Todos los días Comino esperaba el rojo del semáforo para treparse a los autos: era el limpiaparabrisas. A veces recibía monedas y otras veces, golpizas. Vestía con un pantalón roto y mugriento, vaciaba las bolsas después de trabajar un par de horas. Quizás con ese puñado no lo golpearían. Las personas iban y venían por la calle. A lo lejos, observó a una niña que abrazaba tiernamente a un oso de felpa. Pasó a su lado acompañada de un hombre, Comino les sonrió y ellos le hicieron una mueca. Al otro lado de la acera, vio a una pareja que caminaba con una carriola; sacaron al bebé para calmarlo, le mostraron un peluche para que el pequeño dejara de sollozar. Otra luz roja, más autos. No bastaron las monedas, Comino fue golpeado por su madre. Un cable viejo sirvió para dejar marcas en la grisácea piel. Contuvo el llanto y reprimió los gritos en la garganta. Después del castigo, la mujer tomó el dinero y se fue. Ella compraría licor y luego de beberlo todo, mandaría a su hijo a conseguir más plata.
Una niña salió de la tienda más colorida de la calle. Un gran oso de peluche la absorbió cuando le dio un abrazo. Otros chiquillos iban acompañados por sus peluches, con moños o sin ellos. Comino se acercó al lugar, las personas que venían de aquel sitio eran felices. Observó detrás de la ventana hasta que el último cliente salió y las puertas se cerraron. El miedo recorrió la espalda. Ardía la piel, el dolor comenzaba a sentirse en el cuerpo, tanto, que ni siquiera pudo moverse. No importaron las explicaciones ni las súplicas. Aquella noche no fue golpeado, pero las quemaduras de cigarro en el torso todavía estaban rojas. Resistió la tortura, no llevó dinero. El recuerdo de cada oso abrazado le bastó para intentarlo. Quiso poner los brazos alrededor de su madre, sentir el calor humano, escuchar un te quiero; pero ella le soltó una bofetada. Los ojos se le llenaron de agua, —¡Maricón! —gritó la mujer. Luego lo dejó solo.
Comino regresó a la tienda, quería lo mismo que todos los demás: que alguien lo abrazara. Ser un oso y ser feliz. La campanilla se escuchó cuando entró detrás de un hombre robusto. El encargado del lugar se perdió en una puerta trasera, era el almacén donde había cientos de cajones. Extendió el rollo de tela y con unas tijeras lo cortó, luego el cosió cada pedazo. Metió el relleno en la panza hasta que estuvo lo suficientemente gordo, después unió todas las partes. Le puso dos ojos de vidrio y una corbata, el oso estaba listo para ser entregado al próximo niño.
La madre de Comino no estaba, era la oportunidad perfecta para darle una sorpresa. El niño había encontrado un abrigo en la basura, se lo puso, le quedaba tan grande que no se veía los pies ni las manos. Del almacén, robó un rollo de hilo café y una aguja; ligeras punzadas de dolor lo acompañaron cada vez que la piel era penetrada, gotitas de sangre cayeron al piso. Del pantalón sacó unos ojos de vidrio, los suyos eran inservibles. Una cuchara bastó para sacarse el globo ocular, el sonido de succión se perdió en los gritos. Las mejillas de Comino estaban llenas de una sustancia viscosa. Las manos se incrustaron los ojos falsos en las cuencas vacías. El delgado filamento metálico atravesó, entretejiendo con el hilo, cada poro de la nariz, hasta que los orificios nasales quedaron sellados. Los pulmones le exigían aire, era una sensación de quemazón. Las hebras cafés también cerraron los labios, bordando una sonrisa que duraría siempre.
Una botella de licor rota fue suficiente. Hizo un corte en el pecho traspasando la piel y los músculos, el vidrio se deslizó hasta el estómago. Comino gritó en silencio, las piernas no resistieron el peso y cayó al suelo mientras la sangre salía a borbotones. Se retorcía de dolor, su cuerpo convulsionó incontrolablemente; las manos temblorosas escarbaron en el interior. Los dedos tocaron el corazón palpitante, metió un puñado de delcron arriba del órgano. Hizo espacio entre la esponja de los pulmones y rellenó los huecos de las costillas. Siguió hurgando en su interior, palpó la suavidad del hígado y del riñón, embutió más y más del material sedoso. Trozos de entrañas cayeron al piso, los espasmos en las manos le impidieron cerrar el corte.
Se acomodó en el suelo para esperar a que su madre llegara y le diera un abrazo.
Por Andrea Marín
Escritora. Egresada del Colegio de Escritores de Latinoamérica. Escribió y dirigió la dramaturgia La Nota, participó en la dirección y actuación en el montaje de la obra Contracciones de Mike Bartlett. Ha tenido colaboraciones en revistas como Nagari Magazine, Nudo Gordiano, Melancolía desenchufada y Salmón. Finalista del concurso de cuento número tres organizado por Escritoras Mexicanas. Aparece en la antología de cuentos de terror y suspenso Mentes Corroídas. Colabora en Licor de Cuervo.
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