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Foto del escritorcosmicafanzine

Cabellos

La lluvia tocaba a las ventanas de Laila, quién se negaba a abrirle.

Truenos amenazantes hacían crujir sus huesos y de vez en cuando la hacían saltar en su silla. Junio siempre era un mes extraño en la ciudad, rodeado de nubes grises, jirones negros y lluvias intensas, poco relacionado con las milagrosas y dulces lluvias veraniegas que ella tanto había visto en las películas.

Además, su departamento no era el mejor lugar para una tormenta, con sus paredes negras y las ventanas grises. La ambientación normalmente le producía paz, pero esa noche se sentía encerrada en un bloque de cemento o en una morgue. La tentación de su cama le ordenaba dormir. Ella se resistía.

La comisión en la que estaba trabajando debía estar lista enseguida. No era cualquier cosa, era para un tatuaje. “Hazme un tatuaje chingón, es para mi mamá, que pronto se va a morir. Tiene cáncer terminal, por favor” fueron las palabras suplicantes de Gerardo, su mejor amigo de antaño. Pobre. Recordaba la relación casi simbiótica con su madre, la única familia que tenía ese tipo. Siempre tomados de la mano, paralelos de una leona y su cachorro. Le parecía trágico.

El rostro de la señora se convirtió en su pesadilla personal. Las fotos que Gerardo subía con ella no hacían más que provocarle un terrible ciclo de náuseas, lástima y culpa. Era notorio como la vida se le escapaba a la mujer y esa siempre fue la cuestión; Laila no le temía a la muerte, pero la asustaba lo que había después de ella. Y, aún más, temía lo que pasaría antes. Morir en charcos de sangre, en medio de dolor, y con arqueadas incontenibles le parecía de lo más espantoso. Su corazón se encogía al pensar en el final que le esperaba a la madre de Gerardo y, por otro lado, canalizaba su emoción en el diseño que ambos llevarían en su piel, ella encerrada para siempre en un ataúd y él por el resto de su vida.

Dibujó. Tenían que ser dos rosas unidas, formando un corazón y el tallo en realidad sería una caligrafía de “para siempre” en cursiva. Pequeño, urgente, efectivo.

Se tuvo que detener.

Otra vez sucedía, la sensación horrible.

Se paró, fue al grifo y se forzó a toser. Nada.

Llevaba meses sintiendo su garganta llena de pelos. Lo había intentado todo, tomar agua, forzar vómito, doctores y citas costosas, limpias, dar en adopción a Porki, su gato siamés.

Sólo alguien le había dicho algo apenas importante. Una bruja de la Merced, quién le había tocado el estómago y después hizo una cara de susto.

—No pienses en la muerte— le dijo. —Ni en dolores o incomodidad, porque así se va a alimentar, le gusta cuando la gente llama al sufrimiento. Te lo sacaría, pero yo no lo puedo aguantar y no conozco a nadie que pueda. Pobre muchacha, qué mal destino.

Por supuesto eran mafufadas de una pobre mujer que quería venderle misticismo y curas con remedios dudosos y fraudulentos; en realidad nada había funcionado para disminuir su malestar, desde diciembre sentía las mismas vellosidades picando y molestando su garganta, como cuerda interna, un recordatorio incómodo de sus interiores.

Un vaso de agua fue su solución rápida. Lo había hecho tantas veces que ahora funcionaba como un placebo momentáneo. Esa noche no se podía permitir dejar de pensar en la muerte, ni en la tristeza de una madre muerta, la imagen del amor fraternal no debía ser empañada por la siniestra sensación de ser acariciada desde sus entrañas.

Ese dibujo debía estar ya, Gerardo se iba a tatuar mañana.

Trazos hábiles. De repente las líneas negras evocaron hebras de pelo y se sintió asqueada.

Agradeció cuando timbró su celular.

—Pinche Lai, ni contestas.

—Licha, ¿qué pasó?

