top of page
Foto del escritorcosmicafanzine

Apocalipsis

Traigo mi mochila en la espalda y en la mano, el mapa para llegar a la despensa comunal. Lo observo, trato de ubicarme. Por querer encontrar alguna señal de vida en los edificios, tropiezo, se me cae el papel y se va volando. Corro a perseguirlo hasta que por fin lo alcanzo. Al levantarlo me doy cuenta que no estoy sola. Un par de metros mas adelante, hay un niño con el torso desnudo, de espaldas. Lo veo agacharse en el terral que un día debió haber sido un parque y coger un puñado de hierva mala, lo único que ha sobrevivido. Trato de no hacer ruido. Ahora está de perfil. Se me parte el corazón ante lo que veo: come maleza. De repente, el chico voltea y me mira de frente a los ojos. Algo me impulsa a correr lejos de él y doblar la esquina.


Vuelvo a mirar el mapa y me doy cuenta que solo tengo que avanzar una cuadra mas para llegar. Al hacerlo, veo lo que queda de la despensa comunal: un hueco en ruinas con los estantes rotos, ni un solo producto. Me llaman la atención lo que parecen ser unas manchas de sangre en las paredes. Entro para asegurarme de que de verdad no queda nada. Esquivo vidrios rotos, retazos mugrosos de tela y trozos puntiagudos de madera. Tras lo que debió haber sido el mostrador se ve el marco de una puerta y al lado dice “Gas”. Avanzo y veo un patio de tierra con un montículo raro al centro. Huele mal, como carne descompuesta, pero tal vez habría algo que se pueda aprovechar. Aunque estoy asqueada y debería irme, meto la nariz por el cuello de mi polo (¿Por qué no traje la bendita mascarilla?) y me acerco. Enfoco bien la vista y distingo un hueso demasiado largo para ser de res. Ahora son dos, tres, cuatro… muchos huesos, y algo que tiene pelos, (¿es cuero cabelludo?) En ese momento, un líquido caliente sube por mi garganta y se que voy a vomitar. No tengo comida en el estomago, pero expulso bilis como un proyectil. Hiperventilo. Cierro los ojos, respiro en 4 cuatro segundos, aguanto en 7, exhalo en 8. Me limpio la boca con el brazo, regreso por donde vine, trato de no pensar.


Al llegar a casa, me doy cuenta que no tengo llave. Toco la puerta, nadie contesta. Toco mas fuerte. Nada. Joaquín debe estar durmiendo su siesta. Espero otro momento, nadie aparece. Las imágenes de los restos humanos se me aparecen en la mente. Solo quiero lavarme, necesito agua. Me dispongo a gritar cuando Rafaelito abre despacio.


_ Hijito, estoy tocando hace rato, ¿Qué pasa?, le pregunto.

_ Papá dijo que estaría ocupado en el baño, que no lo fastidien. Nos metió al cuarto y nos dijo que durmiéramos. Nos cerró la puerta, pero tu sabes que ya soy grande y que no hago siesta.


“Este hombre ni siquiera puede ocuparse de los chicos” pienso, mientras avanzo hacia el baño y Rafaelito se desparrama en la colchoneta que tenemos en la “sala”.


_ Anda mira a tu hermano, entonces. Si sigue durmiendo, ciérrale bien la puerta, le ordeno a Rafael.


La puerta del baño esta abierta, Manuel no puede estar ahí. Entro, abro el caño, me tiro el agua en la cara, varias veces. ¿Dónde estará este hombre? Algo me impulsa a voltear para jalar la cortina de la ducha: Manuel se ha colgado con su correa. Tiene los ojos abiertos y una mueca triste. Me quedo congelada. Siento los pasos de Rafaelito acercarse y su voz decir: “el bebé esta durmiendo”.


_ Ve tu también al cuarto y juega con mi celular, le digo, mientras cierro la cortina de la ducha _Cuida a tu hermano, acá no pueden entrar, tengo un problema.


"¡En el momento en que me vienes a dejar sola, Manuel de mierda…ni siquiera se como bajarte de acá!" pienso, mientras las lágrimas corren por mis mejillas...


***


Decidió que, si había sobrevivido, tenía que vivir.


Ninguno de los otros niños que comía parecía reparar en los hermanos que se habían acercado, aunque se hicieron a un lado para permitirles tomar un poco de carne que quedaba entre los huesos.

Tras haberse alimentado, Rafael y Joaquín retomaron su caminata por la Villa. Todo les parecía nuevo. Arrancaron las cintas amarillas de peligro que estaban alrededor de los juegos oxidados, en ese terral que era el parque. Durante horas los hermanos saltaron, subieron y bajaron de la resbaladilla, corrieron e hicieron marcas en la tierra, sin dirigirse la palabra. Cuando el menor, Joaquín, se restregó los ojos, Rafael lo tomó de la mano y se dirigió al lugar donde comieron.

Se acomodaron junto a un montículo de ropa: camisas, pantalones, vestidos, zapatos. Rafael tomó dos polos que enrolló como almohadas y le ordenó a Joaquín: “Duerme”. Entonces el pequeño rompió su silencio y preguntó: ¿Por qué no volvemos a casa?. “No podemos, es peligroso” contestó Rafael, solo por decir algo. No podía explicarle a su hermanito lo sucedido en el departamento. Joaquín cerró sus ojos y él también. Se durmieron en segundos.


El frío despertó a Rafael. Le tomó unos minutos reconocer donde estaba. Por un momento creyó estar en su habitación, pero la dureza del concreto le recordó que estaba en calle. Las manchas de sangre seca en su cuerpo significaban que había hecho lo que su madre siempre le pidió: Ser fuerte para sobrevivir. En ese instante pasó por su mente el día en que atraparon una paloma y mamá le enseñó como torcerle el cuello, desplumarla y freírla. Había aprendido bien Rafael. Volver a casa ya no era una opción. Cuantas veces su madre les había dicho que la Villa era el infierno. Aunque todavía estaban ahí, ya no tenían que estar en ese departamento de donde no salían nunca. ¿Por qué mamá decía que la calle era peligrosa, si ahí estaban mejor? Había mentido porque, aunque era buena, era una adulta. Las mascarillas, los polos de manga larga con capucha, los guantes no eran necesarios. Ya tenían alimento, ya saldría con su hermano del infierno.


La presencia de alguien lo sacó de sus pensamientos. Tenía frente a él a un chico como de su edad, de ojos amarillos tan luminosos como linternas.


– ¿Y tu qué mierda miras?, le preguntó.

_ ¿Y tú, de donde vienes? Contestó el muchacho y le saltó encima. Sus dientes se clavaban en el torso de Rafael, que gritaba. Antes de cerrar los ojos, vio a su hermanito Joaquín, hundirle el cuchillo de su madre entre los omóplatos. Sus pupilas estaban doradas, como el sol.

 

Por Carla Pereyra

Nació en Lima, Perú. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de San Martín de Porres y mamá. Trabajó en comunicaciones corporativas durante varios años hasta que dejó el Perú, en el 2006. Tiene un cuento publicado en la antología “Maldito amor mío” (Editorial Signo Tres) y varios relatos suyos se encuentran en medios online de Perú y México. Es autora de “Camino Amarillo” donde intercala crónicas de la vida cotidiana con historias de ficción. Le gusta observarlo todo con atención y caminar, sobretodo en la arena. Vive rodeada de montañas y cielo azul en los Estados Unidos.



42 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


Publicar: Blog2 Post
bottom of page