Si hay amores en la tumba, en la tumba yo he de amarte (…)
Cueca boliviana; letra de Arturo Sobenes.
Tengo oxidado el corazón de tanto esperar que alguien me quiera de verdad. Porque fueron muchos los amores que alguna vez pasaron por mi vida y duraron solamente lo que dura una flor. Pero ahora todo es distinto: Ella está aquí conmigo —el único guardián protector de la verdad en un mundo de mentiras es ella— y así fue desde siempre, hoy más que nunca. Apenas ayer, o anteayer (no sé exactamente), la empecé a percibir cerca de mí, y ahora es más persistente su presencia. La siento merodear dentro de la sala (como un ángel de luz), livianita y sin consistencia, flotante y traslúcida; sin cara, sin ojos, más bien algo hueco, como una tutuma seca. Alta, estatuaria, silenciosa; y ese silencio suyo como una mortaja en la hora melancólica de la tarde —ella no había sido, entonces, esa momia atemporal de primaria forma medieval, tal cual se supone—. Pero el crepúsculo tiene también su sangre luminosa que anuncia el final inevitable, y ahora yo también soy un crepúsculo, sin tejido, sin voz; atado a un tanque de oxígeno y con respiración asistida en esta sala de terapia intensiva. Hasta parecería que los ojos mecánicos del manómetro me estuvieran viendo, con el parpadeo incansable de su temblorosa aguja que va pautando las horas y los minutos que todavía me quedan en calidad de organismo vivo. En ese espectro de dudas, me pregunto si es verdad o no todo lo que se comenta de esta sala: que morirse se había vuelto una costumbre natural y que las probabilidades de que te saquen de aquí en calidad de fiambre, es de un ochenta y nueve por ciento.
Así pues, puedo todavía identificar un murmullo de voces blancas que van y vienen, hablando del estado lamentable en que me encuentran. Pero aún en esa situación (con el cuerpo costurado, como la criatura del Dr. Frankestein; el tórax totalmente vendado y con el costillar adolorido), conservo todavía ráfagas de conciencia en el fondo de mi testa maltrecha. Por ejemplo: recuerdo que anoche soñé con los ojitos aceitunados de un amor parvulario que me dejó con las ganas; quien, a pesar de ya no tener nada que ver conmigo desde hace un siglo de años, no había perdido esa mala costumbre de echarme en la cara todos mis pecados terrenales. Será porque en cosas del himeneo siempre fui un anfibio, un avezado picaflor, lo reconozco y les pido perdón a todas esas féminas a quienes hice sufrir. Fue sin querer queriendo.
Entonces fue que me desperté súbitamente, como si alguien me habría dado un cocacho con su mano invisible. Pero al rato volví a dormirme de nuevo, aunque esta vez fue sin culpa, y soñé con mi temprana existencia (durante unos minutos volví al mundo medio olvidado de mi infancia), sin dobleces de postal de kínder (acaso fuese nada más que una nostalgia de que las cosas habían sido alguna vez diferentes). Hasta ahora en que desperté por enésima vez, sintiéndome rígido y con una especie de aburrimiento sublimado.
Es normal que la gente le tenga un miedo visceral a la muerte en los momentos fatales. Pero, ¿por qué tendrá que ser así? Siempre le echan la culpa a ella de todo lo malo que nos pasa. Así y todo, dicen que no hay muerto que haya sido malo, aun cuando hubiera tenido sucia el aura o haya sido en vida un alma negra, irremediable y desalmado. Pero mala y pérfida es esta vida que los hizo así de malosos. Porque yo sólo sé cuánto me amó, como al más preciado de sus hijos, con un amor sin límites ni prejuicios humanos; un amor descomunal y con tal sentido de pertenencia —es ahora cuando me vengo a dar cuenta— que, fue ella, la única que jamás me dejó desamparado. Ni siquiera mi familia o mis amigos hicieron por mí lo que ella hizo por el suscrito.
