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Antítesis acondicionada



I


Nieto llamado por abuela a once del martes; nieto que madrugó hace tres horas al aviso laboral: dispúsose la pantaloneta a chigotones, la camiseta de botón flojo y las chanclas respiratorias, comodidad de apático; materiales todos predispuestos, usados y lavados y empacados en bolsa de mercar; guardados en la repisa que, en su hechura, volole el dedo al padre la carrera de la pulidora.

Llenó los víveres del perro, que a su vuelta no probó el estómago desaliñado, y guardó las llaves bajo las tejas resecadas y echó pasador a la reja última, seguro de pobre. No hubo a quién saludar y se dio al saludo de sus resbalones sobre la arena acarreada por viriles infantes, espejismos de hombría no al uso del deber, políticas no oídos en veredal suburbio, cenagoso excremento de leyes y ladrilleras, ordenamiento local no diligenciado, red cortada de alcaldía capital. 

Hombrecitos, esqueletados que hunden su crecer con bloquelones y varillas, muros...

De lo que lo salvaron las rubicundas manitas aburguesadas en espacio de podredumbre, en finca parcialmente analfabeta que surgía a partir de jericoanos y toda la estirpe del suroeste; de lo que lo salvan las manicuras del supuesto estudio, de la vergonzosa disciplina académica sumida en contenidos de politécnico. Justo lo que va a hacer, mojarse las manos y empolvárselas, cansarse viendo a otros cansarse, mandar a la vieja y dejarse mandar de sí y de los sucesivos pasos caderosos que lo embullen, lo atormentan, manzana distante, adánica virginidad, ignorancia de mozuelo.

Una inquilina, dos, yendo a Cali, su equipaje de bolso y maleta, dejaron un colchón nuevecito, dijo el recolector mandado a llamar, moreno aindiado, calvo carretera, fronda a los bordes, silencioso movimiento de labios no besados desde el seno; nuevecito, no está ni sucio, ni tan sucio. 

Hicimos bien trayéndolo. 

Barrimos la arenilla de la ducha, trapeamos el pegote de sudor, don Costeño quedó en embaldosarlo y la vieja se ranchó a aconsejarlo, embajadora del bien, doña responsable de divulgar la palabra del matrimonio, su crucifijo y el sello Iglesia.

Don Costeño, cuarentón enamoradizo, antes bebedor acomodado en cartera de arrendatario, su administrador, su hágame y hágame, ahora oficial trashumante, de días contados a pesos medidos, sin patrón, sin esposa, sin novia, sin hijas: en una de las casas que administraba, en la tienda del primer piso, legumbrería y fonda y centro de almuerzos de una familia de monos, se encoñó de la gorda que lo atiende, porque lo atiende, casi de treintaiún puestos, mamá de gorditas, y fueron armándose a costa de cuñados, de mamá y papá, a su mujer y a sus mayores: descendía de revolver mezcla a fumarse un tinto lechoso entre carnes e impertinencias; a él le gustaba y no hay que decirlo... pero a su consorte, a su dadora de tres o cuatro hijas, a la casera, a quien los rumores le venían con el viento como si ella los cantara, eso no era aceptable. Y uno de tantos fines de semana la del negocio le escribió por el número del costeño y las tres o cuatro hijas la esperaron a que cerrara, a que despachara a los llenos, y la revolcaron de lo lindo, la tiraron escalas abajo, le magullaron las gorduras; ajusticiaron su hembría con uñas afiladas sobre icopor.

Mas don Costeño seguía revisitándola, comprándole mecato a las hijastras, oliéndole las tetas enfrente de suegros e invitando a los de su jauría porque la ganancia caía... hasta que el patrón eligió a uno de sus lanzas y en ese exilio laboral dio con nosotros dos y con la retacadera de la doña:

