Recuerdo la noche en que mi tranquilidad se vio corrompida. Continuaría siendo un hombre de paz de no ser por lo acontecido:
Regresaba de una tarde de cacería, con un venado atado a lo alto de mi camioneta, cuando en el camino, me crucé con un par de cabañas. Confiado ante la vida, me aventuré a entrar a una… No había nadie en el interior. Cansado de tanto manejar, me acosté en el piso de aquel calmado lugar. Instantáneamente, afuera comenzó a llover. A pesar de ello, disfruté de un cálido descanso, aislado de los fríos externos, teniendo como única compañía la presencia de una ligera gotera, ubicada justo sobre mí. Las gotas cayeron y resbalaron sobre mí en la oscuridad, no fue algo a lo que le tomara mayor importancia.
Al haber despertado, tras aquella noche poco generosa, continúo estando la presencia de dicha gotera. Indiferente, miré hacia el techo y horrorizado, me levanté de aquel piso en el que había estado durmiendo durante las últimas horas. Un hombre escuálido y de piel completamente pálida, colgaba en aquel techo. Nadie lo había encontrado antes y por desgracia, tuve que ser yo el que descubriera su cadáver. La sangre se derramó sobre mí, dejando las manchas sobre mi ropa. Creí que la sangre era algo fácil de dominar para un cazador como yo, y sin embargo, esa escena hizo que se me retorcieran hasta las entrañas.
Corrí hacia mi camioneta y nunca más regresé a ese lugar. Ahora, el recuerdo del hombre ahorcado me persigue cada noche entre los sueños, como si quisiera castigarme por haber estado debajo de él.
–¿No era lo suficientemente valiente, mi estimado amigo cazador? –Pregunta él, cuando se aparece.
Por Dulce Martín
Músico y estudiante de periodismo, dedicada principalmente al género de suspenso
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