Lo peor que hacen los malos es
obligarnos a dudar de los buenos.
Jacinto Benavente
̶ Mi mamá nunca me dio comida recalentada, ¡ni que fuera perro! En esta casa se cocina tres veces al día, todos los días, ¡que para eso te tengo!
Así me decía el muy mula, señorita. Desde que me junté con él así eran mis días. Veinte años cocinando tres veces al día, porque a él le gustaba comer fresco. Era de muy buen diente, así que tenía que preparar en abundancia porque sino decía que le servía puras limosnas.
Nunca me aceptó un guiso recalentado y hasta me obligaba a tirar la comida para que todos los días tuviera que cocinar. Me pegaba si no le hacía caso, tenía que hacer lo que él decía o me tocaba patiza segura. Bueno, con decirle que ni a los perros me dejaba darles la comida que llegaba a sobrar. Ah no, a ellos también les tenía que preparar su caldo de rabadilla con tortillas. No, si en esa casa la única jodida era yo, todos comían como patrones, menos yo. Al principio sí le obedecía, para qué le miento. Estaba tiernita y quería tenerlo contento, luego me di cuenta que a ese cabrón con nada se le daba gusto, así que me hice de mis mañitas para fintarlo.
Fíjese que en mi casa batallamos un montón, porque luego no teníamos ni pa’ frijoles, por eso mi mamá nos enseñó a no ser desperdiciados. Así que disque tiraba yo la comida, pero en realidad la guardaba en bolsitas de plástico. Luego me la comía en el cuarto, cuando él se quedaba dormido viendo la tele. Otras veces sacaba a escondidas la comida y mientras iba a hacer mis mandados me iba al parque a echar taco. Compraba cinco pesos de tortillas calientitas y ahí me tenía usted. No me da pena decirlo, señito, sí es feo comer solita y a escondidas, pero fíjese que me sabían más ricos esos taquitos, que los que comía con él. Preferible hacer así a tirar la comida, es pecado, oiga.
Tenía un carácter bien feo, siempre era un pelear, cualquier cosa que hiciera lo hacía enojar. Que si la comida estaba fría, que si está muy caliente, que si las tortillas están muy gruesas, que si la sopa está insípida. Todo, señorita, todo le molestaba y hasta parecía que lo hacía a propósito, porque justo a la hora de la comida era cuando más la armaba de a pedo. Yo no estaba acostumbrada a eso, en mi casa nos enseñaron que la hora de la comida es sagrada y se tiene que agradecer por tener alimentos, sea lo que sea que esté uno comiendo. Mi marido no era así, güerita, al contrario.
De tantos gritos y madrazos hasta me acostumbré a tragarme mis lágrimas, porque si me veía llorando más se enojaba. Decía que llorara cuando él se muriera. Pero había veces en que por los mismos golpes o todas las cosas feas que me decía, pues solitas se me salían las lágrimas y más me llovían madrazos. Con decirle que ahora por más que quiera llorar nomás no puedo, solo cuando corto cebolla es cuando medio chillo.
Era cabrón, güerita, se portó mal conmigo. En la calle era Don Santos, un hombre educado, siempre sonriente y dadivoso, pero conmigo era el mismísimo diablo. Por eso no me arrepiento de nada.
¿Qué cuando pensé todo? Uy señito, ‘ora sí que bien, bien el día no se lo sé decir. Lo que sí recuerdo es que un día tempranito ahí me tenía usted en joda, pique y pique verduras para la comida. Iba yo a preparar picadillo, ya sabía que las papitas y las zanahorias tenían que quedar cortadas bien parejitas, sino ahí me dejaba el plato.
Ese día andaba yo que no me calentaba ni el sol. Ni sé por qué, ya sabe, de esos días en que de plano una se levanta de malas, pero tenía que poner buena cara porque si el muy cabrón se daba cuenta enseguida empezaba a gritonearme. ‘Tons ni hablar, como decía mi mamá me tocó “de agua y de ajo”. Si sabe cómo es eso, ¿no? Ah, pus ¡de aguantarse y de a joderse! Ja ja ja. Sí, sí, disculpe, yo creo han de ser los nervios, por eso me da risa. ¿Qué le estaba diciendo? Ah sí, ese día estaba muy concentrada cortando las verduras, cuando de repente pensé: este cuchillo está bien bueno, seguro hasta pellejo humano corta. Y pues así inició todo, señorita.
Durante varios días me estuvo rondando en la cabeza esa idea. Y luego de consultarlo con la almohada, tomé la decisión. Eso sí, armé mi plan, me sentí en uno de esos programas de asesinos que pasan en la televisión. La verdad siempre pensé que eran casos inventados. Bueno, lo de “La mataviejitas” sí lo creo, porque mi prima Cuca dice que la conoció. Que vieja tan cabrona, ¿no?, mire que andar matando abuelitas.
Pero bueno, como le iba diciendo, sabía que el domingo jugaba el América y mi marido ya había planeado ir a la casa de su compadre a ver el partido. Entonces pensé: seguro que este regresará bien briago, ese será mi momento. Porque ya lo conocía, señorita, cada que esos dos se juntaban era nada más para estar tomando.
Esa semana me hubiera visto, parecía noviecita de tanto que esperaba a que pasara el afilador. Llegó el miércoles y nada que pasaba el canijo viejo, pero al día siguiente, como había tianguis, entonces se apareció y como dicen ustedes los polis: que lo intercepto. Le di una buena afiladita a mi cuchillo, aunque el don me dijo que no la necesitaba, porque estaba al puro centavo.