¡Los hombres y las mujeres deben vivir juntos para siempre! ¡No y no eso de que la vieja o el hombre se separen y con hijos y se pongan a vivir con otra persona; no! ¡Hay que respetar a los hijos y no dejar que se los mangoneen fulanos! ¡Usted engañó a su mujer y no me diga que no que yo me sé todo y sé que esa loba de la gorda no le importaba su mujer ni sus niñas y se metió con más gusto con un viejo que es más viejo! ¡Y viejo que no ha sido ni el primero ni el último porque ha bien que se guarda sus hombres! ¡En cambio usted que salía con su esposa a Itagüí, la invitaba a helado, uno los veía andando junticos como esposos que eran! ¡Diga que ella lo dejó, que ella se fue primero y diga que ella se fue porque usted miró a otra! ¡Los ojos que usted dice que lo tentaron tienen un táparo que los dirige, porque cómo sí los cierra cuando le entra polvo de adobe y no para ver culos! ¡Ahora sus hijas van a crecer sin sus papas, sin los dos, y eso no es así! ¡Y para que ajuste ya no son ni novios, eso era lo que le querían: cagarle el casado y dejarlo en la nada, sin quién le cocine! ¡Cambiar un techo por una cualquiera si no...!

Don Costeño venía a abonarle una cuota y salió riendo por sonreír, por caerle bien a la que le debe, y yo, a ella, le resalté su fundamento ideológico, no cosechado ni en jardines pues le da asco, náuseas el estudio, católico se podría agregar de preservación de matrimonios: ella duró sus cuarenta años de casada con un hombre mayor y permaneció a su lado por orden autoimpuesta de sus hijas: comió mierda para que creciesen con un par a sus ojos, la dupla universal, los dos sexos guiándolos, conservadurismo marital, fiel oveja laica, ejecutora de su entramado abstracto.

Incluso viuda no lo cambia, no lo reubica en otros hombres, como el contentillo de sus iguales, aunque ya sus dos hijas se separaran de sus esposos, esposos que les dieron rebrotes, y hacen su año en otras greñas. Lo que ella les dio de ejemplo lo doblaron y lo botaron. Su obra es suya, es su originalidad, embarazosa para las contemporáneas de su barriga.

Eso conversamos en el apartamento, corriendo mosquitos a cachetazos, yo huyendo de las buenonas que alargaban su tronco para ver si el metro les servía y pasarse, ella barriendo sobre mis pies y desengrasando el fogón incluido, dando a la luz su exclamación de xenofobia y guardando la obviedad de que sus residentes son del vecino país... 

Pero qué importa, dice, ellos son muy cochinos y tal y yo le saco en cara que si no somos cochinos nosotros que no lavamos las escalas en vez de ponernos a decir de los prójimos perfeccionables.


II


No hicimos nada del todo que propusimos hacer.

Tiramos unas maderas del segundo piso a la calle, bajamos un residuo para don Costeño, que a esa hora se humeaba el tinto en el ancianato-panadería de la principal, arrastrando sus arrugas y su nariz descompuesta, eructando el trabajo de resaca y amoríos ajados, y barrimos la calle para empolvar las fachadas vecinas.

Una casa al frente, a la derecha, la hermana de Motato, con su hijo que vimos caer las maderas y con su mamá, que también sigue con su hombre, desenredaba y estiraba una manguera desde el hueco de un sótano. Abrieron la llave manos de niño y pasaron agua a la casa vacía, modernizada. La doña inquiere si la van a arrendar; la timonel de la manguera dice que no y la mamá, sin vacile, derecho, saca a luz el divorcio de su hijo con la mujer, y la ida de la mujer con el fruto... 

Eso vuelven, póngale cuidado, dice la doña, fiel, siempre con ella, a su teoría de la lealtad, y la otra doña le responde que su hijo se cansó.

¡Y lo bien y ejemplares que se veían comprando carne en Calatrava! ¡Y la monita hermosa que tuvieron, alegre saltarín, larga como la ella y ancha como Motato! ¡Pero así se tuercen los claveles, todo son lágrimas... nadie es eterno ni mucho menos dos culicagados probando vida!

Les tocará pues dar testimonio del divorcio, desmantelarse, empacar en cartones regalados, dividir a la mona y recomponer sus partes como quede, nada de atrás, de remilgos, llegó uno y vendrán otros, se comerá de otras, de la repartición saldrán madrastras y padrastros, los horarios acomódanse al aceite, vivir con otro es cuestión de tener contra quién vivir, de apuntar al anterior amigo los ingenios de la guerra... con la ventaja de ya haber estado en sus bases...

El Pedregal, enero 17 de 2024

 

Por Alejandro Zapata Espinosa

(Itagüí, Colombia, 2002)

Estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia.



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