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Angustia de un día ordinario

Los problemas de pareja aparecieron después del matrimonio. Enrique reveló su verdadera cara, la de un hombre celoso, dominante, que mandaba en casa, tanto en el plano económico como sexual, y que podía mostrarse muy agresivo si no lograba salirse con la suya. El día que le levantó la mano a ella, Sara lo dejó y abandonó el domicilio conyugal con su hija.

A pesar de estar recién separada, Sara parecía seguir respirando la alegría de vivir. Era una mujer positiva, siempre sonriente pero también tenaz en el esfuerzo para sacar adelante su propósito. De hecho, tenía una gran fuerza interior que le permitía controlar, ocultar sus sentimientos. Su pelo rizado, color caoba cayéndole sobre los hombros y su talla cero la hacían sexy. En reiteradas ocasiones su marido le había pedido atar su cabello y llevar ropas amplias para no cautivar a sus colegas masculinos.


Hace unas dos o tres semanas, Sara llegó a su bufete con una expresión de preocupación en el rostro. A sus compañeros de trabajo les dijo que no había motivo de inquietud, no solo se encontraba muy nerviosa sin razón obvia, sino con la sensación de que algo iba a suceder. “Sácate estas ideas negras de tu cabeza”, le sugirió un colaborador. No obstante, este mal presentimiento flotaba todo el día encima de ella, como una sombra. Un montón de preguntas la asaltaron. ¿Había apagado bien la estufa de gas? ¿Había cerrado la ventana? ¿Había puesto el freno de mano? ¿No había olvidado dar a su hija la lonchera y el refresco para el almuerzo? De cualquier modo, la complejidad del asunto que la treintañera tenía que tratar le impidió dar cauce a su miedo irracional e probablemente infundado. Como siempre el tiempo corrió, impulsado por el estrés laboral. Cuando Sara estaba a punto de dejar su oficina para recoger a su hija de la escuela, una llamada tardía de un cliente quisquilloso la retrasó. Sin vergüenza el hombre se quedó al teléfono durante una hora. La madre joven despotricaba en silencio, pero no podía colgar, visto que él era cliente en un expediente financieramente importante.

Sara saltó a su carro para darse cuenta de que las escobillas del limpiaparabrisas no funcionaban, lo que resultaba peligroso aquel día de lluvia. Sin embargo, la abogada se sintió un poco aliviada. “Bastará ser prudente”, pensó, “es mala suerte, pero habría podido ser peor. Por desgracia llegaré muy tarde a la escuela. Espero que Natalia no se sienta mal por no verme a la hora habitual. Me rompe el corazón cuando llora y por la grieta entra la culpa. Lo sé, al cuidar sola de ella, -el padre no se inquietaba de la niña-, pasaremos lamentablemente menos tiempo juntas. Ella tendrá que acostumbrarse a un nuevo horario. Es así. No hay otra opción. Yo no podía seguir peleando con Enrique. Tampoco es bueno para una niña ser testigo de violencia familiar.”

La madre llegó entonces tarde a la escuela. Ya eran casi las seis y la oscuridad caía cuando atravesó el patio exterior con pasos apresurados. Entretanto había cesado de llover. El sitio estaba anormalmente desierto y silencioso. Aún se callaba el viento y se enmudecían los álamos altos. Sara empujó la puerta de entrada que se abrió sin el chirrido habitual. Al penetrar en el aula de acogida no vio los abrigos de los niños colgados de las perchas, ni las mochilas esparcidas en el suelo. No percibir la más mínima presencia humana la extrañó mucho. Sensación de soledad extrema. Miedo. Recorrió pasos interminables sin encontrar a su hija, sin encontrar a nadie. La ausencia de ruido la sacó de quicio. Penetrando por las ventanas abiertas, el frío la mordió.

De repente Sara percibió una luz y oyó murmullos. Allí estaría Natalia, pero, no estaba.

–No veo a mi hija.

La maestra acogió a Sara con sorpresa.

–Su padre la tomó a las tres y media.

–¡Su padre! No me digas.

–Sí, Señora. Dijo que la llevaría al cine.

–No me ha avisado de nada. Momento, lo llamo. No contesta. Hay algo que no está bien, lo temo.

–¡No se preocupe, Señora! La función no habrá terminado.

–¿Y usted la dejó salir con él?

–Por supuesto, es su padre.

–¡Dios mío! ¡La dejó ir con él cuando acabamos de separarnos! Usted es totalmente irresponsable.

–Lo siento, Señora, pero usted no entregó ninguna oposición…

Una inquietud sorda e indefinible se apoderó de Sara. La maestra tenía razón. No había entregado ninguna oposición. Es que confiaba en el hombre que había amado. Una vez fuera del bufete, Sara se comportaba como cualquier mujer, olvidando las más elementales reglas de prudencia en respeto a su exmarido y padre de su hija.

La madre se echó a temblar. Le faltaba aire, tuvo dolor en el pecho. Se esforzó en contener sus lágrimas. ¿Qué estaba buscando Enrique? ¿Joderla? ¿Herirla en lo más profundo de su ser al utilizar la niña como chantaje afectivo? De repente el mundo de Sara se desmoronó.

–Señora, no se ponga así. No debe considerar lo peor. Creo que solo es un malentendido, que su exmarido quería pasar un momento a solas con su hija, disfrutar de su papel de padre.

Sara llamó a Enrique con frenesí, sin que él atendiera. Antes de ir a la comisaría para hacer una declaración y pedir ayuda, la mujer se precipitó a la casa de su exmarido y a la suya. El dormitorio de la pequeña estaba en desorden, como si alguien hubiera buscado algo. Mientras ella estaba esperando en el local de policía, la madre recibió un mensaje de un número desconocido… Se apresuró a abrirlo con el corazón acelerado. En éste, no había ningún texto, solo una foto, la de su hija en un tren.

 

Por Martine Vogeleer

Nació en Bruselas, Bélgica, en 1956. Su lengua maternal es el francés. Era profesora de neerlandés en una escuela secundaria francófona. Una vez jubilada, empezó a estudiar español. Ahora disfruta serenamente de su tiempo para cuidar a sus nietos, escribir en español y andar a orillas del mar del norte.




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