Caracas, comienzos del siglo XIX
Se conocían desde hace años, cuando la conciencia de sus correspondientes castas no era impedimento para estar un tiempo juntas. Bueno, a decir verdad, no había absolutamente nada en la Tierra que les impidiera darse una escapada hacia las colinas. Incluso con el riesgo de ser descubiertas no medían el peligro; con la justa excepción de Teodora, la mayoría de las veces. Alguien tenía que resaltar algún sentido de supervivencia y esa no iba a ser Lorenza bajo ninguna circunstancia, estar con ella era proporcional a convivir con una niña distraída capaz de atentar contra su vida sin apenas percatarse. De todas formas, no dejaba de amarla.
Se refugiaron bajo la sombra del árbol de ciruelas en la cima de su colina, el día era tranquilo. Lorenza estaba sentada en el regazo de su amada, dejándose mimar y compartiendo sonrisas dulces.
—Quiero que esto dure por siempre —murmuró Lorenza, entrecerrando los ojos, observando que una pequeña mariposa blanca se posó en el cabello de Teodora—. Eres hermosa.
—Tú lo eres más —acarició la mejilla contraria—. Cada vez que venimos acá me acuerdo del día en que nos conocimos. Sigue siendo tan mágico, tan tranquilo… así deberían ser todos los rincones del mundo.
—Sí —la joven depositó un tierno beso en su mano—. En un rato vamos a casa, quiero pintarte y… quizás nos acostemos un rato en la cama —las mejillas se le sonrojaron, encantando a su enamorada.
—Yo sé que deseas hacer más de lo que dices —. Teodora exploró con sus dedos el cuello y clavículas de su compañera, hasta llegar al centro de sus senos. La joven parecía querer encogerse, pero mantuvo la sonrisa y el calor en su cara—. Eres tan linda, quiero ahogarme en tí todos los días de mi vida.
Lorenza se incorporó, tomando la mano de su amante para llevarla al único recinto sagrado en la casa. Teodora recordó mejor aquel día: era una mañana común cuando la niña Lorenza exploró el viñedo, buscando algo qué hacer para saciar su curiosidad. Para los esclavos su presencia era un bálsamo temporal, tan rebosante de inocencia y carisma, pero nunca dejaron de temer que crecería para convertirse en el reflejo de su apellido. A Teodora se le asignó el trabajo de campo, seleccionando las uvas que se usarían para hacer el codiciado vino de los Aristimuño, por lo que veía de reojo a esa nacida en cuna de oro con cierto rencor. En su mentalidad infantil, no entendía qué las hacía tan distintas entre sí, pero prefería no arriesgar.
—Hola —le saludó Lorenza, pero sólo bajó la mirada, no podía enfrentarla—. ¿Quieres ir para allá? —señaló a una colina cercana, de nuevo, no obtuvo respuesta— Está bien. ¿Cuál es tu nombre?
—No creo que sea correcto que estés aquí —farfulló Teodora, observando la puerta de la casa, temerosa de que el patriarca saliera—. Cosas malas pasan cuando ustedes aparecen.
—¿Cosas malas? —Lorenza miró al firmamento, directo al sol. Emitió un grito muy peculiar y gracioso. Teodora no podía creer la tontería que hizo—. Hay mucho sol, vámonos.
La tomó de la mano y, con toda la confianza del mundo, se la llevó a la sombra de un árbol. A partir de allí, Teodora aprendió dos cosas: la primera, que Lorenza era buena buscando excusas para apartarla de su deber; y segundo, que aquel día experimentó la dicha de ser elegida, por primera vez olvidó su lugar como propiedad. Jugaron juntas hasta que el patriarca del viñedo descubrió las travesuras de su hija y la encerró en casa. Eso sí, sin importar los encierros o las prohibiciones, Lorenza encontraba la forma de salir y entablar conversaciones extendidas con los esclavos de su padre, preguntando sobre sus culturas, trabajos y anhelos.
