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Canto de golondrinas

Actualizado: 28 feb

Con el último tañido de las campanas, los bosques se extendieron por el mundo. Los árboles llenaron avenidas y calles; la vegetación se enhebró entre las ramas y los edificios mientras en el suelo, arbustos y enredaderas surgieron sin detenerse.

En la primavera del mundo, las extintas golondrinas regresaron.

—Es la canción del adiós de la humanidad —dijo el vagabundo que llegó al refugio que compartía con Milena. Estaba vestido como si fuera un árbol bananero. Portaba un sombrero en punta tejido con hojas de maizal del cual colgaban granos y mechones de estambre de los elotes.

—¿Así? —inquirió ella con sorna. Desde que olimos su persona a casi veinte metros, Milena me indicó que no era bienvenido.

—Es para que no te detecten, debes hacer que piensen que eres uno de ellos —susurró con seguridad y ominosamente mientras comía del estofado de las ratas que capturamos por la mañana. Estaba aderezado con setas y musgos ya que cualquier intento por ingerir frutas, hortalizas o gramíneas implicaba morir tras una larga y atroz agonía. Luego era imposible tomar el cuerpo para darle sepultura ya que se volvía un edén propiedad del reino vegetal so pena de extinción personal si percibía que era atacado.

—Estamos muy al norte y veo que las hojas del bananero están frescas. ¿Algún truco para conseguirlas sin morir en el intento? Igual ese sombrero.

—Heces y orina animal. Deberían aprovechar mejor las ratas que cazan. Y está salado esto. ¿No tienen algo mejor?

Tuve que tomar a Milena del brazo antes de que lo golpeara. Desconocíamos sus talentos ofensivos o si ocultaba alguna arma. Además, tras seis meses de difícil embarazo, debíamos ser cuidadosos. El hombre que la preñó tras atacarla fue capturado por las orquídeas susurrantes cuando intentó escapar de su crimen. Esa mañana había sido mi turno de recolectar algo en un almacén que él había descubierto un día antes. Se había comportado y ayudado por casi un año. El desgraciado llevaba seis meses despierto, su mente perdida en una locura interminable, mientras era lentamente desangrado por las orquídeas a la vez que lo alimentaban con lo necesario para no dejar de producir sangre. Podría estar así cuando menos diez años más.

—Es lo único que tenemos —repliqué agriamente—. Si requiere más, puede ir por él. Hay un manzano justo a la entrada. Con una mordida a la manzana más jugosa olvidará su hambre. Para siempre.

—No será necesario. Solo bromeaba. ¿Puedo servirme más?

Esa noche mantuve una guardia permanente sobre el vagabundo. Milena quería acompañarme, pero no se lo permití. Más valía la fuerza de las dos al día siguiente.


El vagabundo salió temprano, antes del amanecer, tras balbucear algo como un “buenos días”. Me alisté con un arco y un garfio. Cerca del nido de ratas del día anterior había detectado otro más y lo que parecía una madriguera de conejos. Con la conquista vegetal de la ciudad, la fauna regresó también cobijada por el manto protector contra el depredador máximo. Casi desaparecido este, era la misma Tierra antes de que los homínidos pecaran al salir de África.

Decenas de muertes permitieron aprender a escoger cuál fauna no era venenosa o cómo cocinarla para que fuera comestible. Milena era experta en esto y, cuando me acogió tras huir de un grupo de norteños, me enseñó todo lo que sabía. A cambio la instruí en el arte del sigilo y la lucha de supervivencia. Tras la muerte de sus progenitores debido a su avanzada edad, medio siglo, quedamos solas y sólo habíamos sido interrumpidas por viajeros de paso. El único suceso de consideración fue el lindo soñador.

Ahora, por alguna razón, presentía que el vagabundo sería mucho peor.

Tres horas después regresé con dos ratas jóvenes y un conejo de buen tamaño. Estaba segura que Milena disfrutaría del cambio del platillo diario. La visita dispondría del plato de rigor, quisiera o no.

Me quedé alelada al llegar. Sobre el fogón había un enorme pavo asándose. El vagabundo charlaba animadamente con mi compañera mientras giraba el ave y la bañaba con el jugo que desprendía. El olor evocó un recuerdo de cuando aún era una niñita y una cabaña o refugio rodeado de nieve que protegía del peligro de los bosques.

El vagabundo contó de sus aventuras en los bosques tropicales del distante sur o las travesías cruzando los enormes lagos del oriente. Se ganó totalmente la confianza de Milena, no la mía. Todos los días salía a conseguir comida, la preparaba y ayudaba a mantener limpio el refugio. Dos semanas después de su llegada le inventé un pretexto para salir e interceptarlo.