—¿Cómo que qué pasó? Mañana paso a tu casa, burris, ¿no te acuerdas? Mi mamá te manda el buró de Yayita y también necesito hablar contigo. Quería ver si pasabas por mí al metro, ya tiene años que no me muevo en la ciudad y me voy a perder.

—No puedo Licha. Me siento mal y hoy me voy a desvelar.

—¿Otra vez eso de los pelos? Ya deberías ir al loquero, los doctores ya te dijeron que no tienes nada. Vas a empezar a espantar a mi mamá, pinche Lai.

—No le digas a mamá. Nada más que me siento cansada. Hoy tengo que acabar una comisión de tatuaje. La mamá de Gerardo se va a morir y se van a tatuar juntos.

—… Que mala onda. Ya es terminal, ¿verdad? Pobre, ese dolor no se lo deseo a nadie…

La voz de Alicia fue un calmante temporal. Había acordado enviarle transporte y dejar las llaves del departamento con el portero sonriente, todo estaría bien. Alicia cuidaría de ella. Después de Año Nuevo, hermanas juntas al fin. Podrían encontrar explicación a su sensación, quizá era la soledad tan oscura que la asfixiaba, que la intentaba matar.

Se quedó estática al regresar la vista a su archivo. Un remolino de cabello negro en vez de tallos, pétalos rojos con venas anchas, abajo escrito “nacimiento”.

Y esta vez tenía un vello real en la boca. Lo sentía en la lengua.

Un serpenteó sacudió sus entrañas. Fue un dolor seco, cortante. Sentía que una mano enguantada recorría sus interiores con rudeza, se movía entre los pasajes de su cuerpo, las caricias incómodas se estaban volviendo un arrebato.

Alcanzó a levantarse la camiseta y gritó al ver un bulto moviéndose por su estómago, como si una rata estuviera encerrada bajo su piel. Se apresuró al teléfono, alcanzó a tocar las teclas de llamada para Alicia, maldijo la comisión, odió a Gerardo y a su madre muerta, pensó en la sonrisa de la muerte y lloró.

Sintió que se iba a abrir. Por instinto se recostó, el dolor aumentaba.

Con el primer desgarre gritó y sintió como sus líquidos la bañaban y de pronto surgió el alivio. Todavía seguía saliendo, esa cosa y partes de ella, todo se derramaba en la alfombra blanquecina.

Se reía.

Moriría. Meses de incomodidad para llegar al éxtasis de la agonía, quizá vería lo mismo que los mártires, pensó, mientras seguía pariendo a lo que se había cosechado en su interior por meses.

Terminó de salir. Laila se aferraba a lo último de consciencia que tenía.

Y ahí lo vio.

Nacimiento.

.

Al día siguiente los gritos de Alicia despertaron a los vecinos del condominio. La joven de pelo rubio se había deshecho en llanto y berridos. Vieron cómo se arañó el rostro con desesperación y finalmente, su caída por el desmayo, arrodillada en su vómito, antes de que los paramédicos se la llevaran.

Ahí estaba la escena.

Las paredes negras formaban un ataúd, a mitad de la sala la computadora, en la pantalla el dibujo de dos hebras de cabello haciendo un infinito, el piso revestido en rojo y fluidos, a la mitad de la habitación el cuerpo reventado.

Entrañas se extendían por el piso, un rostro ciego que sonreía.

El siniestro alumbramiento, finalmente, exhibía los órganos de su portadora, orgullosos, casi soberbios. Todos cubiertos de un largo pelo negro, como cascada de alquitrán y rosas. Las vísceras se enredaban con las hebras lustrosas, libres de la prisión entre la sangre y el hueso.

Los cabellos se movían.

 

Por Paulina Marisol Arteaga Hernández

(2000, CDMX) estudiante de la UNAM, es firme creyente de las letras como una forma de cambiar el mundo, es una escritora en formación, profesora de inglés y traductora independiente. Durante los últimos dos años ha colaborado en diferentes eventos culturales como ponente, presentadora y difusora, donde también ha compartido parte de sus obras escritas, entre ellas, el cuento de horror “Cabellos”.


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