Total, que los siguientes días anduve yo bien sedita, como si nada, aquel ni sospechaba lo que traía yo entre manos. No se crea, si tonta no soy, tenía que preparar bien el terreno, así que decidí que el domingo cocinaría alubias con carnita de puerco: ¡su veneno! Cuando andaba de buenas decía que por ese guiso me iba a ir al cielo, porque me quedaban bien ricas. Entonces ya sabía que así podía ganármelo. Y pues ahí me tiene el domingo, antes de que se fuera a casa de su compadre le di el gustito de que comiera alubias. Lo que sea de cada quien me lucí, quedaron más ricas que de costumbre y él se fue bien contento.
Fíjese que hasta eso durante la semana anduvo bastante tranquilo, bien raro, casi ni me gritoneó. No sé, como si presintiera que le iba a hacer de chivo los tamales. Incluso por un momento pensé en dejar todo por la paz… pero ni maíz, paloma, ¡a rajarse a su tierra!
Entonces, mientras él no estaba, yo preparé la escena del crimen. Ja ja ja, ay discúlpeme, señorita, es que me da harta risa. Ejem… le decía, en días pasados había comprado un kilo de bolsa de empaque, de esas negras, grandotas y unos metros de jerga. Todo lo escondí en el ropero, para tenerlo a la mano. Debajo de la colcha de la cama extendí un plástico doble, para no manchar el colchón, sino luego esas manchas ni con cloro salen. También hice espacio en el refrigerador y bueno, preparé todo lo que ustedes ya encontraron. Cuando tenía todo listo me senté en la sala a esperar. Abrí una caguama, y me la tomé bien a gusto, me sirvió para agarrar valor.
Recién había terminado de cenar cuando escuché un azotón de puerta y enseguidita entró él, tambaleándose de borracho. Me dijo que olía rico, a comida, que si le servía de cenar. Cuando dijo eso pensé: ya me cayó el chahuistle, comiendo se le iba a bajar la briaga y eso no me convenía. Pero yo creo que luego se le olvidó el hambre, porque cuando fui a llamarlo para cenar, ya estaba en la cama roncando. Me aseguré de que estuviera bien dormido y fue entonces que me puse “a lo que te truje, Chencha”.
Me persigné, agarré valor y de golpe le clavé el cuchillo en el cuello para dejarlo bien muerto. Lueguito empezó a brotar un montón de sangre. La verdad sí me asusté, señito, nunca había visto tanta sangre fluir así de rápido, pero ya no podía rajarme, así que le seguí. Poco a poco fui cortando pedazos de cuerpo, sin ningún orden. Primero una mano, luego un trozo de panza, un pie y así iba yo, al puro tanteo. Hacía mis montoncitos de carne y luego los metía a las bolsas.
En eso estaba cuando los perros empezaron a ladrar como locos, por más que les grité no querían callarse los muy canijos. Era como si supieran que me estaba echando al plato a su dueño, así que se me ocurrió aventarles un pedazo de carne de la que ya había cortado, creo que fue un pedazo de barriga. Rapidito se lo comieron y se tranquilizaron. Entonces pensé que, en lugar de tirar la carne, podía guardar algunos pedazos y unos huesitos para la comida de los perros.
La verdad salió bastante carne y ya no tenía bolsas de empaque, así que se me ocurrió molerla en la trituradora que guardábamos de cuando el Santos tenía la carnicería. He ahí mi error, lo que más adelante me delataría, porque luego ya no supe limpiar bien la móndriga trituradora y fue ahí donde encontraron restos de carne humana. Eso y unos huesos que les deje para mordisquear a los perros. Los hubiera visto, señorita, bien contentos que jugaban con sus huesitos. De no haber hecho eso, ni se hubieran dado cuenta de que mi viejo ya había pasado a mejor vida. Pero qué iba yo a saber que días más tarde encontrarían las bolsas con los restos del Santos, allá en el barranco. Luego del hallazgo la policía vino a catear mi casa y el resto de la historia usted la sabe bien.
Con decirle que los vecinos creían que mi viejo me había abandonado por una fulana. Muchos andaban bien preocupados por mí, no me lo decían, pero lo veía en sus caras. Pero qué tal cuando los policías me sacaron esposada de la casa, pelaron unos ojotes de este tamaño, los hubiera visto. Ya sé que ahora me llaman “La carnicera”, ja ja ja. Hasta famosa me volví, ¿cómo ve usted? Ay no, que ocurrencias de la gente, de ser la mujer del carnicero, ahora soy yo la carnicera. Quién lo hubiera dicho.
Por Olivia Carmona
Nace en la Ciudad de México, en el cada vez más lejano 1982. Ex habitante de la periferia oriente, actualmente radica en Italia. Amante de los libros, las plantas y los viajes. Estudió Producción de Radio y Televisión, desempeñándose en dicho ámbito durante varios años. Sus relatos han sido antologados en Italia (Lingua Madre, racconti di donne straniere 2020 y 2021), en México sus cuentos están publicados en medios digitales como Especulativas, Multiversas y Atrabancadas; es parte de la antología 40 vías de escape - Concurso internacional de microcuento 2021, convocado por el Liceo Poético de Benidorm filial Ñuble, en Chile.
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