“Me perteneces por derecho —siento que me habla, y no existe en su voz un poco de anestesia para con el herido— hasta cuando seas solo cenizas”. Es como un cordón umbilical ese lazo invisible que nos une, y lo que está a punto de romperse. “Tu alma es mía, también tus huesos, tu sombra, tu mala sangre, hasta la raíz de tus cabellos; el resto se lo dejaré a los gusanos”. —¡Pucha, qué grave!—. “Así fue desde el día en que naciste, cuando ya podía adivinarse tu naturaleza dominante de macho alfa. Más todavía desde la vez que decidiste torcer tus pasos y adquirir oscuros vicios”. —¡Sí, ya sé todo eso! No era necesario que me lo repita—. “Habiéndote visto lidiar en las apuestas, como un bicho matrero capaz de defender lo tuyo a punta de plomo o navaja, no estoy aquí para juzgarte y mucho menos para castigarte. Porque a pesar de todo, yo siempre te cuidé con esmero, esperando el día y el momento en que habrías de honrar tu destino”, me aclaró luego. Y yo me puse a pensar en voz alta: “¡Que se dejaran de joder todos! Finalmente, el mundo no estaba hecho de razones; entonces, si tuve que enfriar algún cristiano, por lo que fuese, debió haber sido porque es mi derecho humano de hacerlo”. —¿O no es así?—.
Ese día fatal es hoy, lo presiento. Pero no es arrepentimiento ni rabia o miedo lo que ahora siento, es más bien algo como una emoción abstracta, irreal, fantástica; pero también una especie de ovina resignación por no haberle podido ganar esta partida al destino. Porque, vea usted: es irónico tener que morirse con apenas treinta años mal contados. Pero así había sido el destino, y es que en este mundo que me tocó vivir en consecuencia, no hay una segunda opción. Ciertamente es así: en una familia con media docena de hijos, se nace sin que a nadie le preocupe si eres hembra o varón; se crece en el arroyo o al borde de la cornisa, después se estudia en la escuela de la vida; luego se pone en práctica lo que has aprendido, con el ideal prematuro de tus veinte abriles; se empieza a envejecer a los veinticinco, y no es novedad que te entierren antes cumplir los treinta, ya sea en la plenitud de la pobreza o en con más billetes que pelos en la cresta.
Yo sentía que todo eso se agolpaba en mi maltrecha testa. Y estando ahora hospitalizado, supuestamente por un ajuste de cuentas en consecuencia, recuerdo vagamente cómo es que me trajeron hasta aquí: medio muerto y con el pellejo a cuadritos, como matahambre; dizque como un escarmiento por haberle convertido en escabeche a más de uno —aunque eso tuvo que ser en mi tierna época, cuando yo era el Papá Pitufo de la temible pandilla Los Caifanes—. Pero estoy convencido de que ella no dejará que yo siga sufriendo, por más encabronada que esté conmigo. Porque ya va un siglo de horas desde que me cernieron el cuero a estocadas y mi ángel protector todavía no se aparta de mi lado. Aguardando, esta vez impaciente, para darnos ese definitivo abrazo que no tardará en suceder en cualquier momento.
“No seas terco y ven con mamá” —me habló por última vez, y el aliento quebrado de su voz, como de caña hueca, fue más bien de un tono místico, filosófico y sedante; como si su estancia en esta sala de terapia intensiva la hubiera humanizado—.
Yo no pude ni quise hacerme rogar. Más cuando tenía la voluntad adelgazada al límite. Y… ahora sí, siento el beso helado de la Muerte, el último y merecido beso suyo.
Por L. Dante Gorena V.
Ganador del 2do. Premio Nal. de Cuento “Franz Tamayo”. Editora 3600,2017,Bolivia.
Cuentos publicados
“Vértigos. Antología del cuento fantástico boliviano”. Editora El Cuervo, 2013, Bolivia. “Antología de cuentos, Zombie II”. Editorial
Endora, 2019, México. “Antología del cuento erótico”. Revista
literaria Enuket; 2020, Argentina. “Antología de narrativa
hispanoamericana”. Revista Ruido blanco, 2020, Perú. “Antología de cuentos distópicos”. Editorial Machente, 2020, Perú. “Cuentos de horror”. Revista Letras y Demonios, 2020, México. “Artes & Letras”. Revista Noche Laberinto, 2021, Colombia.
“Historias de horror”. Revista Alas de Cuervo, 2021. México.
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