Teodora era la única niña contemporánea, así que pasaba más tiempo con ella, ayudándola en los deberes, leyéndole cuentos impresionantes, incluso enseñándole a leer, o simplemente veían las nubes para encontrar formas interesantes. Fue con el pasar del tiempo, junto con el favoritismo, lo que convirtió a Teodora en una negra de casa al servicio de su joven ama.
Siendo adultas, resultaba un milagro que nadie de la familia Aristimuño se diera cuenta de lo suyo. Para las dos era un verdadero placer tenerse una a la otra, Lorenza hizo una colección de pinturas teniendo a su querida como musa. A Teodora siempre le pareció fantasioso vestir con los vestidos más elegantes y fingir ser una señorita de alta alcurnia, sofisticada y digna de ser plasmada en lienzo. En ese momento, mientras leía un poemario su compañera movía con pasión el pincel, esparciendo las primeras manchas que usaría como base. Podían estar así durante horas; Lorenza daba todo de sí para plasmar la belleza incomparable de Teodora, incluso entre la falta de palabras no les cabía dudas de que el amor se encontraba en el ambiente, en sus miradas sutiles y sonrisas compartidas. Era raro, aunque de ninguna forma despreciado, tener conversaciones extendidas en el transcurso de las sesiones.
—Padre todavía no me compra el azul de lapislázuli —soltó Lorenza de pronto, llamando la atención de Teodora—. Se lo llevo pidiendo cuatro años en mis cumpleaños, sé que es un pigmento difícil de comprar, pero si al menos me diera una respuesta tajante estaría más tranquila. Una negativa basta para que no le vuelva a pedir algo en la vida.
—Siempre me has dicho que ese color se usa para el manto de la Virgen María, y yo nunca te vi muy afanada —señaló Teodora, con media sonrisa en los labios.
—Quiero pintarte usando un vestido azul, eres más importante para mí que cualquier figura religiosa.
La confesión provocó que a Teodora se le calentara el rostro como pocas veces. No le gustaba refutar, pues siempre sintió bonito que ella la incluyera de esa forma a su vida, que la abrazara a escondidas, que le leyera poemas románticos, pasar la noche con ella en la misma cama desnudas y envueltas en su pasión prohibida. Si alguien les preguntara cuándo floreció su amor, no tendrían una respuesta clara. Quizás siempre estuvo allí a pesar de todo, entre risas y miradas discretas, en los dulces besos de buenas noches y el contacto de sus manos. Ambas eran capaces de todo por un momento juntas.
—Lorenza —llamó, su compañera inclinó la cabeza fuera del lienzo, un gesto que le pareció muy propio a la par de adorable—. Si se da la oportunidad de irnos lejos, ¿la tomarías?
La mujer dejó el pincel sobre la mesita con las pinturas, sacudió sus manos sobre el mantel en su falda y tomó el rostro de su amada con todo el aprecio de su alma, antes de entregarle un beso corto a sus labios.
—Sin dudarlo, mi amor.
—¿Cuándo me volví digna de ti?
—Es que nunca fuiste indigna, cariño. Tú lo eres todo para mí, jamás en toda mi vida amaré a alguien con la misma intensidad con la que te amo —Lorenza se puso de rodillas, besó las hermosas manos oscuras de su querida musa—. Vámonos, viajemos lejos de aquí, tengamos una vida juntas hasta que la muerte nos llegue.
—Lorenza, nada me hace más ilusión —acarició su rostro, las repentinas lágrimas de su amante la atertaron—. ¿Por qué estás triste, mi amor?
—Me han buscado marido, un general condecorado de no sé qué —sus ojos expresaron la tristeza más profunda—. No quiero, Teodora, prefiero que me quemen en una hoguera antes de separarme de ti. Que me llamen loca o pecadora, sólo tú le das sentido a mi vida.
