Caldo rojo
- cosmicafanzine
- 31 ago 2021
- 5 Min. de lectura
El fuego de las brasas en aquella estufa antigua estaba al rojo vivo cuando entramos. Era una casa humilde. La entrada era pequeña y de altura reducida; su puerta, lo que impedía la entrada de intrusos, animales e insectos, era una delgada sábana vieja y con algunos agujeros. Al traspasar aquella cortina caminamos por una especie de sala, bodega, habitación, no podíamos saberlo a ciencia cierta y ¿cómo hacerlo si el cuarto estaba completamente obscuro? La única luz que alumbraba era la poca que quedaba después de pasar aquella sábana desgastada. Lo que se veía eran colchones apilados unos sobre otros, ropa arrumbada en las esquinas y sobre las camas. Sólo nos guiábamos por el sonido de la voz y la silueta de esa mujer, una pequeña anciana que, a pesar de tener edad avanzada, su voz y su cuerpo podían percibirse fuertes.
Había pasado un mes desde nuestra llegada a Esperanza, una comunidad rural en las orillas de una ciudad catalogada como una de las más violentas del país. El trabajo que se nos había encargado fue realizar el diagnóstico de las problemáticas de la comunidad para iniciar un proyecto de “saneamiento social” por parte de la comunidad jesuita. Durante ese mes nos encargamos de visitar y comer con algunos de los habitantes de Esperanza para adentrarnos en la dinámica del pueblo.
La comida que nos sirvió Ramoncita, aquella mujer de edad avanzada, era una especie de caldo rojo, sin verduras y con más huesos que carne, no se le podía pedir más. El ambiente, además de la penumbra otorgada por las condiciones de la casa, era silencioso y pesado. Se sentía una incomodidad tremenda como de quien nos había recibido sin ganas y bajo la imposición del sacerdote que había pedido en la misa dominical “ayudar a los misioneros jesuitas”.
En la mesa pensaba en mi capacitación. Recordaba aquellas palabras que en estos momentos parecían vagas y sin sentido de la realidad: “cohesión”, “participación”, “ciudadanía”, “Dios”. Al mismo tiempo que estaba sentado en la mesa de una cocina sin piso ni techo, me veía en el salón de los jesuitas en el que se me había instruido. Mi compañero, callado y comiendo de a poco, volteaba la mirada hacia abajo, como de quien no quisiera estar ahí. Mientras, yo lo vislumbraba en clase participando de manera activa hablando de necesidades no resultas y cambios en la estructura moral. Sonaba todo muy fácil.
Con la intensión de romper el silencio y generar empatía decidí tomar la iniciativa de abrir una conversación - ¿qué le pareció la misma de esta mañana? - Pregunta que me arrepentí de haber hecho. Las lágrimas de Ramoncita se ocultaron debajo de sus parpados, como un niño que jugando a las escondidas y no quiere salir, aunque todos sepan que está oculto debajo de la mesa. La imagen recia y fuerte de aquella mujer que nos convidada de su alimento comenzó a desmoronarse contestando a mi pregunta -Joven, sé que ustedes vienen con la mejor intensión y créame que a pesar de tener poco siempre es un honor recibir a un misionero, pues su intención es ayudar a los que tienen menos que nosotros- Dijo dando a entender que su fuerza y salud para trabajar era más que la de los que enfermos o inválidos, cuya condición en la realidad de Esperanza significa miseria, y continuó -pero de eso a que yo crea ciegamente que escuchando un sermón del Padre Miguel mis problemas se resolverán, es diferente. La fe cuesta y yo no tengo con qué pagar-.
Es difícil describir cuál de las partes de aquella frase causó más confusión en mí, pero ya era muy tarde para echar la conversación atrás, los sentimientos y emociones de Ramoncita habían salido y, con ellos, su historia, así que la única respuesta posible era seguir la conversación. Como he dicho, mi formación fue católica y jesuita, así como mi puesto laboral el de misionero de la paz; ante esto no negaré que, a pesar de mis dudas e inconformidades religiosas, sigo siendo un firme creyente. - ¿Cuál puede ser el costo de la bendición de Dios, Ramoncita? Pregunte erróneamente una vez más.
