Un trueno surcando el cielo violentamente me regresa a la realidad, la tormenta está a punto de caer sobre el pueblo. Llegó a la central de autobuses con aquellas palabras aún retumbando en mi cabeza: «Tu abuela ha muerto». Eran las seis de la mañana cuando ellas tocaron tres veces en mi ventana, me desperté de súbito con la sensación de que alguien me observaba y entonces vi el vaso con agua en mi buró a medio tomar; de inmediato entró la llamada de mi madre al teléfono... “No le tengas miedo a las Santas Ánimas, mi niña”, me dijo mi abuela una vez que limpiábamos el musgo de la pequeña pileta del patio, “déjales de beber y ellas te vendrán a avisar cuando sea el momento de despedirse”.
Caminé un par de cuadras hasta llegar a la casa de mi abuela, desde la esquina puedo ver a varias personas afuera: familia, amigos, vecinos. Las lágrimas se me juntan en la garganta haciéndose nudo y ahí las mantengo porque aún no es tiempo de llorar.
Entré a la casa y veo a mi madre en el zaguán con el rostro desfigurado por la pérdida, con trabajo recoge todos sus trozos del suelo y se levanta de su silla para abrazarme, la tomo con fuerza pero no logro armarla y de sus grietas emana un fino vapor gris que va robándole luz a su mirada; “el dolor no es malo, solo es un maestro, acéptalo con respeto y mientras aprendes la lección ve abriéndole la puerta porque si lo dejas quedarse más tiempo se convertirá en tu verdugo”, me susurran los consejos de mi abuela mientras compasivamente reconozco al maestro entre nosotras. Mi madre me dice que mi abuela está en su dormitorio y que pronto llegarán de la funeraria para prepararla.
Ella está acostada y a un lado de su cama una señora, a la cual jamás había visto, reza lastimosamente un rosario mientras mi tía me dice cómo fueron sus últimas horas y la razón por la que escogió las prendas que lleva puestas, pero ni el rosario ni las palabras llegan a sembrarse en mis oídos, justo a la entrada se topan con la frase guillotinada: “No es cierto, solo está dormida” que les corta la cabeza. Tiene las manos entrecruzadas sobre su estómago, las miro un momento tratando de encontrar en ellas el subir y bajar de una respiración ausente. “No es cierto, solo está dormida”, sigo pensando. Toco sus manos y casi puedo ver de entre el fino velo de la mujer que reza el rostro de la muerte que con calma se prepara para llevársela… “No hay que llorarle a los muertos, mi niña”, me dijo el día que enterramos al abuelo, “las lágrimas se entretejen en pesadas cadenas que sus almas van arrastrando mientras caminan por el valle de las sombras. Es mejor enviarles luz, enciende una vela y agárrate de un recuerdo bonito para que les ayudes a llegar al otro lado”. Después de que su reconfortante recuerdo envuelve con suavidad a mi negada idea de su partida al fin me acerco, beso sus manos aún tibias y comienzo a despedirme, en silencio, solo para nosotras.
Los hombres de la funeraria llegan y nos piden que salgamos de la habitación. Voy a la cocina y sobre una silla veo su delantal rojo… “Siempre que uses agua ponte un delantal, mi niña, cuando te mojas el vientre te llenas de frío y por eso te dan cólicos, es tu útero temblando, él es tu segundo corazón, ahí palpita la creación; en ese lugar te gestas y renaces con cada luna llena, por eso siempre debes tenerlo calientito”, me dijo mi abuela mientras me sobaba el vientre con bálsamo tranquilo la primera vez que menstrué.
El ataúd se yergue imponente en medio del patio, cuatro velas largas le hacen guardia mientras un desfile de gente pasa a verla una última vez. Por un momento dejo que comience a crecer en mí una pequeña espina de enojo; «ruega por ella», escucho a mi madre rezando mientras se acerca a mí con el rebozo de mi abuela en las manos y me cubre la espalda, la familiaridad de su olor me dice que esa pequeña espina se ha asomado por el deseo egoísta de querer tenerla solo para mí… “El durazno ama sus flores y por eso las deja caer, porque al caer son y dejar ser es amor. Yo soy el árbol y tú eres la flor”, me dijo la abuela cuando, aun siendo niña, llegué a ella llorando porque la flor de durazno que había cortado para mí se marchitó.
La tormenta y yo llegamos al mismo tiempo al pueblo, desde entonces no ha parado de llover. Desde el patio veo la pequeña pileta a punto de desbordarse mientras el nudo de lágrimas en mi garganta me implorar salir, y mi maestro el dolor me muestra una de mis memorias más valiosas: “La nube no es débil porque deja caer sus aguas, debe descomponerse para tomar una nueva forma, más pura, más sabía, más fuerte. Tú eres la nube cuando lloras y también eres el agua que lava”. Entonces lloro, al fin tomo la forma de la nube y dejo caer mis aguas, suaves, como fino rocío que humedece la tierra bañando a una semilla enterrada en la oscuridad.
Son las diez con diez y hace frío sobre la casa, es agosto y hace frío afuera de la casa, es verano y hace frío adentro de la casa, es el velorio de la abuela y me hago frío cada que comienzan un nuevo rosario. La señora a la que jamás había visto levanta un poco su velo, me mira y luego mira el féretro, es la muerte insinuando que yo también debo desfilar hacia el cajón y presentar mis respetos, pero ya no quiero ver el cuerpo, solo es una casa vacía. Ahora mi abuela habita en mí, en el agua de las Santas Ánimas, en los recuerdos bonitos que la llevan al otro lado, en el palpitar de mis corazones y en las flores de durazno.
Por Angélica Ramos
Comunicóloga, mexicana. Cofundadora de “Nautas de Letras”, un colaborativo de escritores independientes con el cual en mayo de 2018 publicó la antología “Amoxtli de Cuentos Fantásticos”, participando con el cuento titulado “El Soldado”. Ganadora del tercer lugar en el primer concurso “Jóvenes y Poesía” 2018 del Instituto de Cultura del ayuntamiento de Guadalupe, Zacatecas, y en diciembre del 2019 fue premiada con el segundo lugar del concurso de microcuento convocado por el colectivo feminista “Las Sin Sostén”. Publicada por la Revista Sapo (Chile), El Diario de Campeche (México), en la primera antología de mujeres zacatecanas “La Divina Entraña” de “Cartonera la Cecilia” y “Mejorana Cartonera” y por la editorial La Sangre de las Musas en su antología femenina “Buenas Lunas.” Recientemente seleccionada en la antología Recolectores de Silencios con el cuento “La Delgada Línea” de la revista Acuarela Humanística de la Universidad Autónoma del Estado de México (2021) y publicada en el quinto número de la revista Metahumano con el cuento fantástico “Semillas Estelares” (2021) y seleccionada con su relato corto “Las Pequeñas Muertes” para la revista en línea Extrañas Develadas (2022).
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