Escuché sus gritos al doblar la esquina. Unos muchachos lo pateaban en el suelo; me acerqué cuando se alejaban, ya cansados o aburridos. Una de sus muñecas sangraba sobre el asfalto desde una herida profunda. Saqué el pañuelo verde de mi cuello y se lo até. Lo ayudé a incorporarse. Era más chico que yo, un adolescente.
—Tengo que volver a casa —dijo con la voz a punto de quebrarse—. Mamá debe estar preocupada.
—Te acompaño.
Me dijo su nombre: Benito. No hacía mucho había llegado a la ciudad. Vivía con su madre a doce cuadras del lugar del incidente. Los pinos daban inicio a un descampado, llegaba hasta donde se perdía la vista. Unos metros adelante, una mujer tendía la ropa de una soga atada entre dos árboles que, claramente, pertenecían a su casa.
Prometimos volver a vernos mientras me daba la vuelta para regresar.
—¡El pañuelo! —gritó a mis espaldas. Me di la vuelta para mirarlo y, tirándole un beso con la mano, le dije:
—Es tuyo. Te lo regalo.
Días después, me hice amiga de una vecina. Me invitaba a tomar mate, a almorzar. Una noche me dijo de ir a bailar con una de sus primas, le dije que sí. Vestíamos top y minifalda. Afuera helaba, todo el mundo estaba encerrado, tiritando junto a sus estufas. Los que no tenían hogar se cubrían bajo diarios, frazadas y cartones en la plaza Belgrano. El silencio de la calle vacía empezaba a incomodarnos. Nos tomamos del brazo y caminamos algunas cuadras, apretadas.
Una carcajada partió en dos la negrura de la madrugada. Un hombre de pelo canoso, largo y sucio, nos seguía. Tenía una bolsa de papel en la mano. Desde donde estábamos podíamos apreciar las costras de mugre en su campera, su jean en ruinas. Nos descalzamos y comenzamos a correr. Entre lágrimas, gritamos por ayuda. La noche vacía se tragaba nuestros alaridos. El hombre no se daba por vencido; ya habíamos corrido varias cuadras, y, sin avisarme, mis amigas tomaron otra dirección. Ahora solo me seguía a mí.
Un coche se acercó veloz, me frenó al lado y se abrió la puerta del acompañante. Me subí sin mirar quién estaba dentro.
—Qué fácil que confiás en desconocidos —dijo el del asiento de atrás. Me acogotó con un brazo y me tapó la boca con la otra mano. El auto aceleró.
—¡Ponele la capucha, gordo! —dijo el conductor.
—No la traje, Chucho —contestó un tercero, sentado atrás de él—, me la olvidé.
—¡No servís para nada, boludo!
Pensé en tirarme del auto, pero me tenían bien agarrada. No dejaba de preguntarme adónde me estaban llevando cuando entramos en un camino de tierra. Todo era oscuridad. Paramos. Uno de ellos me sacó tironeándome del pelo y me dio una trompada en la boca. Caí al suelo. Otro me metió una patada en el estómago y me sacó todo el aire. Después, comenzaron a arrancarme la ropa.
A lo lejos, escuché otros gritos. Se veía luz desde una casa.
—¡Mamá, dejame salir!
Era la voz de un chico. Oí como si varios muebles eran arrojados por todos los rincones. También alguien gritó:
—¡Es por tu bien!
Los tipos no le dieron importancia. Seguían enfocados en mí, golpeándome y dejándome casi desnuda.
De repente, se escuchó un aullido desde muy lejos, hubo un segundo aullido desde otra dirección y el tercero llegó desde la casa. Algo se acercó hasta nosotros. No podíamos verlo en la oscuridad, pero sabíamos que era grande. Antes de poder movernos, lo tuvimos encima. De un golpe, tiró contra un árbol a Chucho, que estaba encima de mí; rodé hacia un costado. Vi cómo le masticaba la cara al gordo para después escupir los pedazos con desprecio. Entre el brillo escarlata de la sangre, se adivinaban unos colmillos largos como cuchillas.
Era como un rottweiler anormal. Desde la cola hasta el hocico medía, por lo menos, dos metros. Las uñas en sus patas largas y su pelaje, oscuro. Sus ojos rojos. El tercer hombre intentó correr, era el único barbudo de los tres. La criatura se le lanzó encima y lo atacó por el cuello, decapitándolo.
La bestia me miró, jadeante. El olor metálico de la carne picada, me llegaba en oleadas con cada exhalación a medida que se acercaba. Levantó una garra. Yo me encogí y cerré los ojos instintivamente para esperar el golpe final. Pero el golpe no llegó. Abrí los ojos: anudado a la muñeca peluda había un trapo verde manchado con barro y sangre. El monstruo se volteó y se hundió en la noche.
Desde entonces, cuando el sol se oculta, me da miedo salir a la calle. Ayer mi amiga me contó que su prima lleva días desaparecida, después de salir a bailar el fin de semana pasado. Parece que ellas habían discutido en el boliche, y su prima se volvió sola a la casa. O eso intentó. La abracé y le dije todas las palabras de consuelo que se me ocurrieron en ese momento, ya que, en el fondo, sabía que nunca volverían a saber de ella. Tampoco yo volví a saber nada de Benito. La casa ha estado cerrada desde entonces, nadie ha vuelto a verlos a él y a su madre.
Por Alejandro Negrete
Nació en San Pedro, Buenos Aires, en 1991. A temprana edad sintió el llamado del terror gracias a los grandes maestros del género, como Stephen King y Bram Stoker. Pronto su interés por conocer la escena local lo llevaría a descubrir el trabajo de Lucas Berruezo, Matías Bragagnolo, Cezary Novek, Emanuel Rosso y Rogelio Retuerto, algunos de sus autores argentinos favoritos. En 2017 publicó Y un día se hace la luz y en 2018 La flor de la higuera, ambos por la editorial sampedrina Arenz & Antich. Algunos de sus cuentos fueron publicados en España, Perú y México. Colaboró también en las antologías La frecuencia espectro (Editorial Perro gris, 2019), Terror TDE (Tinta de escritores, 2020), Antolgía 21: Terror gótico/ Monstruos experimentales (Kanon editorial, 2021) Pueblo maldito (La conspiración de los fuleros, 2021). Pueden leerse sus cuentos en las revistas The wax, Gualicho, Letras y demonios, Monolito, Licor de cuervo, Cósmica fanzine, Brutal magazine, El Nahual Errante.
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