—Vagabundo, tú el-sin-nombre, ¿qué pretendes? —cuestioné de inmediato plantándole cara en una senda estrecha. Con todo, yo era la sorprendida: cargaba un par de jabatos de buen tamaño.

Resollando pero sin sudar, como siempre, a pesar del esfuerzo y la temperatura, depositó su carga en el suelo. Se quitó el sempiterno sombrero que se había vuelto amarillo y quebradizo. Las marcas circulares en su calva, como si hubieran taladrado el cuero cabelludo y algo del cráneo, rezumaban un líquido marrón, espeso y apestoso cuando el sombrero no contenía el olor. Según una historia que edulcoró, fue resultado de una infame tortura por una tribu de simios blancos que habían perdido cualquier sentido de empatía.

Arrancó una enorme y ancha hoja de la planta a su derecha sin caer muerto como siempre sucedía. Luego cepilló su cráneo con el borde retirando la sustancia marrón y arrojó la hoja a un lado. Sus ojos dejaron de sonreír y se llenaron de una profunda amargura.

—Debo hacer que tú y Milena sobrevivan. Es el primer y único embarazo que he visto en años que llegará a buen término. Las mujeres con las que me he topado son infértiles debido a la desnutrición o los venenos de las plantas. Cuando lo logra, es un milagro que pasen del quinto mes. Ella, a pesar de lo que sucedió, ha sido bendecida al quedar preñada. Quizás sea el inicio de un futuro para nuestra especie.

—¿Y cómo lo harás? ¿Nos violarás para embarazarnos una y otra vez? —pregunté mientras blandía mi lanza ante su pecho.

—No puedo. Nací infértil —y abrió la falda de tejido vegetal que cubría sus inexistentes genitales—. Un agujero para orinar, otro para defecar. Y nada más.

Mantuvo su carne oscura llena de cicatrices a la vista hasta que miré a otro lado y bajé la lanza.

—Disculpa, no lo sabía.

—Más bien me disculpo yo por no aclarar lo que pretendía la quedarme. Una vez que dé a luz y vea que está bien el bebé, continuaré mi viaje. Una vida, un viaje —cerró retomando el tono jovial que lo había caracterizado por muchos días.

El jabato asado sabía como nada que hubiera probado en mi vida. Sin embargo, cada bocado era amargo por la vergüenza que tenía. Milena, llena de alegría y risas, no percibió, por primera vez desde que me acogió, mis sentimientos acallados.


Finalmente, una noche, antes de la cena, se rompió la fuente. Traté de recordar las instrucciones que la madre de Milena nos repitió durante interminables noches: paños calientes, agua limpia disponible, contar el tiempo entre contracciones, mantener hincada a Milena mientras estas se volvían más y más frecuentes como dolorosas.

—¡Vamos niña! Puja con más fuerza —repetía el vagabundo quien se había vuelto una valiosa ayuda durante las horas del parto. Ahora ayudaba a sostener a Milena mientras yo le remojaba los labios, le secaba el sudor y palpaba la dilatación—. Empuja de nuevo, con fuerza y grita, niña, grita.

Milena tomó aire, cerró sus ojos y pujó forzando su bajo vientre. Lanzó un grito desgarrador a la par que sentí la cabeza del bebé y mis dedos fueron punzados por delgadas puntas.

—¡Otra vez, con más fuerza! ¡Puja y grita! —exclamó el vagabundo con una voz dura, contundente— ¡Puja!

Y la cabeza, con espinas en vez de cabello, salió completamente desgarrando la vagina y genitales de mi amada Milena. No dejó de pujar y aullar de dolor hasta que logró expulsar a la bebita totalmente. El vagabundo, sin chistar, cortó con un pedernal el cordón umbilical y cargó a la niña cuyo cuerpo estaba cubierto de pequeñas espinas sobre una piel que parecía la de una cactácea.

—¿No es bella? —dijo lleno de emoción el vagabundo. Milena había caído de espaldas y se desangraba a borbotones por la entrepierna.

—¡Ayúdame! —le grité—. Deposita a la bebita a un lado, tenemos que ayudarla.

—Es inútil, igual sucedió con mi madre. No sobrevivió a mi nacimiento. Algún día también pasarás por lo mismo. En lo que sucede, me la llevaré para prepararla para ser madre de mis retoños —respondió el vagabundo mientras envolvía en una manta de hierbas a la recién nacida. Noté que esta no lloraba: cantaba como si fuera una golondrina. Sin decir más, salió del refugio.

Milena murió entre mis brazos mientras preguntaba por su bebé. Al menos a ella podría sepultarla, a diferencia de sus padres que ahora eran parte del edén. Después recobraría a nuestra hija que, aunque fuera una nueva especie, siempre sería nuestra hija.

 

Por Eduardo Omar Honey Escandón

(México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer o segundo lugar como finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.




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