Su sonrisa aliviaba mis noches. Llegar del trabajo y verla sentada esperando me hacía sentir apacible, hasta querida. Siempre puntual. Siempre amable y dispuesta a esperar lo que tuviera que esperar. Nunca falté a la cita. A veces me sentía cansada sin ganas de verle y las otras con tanto ánimo que casi la sacaba a bailar. Me recibía con su mirada cálida. Con la disposición de compartir espacio conmigo. Así transcurrían los días, las semanas y los años. Esa rutina era mi rutina; llegar y saludarla.
Pero hoy ocurrió algo fuera de la costumbre, algo que me haría cambiar el plan. Eran ya las nueve de la noche y yo no podía salir del trabajo. El cúmulo de papeles en mi escritorio anunciaba la posibilidad de quedarme a pernoctar en la oficina. Estaba segura de que ella no me lo perdonaría. Desde que la conozco, nunca había faltado. Ese era el trato para la convivencia. Sin importar lo que pasara, yo llegaba y ella me recibía. Pero esa noche estaba anunciada. Me impacienté por terminar, no había forma de avisarle. No sabe usar el teléfono. No puede prender la computadora. Ninguna forma de comunicación.
Me apresuré lo más que pude, sorbí café a borbotones sin prestar atención a si estaba frío o caliente. Sin darme cuenta del sabor, sin disfrutar ni una gota. Mi jefa me dio la instrucción de no salir hasta terminar, era muy importante que así fuera. Ni modo, me quedé.
Terminé alrededor de las cuatro y media de la madrugada, aún era de noche, pero empezaba a clarear. Agarré mis cosas, tomé mi bicicleta del estacionamiento y avancé a toda velocidad. Quizás si llegaba antes de que amaneciera me la perdonaría. Quizás si apresuraba el paso y me pasaba los altos lo podría lograr. Nunca había manejado a esas horas. Todo parecía diferente en la oscuridad. Nada agradable. La avenida era como un desierto, ni un alma por el lugar. Unos cuantos perros buscando comida o refugio. Y nada más.
Recorrí todo Reforma hasta llegar a Juárez. Al ir cruzando por Eje Central, entre Juárez y Madero una luz invadió la calle. Era fuertísima y un estrépito que la acompañaba me aturdieron la cabeza. Me detuve. Voltee rápidamente para ver qué ocurría, pero no había nada. Únicamente el silencio de la madrugada.
Una persona a lo lejos que venía tambaleándose.
Y una avenida vacía.
Oscura.
Con la prisa que llevaba no me quise esperar a nada, ignoré por completo la luz. Pedaleé y pedaleé. Di vuelta por 5 de mayo. Rodeé el Zócalo. Unas cuantas cuadras más y estaría en casa. Seguro que me había esperado, aún no amanecía.
Por fin llegué. Abrí la puerta con torpeza. Le grité, la busqué por todos lados, pero no estaba. El silencio de la casa parecía sepulcral. Se había ido. ¿Habría salido a buscarme?
Corrí hacia la calle, quizá si regresaba la podría encontrar en el camino. La vi a lo lejos, se dirigía de vuelta a la casa. Nunca la había visto afuera, ¿qué estaba pasando? No sonreía. Su rostro era diferente. En sus ojos había una luz. Era esa misma luz de Eje Central. El recuerdo vino a mi mente.
Choqué.
Sucedió en Eje Central.
La luz, el sonido, el estruendo. Un automóvil que no logré ver por centrarme en el cruce y el camino me chocó de manera violenta. Venía con exceso de velocidad. A esas horas era imposible que hubiera una bicicleta en el camino. Me dejó tirada en medio de la nada y ella me alcanzó.
Tanto tiempo le imploré que no me llevara. Tantas noches le rogué que esa noche no, que la siguiente. Que me diera otra más. No tuvo compasión. Habíamos acordado que siempre llegaría a la casa. Que siempre dormiría con ella. Que no faltaría.
Y esa noche, fallé.
Por Ana Laura Corga
Nací una noche de enero en Tlalpan, Ciudad de México. Soy politóloga administradora pública, escritora y feminista. Soñadora empedernida y constructora de gobiernos locales. De raíz oaxaqueña. De espíritu nocturno. Co-coordinadora de EspeculativasMx.
Comments