Teodora tenía mil argumentos para debatir, entre ellos, su condición de esclava, la sociedad era inflexible ante los cambios o expresiones fuera de la absurda normativa. En un mundo ideal, las dos vivirían en una cabaña, comiendo de sus propios sembradíos, cuidando de la otra durante largos años, olvidándose de cada preocupación o falsa fachada para impresionar a la gente superficial. Lorenza siempre afirmó que amaba la honestidad, quizás por eso se enamoró tan perdidamente de una esclava que, sin importar las consecuencias, se oponía a la falsedad e hipocresía. Impotente ante la noticia, ambas se refugiaron en la otra e imaginaron esa vida soñada.
Lamentablemente, la boda entre Lorenza Aristimuño y el general Juan Sebastián Villarreal se llevó a cabo pocos meses después. Ella tuvo que marcharse de casa con el único propósito de cumplir con su nuevo deber como esposa, y por más que intentó, su amada Teodora no pudo salir del viñedo. Comprendió entonces, que quizás su padre se terminó hartando de su estrecha relación con la mujer esclava y por eso las separó. O aún peor, él ya sospechaba de su amor.
Decir que ambas sufrieron la pérdida de un pedacito de su alma era poco, a partir de la ausencia, la vida de ambas se tornó tediosa y con poco valor. Una dejó de pintar, mientras que la otra volvió al trabajo de campo. Aquella relación a distancia no pasaba de lo espiritual, enviarse cartas no era posible. El general Villarreal, que no era muy diestro en descubrir los malestares emocionales de su esposa, atribuyó todo en la falta de un embarazo e intentó muchas cosas para convencerla de procrear, recibiendo incontables negativas hasta que recurrió a forzarla.
Lorenza lo odió desde aquel día, pero al menos estar encinta sirvió como excusa para volver al viñedo de los Aristimuño a dar la noticia tres meses después. Ella no quería las felicitaciones de su familia cuando tenía tanto miedo de su condición, sólo le interesaba volver a hablar con su amada, por lo que escapó de la reunión apenas tuvo la oportunidad, recorrió las siembras de uvas hasta encontrarla. Apenas sus miradas conectaron fue como si el mundo volviera a cobrar sentido, corrieron para unir sus almas una vez más, en un abrazo estrecho, con temor a ser separadas nuevamente. La emoción les ganó, y lloraron como nunca.
—Te extrañé tanto, amor —murmuró Teodora, completamente perdida en la felicidad.
—Cada día sin ti era una tortura, mi vida —Lorenza se separó un poco para verla—. Quiero irme lejos, sólo contigo estaré bien.
—Lorenza, tranquila, ya estamos juntas —la tomó del rostro, secando todo rastro de tristeza—. Vámonos lejos.
—A donde no puedan encontrarnos, sería tan maravilloso, querida —la joven sonrió, tomó las manos de su amada y las llevó a su vientre. Teodora comprendió sin necesidad de palabras, pero no supo cómo reaccionar—. No estoy feliz con esto, él me… él me obligó —se refugió en sus brazos, recibiendo la protección que tanto anhelaba—. Es tan distinto a cuando estuve contigo, nada se compara a tus caricias tiernas y tus besos acogedores, tú me haces sentir en casa.
Teodora se tragó el coraje de saber que ese hombre le hizo daño al amor de su vida. Intentó enfocarse en la criatura dentro de ella que, sin haber nacido, ya era sagrada, se agachó para esparcir besos por su vientre. Lorenza se sonrojó violentamente, pero se derritió ante su cariño. Cuando volvió a levantarse juntaron sus frentes deseando ahogarse entre sus besos y dejarse llevar por el amor. La resignación llegó cuando el patriarca de la familia Aristimuño y el general Villarreal exclamaron el nombre de Lorenza, ella tenía que regresar al purgatorio lúgubre, a una vida lejos de su gran amor. Se vieron con intensidad, incapaces de separar sus manos y destrozadas al imaginar un futuro alejadas.
Por Raziel L. Castillo
Escritora emergente que empieza a publicar en revistas como Cósmica Fanzine, Anapoyesis y Alas de Cuervo. Usuaria activa de Wattpad desde el 2015, donde publica diversos relatos de su autoría. Originaria de Venezuela, actualmente vive en Perú.
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