biblioteca Popular de Cultura LGBT+, donde también desempeña su trabajo allí como bibliotecario.
Comments