Luis jaló un banquito y se subió en él. Sólo así pudo alcanzar las puertecitas que custodiaba la repisa de arriba del clóset. Ahí estaba el niño dios que había comprado su mamá. Era casi del tamaño de un bebé real, de porcelana. Con esas enormes pestañas y pecas chapeadas que suelen pintarle los artistas, y que le dan un aspecto femenino y suave. Lo tomó y cerró muy bien las puertecitas. Se bajó con cuidado y llevó al niño dios a su habitación. Con pintura roja, coloreó su rostro y le colocó un traje de diablito que compró durante Halloween. Llevaba rato preparando la broma. No era la primera, la navidad pasada sustituyó a los pastores por figuras del Señor de los anillos. Y hace dos años pinto el rostro de dos de los reyes magos, de manera que parecía que Baltazar había traído a sus hermanos a contemplar el nacimiento del Señor. Ni siquiera la Pascua se salvaba. Logró que su mamá le rezase por meses a un cuadro de Obi-Wan Kenobi... antes de que se diera cuenta y la cambiara por una foto de Keanu Reeves.
Le gustaba ver a su madre y a sus tías ponerse de colores. Y decir palabrotas. Su tía Jacinta, llegó a decir que se estaba ganando el infierno. Pero Luis, a sus dieciséis años, ya no creía en esas cosas. Llevó al niño dios caracterizado, dentro de una caja y se lo auto-envío en correos, de manera que llegase justo el día veinticuatro en la noche (¡Dios bendiga a los incansables empleados de DHL!).
Regresó a casa, satisfecho por su jugarreta. Cuando vio al niño dios, sin puntura y recostado en el nacimiento. Metió la mano en su bolsillo y comprobó que estaba el papel con el número de guía del envío. “¿Habrá comprado otro?”, se preguntó. Fue al clóset, jaló el banquito y abrió las puertecitas de la repisa de arriba. Un montón de niños dioses cayeron sobre él, como el agua de la regadera cuando está al máximo. Pronto, toda la habitación se vio cubierta de ellos. Luchó para no hundirse, pero finalmente uno lo golpeó en la cabeza.
La música de los villancicos lo despertó. ¿Era Nochebuena? Seguramente se había quedado dormido durante la oración de la tía Jacinta. Miró hacia sus pies, los cuales estaban rodeados de heno. Quiso moverse pero no pudo. Luego descubrió otro pastor delante de él, tenía la cara mal pintada, como la suelen tener los pastores, a los que los artistas desprecian y suelen ser los menos lúcidos del nacimiento. Una enorme sombra lo cubrió. Sólo pudo mover sus ojos hacia arriba y ver con horror, como su madre acostaba al enorme niñito dios.
Por J. R. Spinoza
(H. Matamoros, Tamaulipas, México, 1990).
Primer lugar en el Noveno Concurso de Cuento Infantil convocado por la UAEMex. Mención Honorífica en el Premio Nacional de Cuento “Gabriel Borunda” 2022. Becario del PECDA Tamaulipas (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Finalista en el Primer Concurso Nacional de Poesía emergente Antonio Alatorre. Columnista en Editorial Tríada Primate de Perú. Columnista en Periódico Poético.
Ha publicado entre otros: Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021). Tragaluz (Winged, 2021). Adversus Diaboli (Ómicron Books, 2021).
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