-No es el costo de su bendición- contestó – sino el costo de sus alabanzas. – Y comenzó a relatar. – Si me hubiera hecho esas preguntas hace un año, seguramente le hubiera contestado lo que cualquiera en Esperanza “mientras haya salud, ya es ganancia”. Mire, en un pueblito como éste no queda más que levantarse todos los días y sacar el sustento como se pueda, sin salud no hay trabajo, sin trabajo no se come, por eso poder levantarse todos los días es una ganancia que muchos pensamos es una bendición.
“Hace un año mi hijo fue levantado por huachicoleros de camino de su parcela para acá. No tengo idea si vio algo que no debía, si estuvo involucrado con ellos en un trabajo o simplemente fue por diversión. Quisiera poder afirmar algo con seguridad, pero su cuerpo sigue desaparecido. A los pocos meses su hermano, de 14 años, comenzó a recibir burlas y amenazas de sus compañeros en la secundaria, lo habían reducido a ser el hermano de un huachicolero desaparecido. ¿Qué esperaban que hiciera? ¿Soportar todos los días esos comentarios? Se defendió. Había pasado los últimos tres meses llorando a un desaparecido, el resultado fue pasar a enterrar a mi segundo hijo que murió en una riña por defender a su hermano”.
Mi sensación y la de mi compañero fue tal que solo pudimos guardar silencio, cerrar los ojos, inhalar y suspirar, dando a entender la tensión que había caído sobre nosotros. La falacia de querer comprender algo de lo que no teníamos idea. Una vez, más volvían a mí aquellos momentos de la capacitación jesuita en la que nos pedían tener empatía y reconfortar bajo la palabra de Dios. Quise hacerlo -Ramoncita…- Apenas había terminado de decir su nombre cuando continuó. – Deje sus palabras, joven- me dijo secamente- Entiendo su buena voluntad, pero si la muerte de mis hijos no me hizo dejar de creer, si lo hicieron las convulsiones de mi hija, quién apenas dio a luz y tuvo que ser internada de gravedad y ¿con qué voy a sacar para pagar, si me robaron el carrito donde vendo elotes? Todo en menos de un año. Le aseguro que como la mía hay muchas historias similares en Esperanza quienes creímos en las supuestas bendiciones de Dios.
Un breve rayo de luz entró por la lámina de que cubría el papel de techo en la casa de Ramoncita y, por un breve momento, hubo un poco más de luz que la brasa del carbón de aquella estufa vieja. Ese rayo de luz me dio tiempo para observar a mi alrededor, ver aquella casa que, básicamente, era una obra negra semi amueblada que, solo adquiría el mote de casa por que aquella mujer vivía ahí; inclinar la cabeza y darme cuenta del agujero negro que representaba el cuarto por el que habíamos entrado; ver el gesto firme de la perdida de fe de mi anfitriona y, al mismo tiempo, la tristeza que había sido guardada durante un año, pues su ritmo de vida impulsado por la necesidad de comer y las deudas no le daban tiempo para llorar.
La conversación estaba destinada durar solo los 45 minutos que duramos en comer el caldo y hacer un poco de sobremesa, pero la mujer dio por terminada la visita pues tenía que hacer los preparativos para su puesto de frituras nocturno que había sido el remplazo del aquel carrito de elotes robado. Ramoncita limpió sus lágrimas con su muñeca y se disculpó de tener que “corrernos tan temprano”. Una vez despedidos mi compañero emprendió camino al templo de Esperanza y yo decidí caminar un poco más, para liberar la tensión transmitida por aquella mujer, así que fui a las afueras de la comunidad rumbo al canal que rodea las parcelas.

Por Saúl Reyna
Licenciado en sociología y estudiante de historia, profesionalmente he trabajado en proyectos sociales, cuestión que se refleja en algunos de los cuentos que escribo, varios son microrrelatos y poemas publicados en la plataforma Sweek.
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