Tony quería seducir, su disfraz poco tenía que ver con el personaje elegido. Medias bucaneras, falda minúscula, cada vez que se ponía en cuclillas o se agachaba para apuntar con el arcabuz, quedaba expuesta su cola less. No me extrañó que lo hiciera, Tony siempre fue provocadora. Daba pena yo a su lado, con el sobretodo largo, los zapatones de trabajo de mi abuelo y un sombrero apolillado. Por ese motivo me escogía, no le haría sombra; ningún hombre, ninguna mujer, me dedicaría un segundo si tenía a mi lado a esa rubia de grandes ojos claros, expuestas sus piernas a la curiosidad del mundo.
Acostumbrado a ser su chico de los mandados, me sumé a la excursión con poco ánimo; nunca terminábamos entre los primeros, Tony se empeñaba en ser vista, resultaba difícil sobrevivir una batalla cuando te proponías como blanco constante. Los años no habían cambiado sus intereses, este era el quinto en que participábamos. Mi disfraz no resistiría un nuevo torneo antes de desmenuzarse como el atún de las latas baratas. En cuanto a ella, estimé que no podría quitar otro milímetro a su falda, esta vez había llevado las cosas al extremo. Sólo el frío impedía que viéramos sus pechos desnudos, ni siquiera ella podía estar sin un anorak grueso, hasta la cintura. Como fuera, cargué el arcabuz modificado con las salvas de colores y me adelanté. Avanzamos entre robles y acacias, el punto central de la batalla quedaba al oeste de nuestra posición. Los candidatos al triunfo eran los Wroetze y los Cardigan, en la disciplina de parejas. Hacían trampas, eran hermanos, practicaban las veinticuatro horas dado que vivían bajo el mismo techo. Nosotros no ejercitábamos, Tony no lo consideraba necesario.
Resignado a ver las trenzas de Louise Cardigan ondear en el podio —los Wroetze llevaban cuatro años sin poder vencerlos—, perdí la orientación. Andábamos sin brújula. A Tony poco le importaba por dónde fuéramos, confiaba en mí. Yo me guiaba por las voces de los vecinos cercanos; más de la mitad de los competidores usaba la batalla como excusa para un paseo por el bosque, no se cuidaban de denunciar sus posiciones. Estos descuidados eran los que nos permitían, cada año, llegar al claro de la batalla final, donde el exhibicionismo de Tony nos dejaba sin chances. Esta vez, entregado de antemano, no presté atención a las voces; cuando me di cuenta y quise hacerlo, estábamos rodeados de silencio. Tony, dos pasos detrás, venía silbando, la cabeza gacha, con el celular en la mano para transmitir en cuanto volviéramos a tener señal.
Me detuve, saqué la cantimplora para disimular. Ella movió el teléfono, en pos de conseguir unas líneas. Bebí. Los árboles que nos rodeaban no eran robles ni acacias; no los reconocí, tenían hojas casi grisáceas, amplias, y no eran muy altos. Los troncos medían medio metro de diámetro, la corteza era clara. Como resultaba esperable a esa altura del año, no había frutos ni flores a la vista. El piso estaba cubierto por plantas parecidas a los tréboles. Intranquilo, intenté buscar el sol por entre el follaje; no lo conseguí, era cerrado, apenas dejaba pasar algo de claridad. Tony se cansó de buscar señal y me inquirió; debió sacar cuentas, tendríamos que estar a doscientos metros del claro central. Encogí los hombros. Me lanzó una mirada de desaprobación. Sacudió la cabeza y marchó hacia la derecha. La seguí, no tenía forma de saber si era una buena opción. El terreno se volvió más ondulado, no recordaba haber pisado lomas en el bosque. Tony no prestó atención, continuaba avanzando con gracia, la falda rebotaba en la cola a cada paso; temí que me propusiera lo de otras excursiones, que la filmara desde atrás para que el mundo la viera, pero no lo hizo.
Pasamos una elevación más alta que las otras. Tony se detuvo, como si aceptara por primera vez que estábamos perdidos. Vi una sombra detrás de ella, un poco más abajo. Armé el arcabuz, apunté. Disparé a tiempo, la cara de un hombre de cabellos grises y atuendo similar al mío quedó roja. Festejé el acierto; Tony alzó un brazo, le sacó la foto de rigor y se puso a buscar a la pareja del eliminado. Yo me quedé con el hombre. Se pasó la mano por el rostro; al verla roja, enfureció. Abrió los brazos y se lanzó sobre Tony. Mi amiga lo golpeó con la culata del arcabuz, el hombre cayó, impactado en el pecho, y rodó varios metros la pendiente. Ambos descendimos, no dejamos de apuntarle; de reojo, nos aseguramos de que su compañera no nos emboscaba. Igual, era ilógico, había roto todas las reglas al atacarnos luego de haber sido eliminado.
El hombre volvió a colocarse el sombrero picudo, apoyó las manos en el piso para erguirse. Exclamó algo que no entendimos, sonó gutural como el rasposo cantante de una banda metálica. Tony le apoyó la boca del arcabuz en el pecho, y le dijo que se quedara quieto. Noté entonces que el señor era un hombre mayor, un anciano, pese a su excelente estado físico. Arrugas en cantidad, manchas marrones, dientes faltantes, pelos blancos que nacían de sus orejas, todo en su cara hablaba de largos años vividos. Volvió a gritarnos; estábamos más cerca esta vez, nos alcanzó su aliento putrefacto. Tony se volvió, dispuesta a vomitar. Me apresuré a controlar al prisionero. Demoré en ver lo que ella vio, fue su alarido el indicador de otra presencia perturbadora. Al girar, recibí el abrazo de mi coequiper; mis ojos se toparon con media docena de seres semejantes al hombre que había bañado de pintura roja. Al verlos en grupo, los reconocí, aun cuando rechazaba su imposible existencia. Tony se aferró a mi cintura. Quise retroceder, pero recibí un empujón del primero de los visitantes. Un empujón, una fuerza física, dos manos apoyadas en mi espalda; no eran una aparición fantasmal, no se trataba de una alucinación, los fundadores existían y estaban rodeándonos. Mi incredulidad se rindió. Nada de leyenda, existían de verdad, en carne y hueso.
Intenté correr hacia la derecha. Tony tardó en comprender mis intenciones, tropezamos y nos enredamos. Suelo en desnivel, por no soltarla caí con ella en una hondonada; los muslos desnudos apresaron mis piernas revestidas por la tela rugosa y añeja de los pantalones. Gritó, hundió la cabeza en mi pecho. Me resultó imposible intentar alguna maniobra de evasión. La tarde se tornó oscura; los hombres formaron un círculo, con la hondonada como centro. El de la cara roja intentó bajar hacia nosotros; otro lo detuvo, uno que llevaba una barba que le daba casi a la cintura. La mayoría eran barbados. Todos traían gorros cónicos como el que utilizaba yo, me atrevo a decir que en un estado semejante de descomposición.
Tony logró desenredarse, quedó tendida sobre mi pecho, su cara a la altura de mi mentón. Traté de no pensar en lo maravilloso que hubiera sido despertar así con ella, alguna vez; los hombres de sacos largos no estimulaban el erotismo, ni siquiera dirigieron una mirada a las bellas piernas desnudas de mi compañera. Por el contrario, yo concitaba su atención. El de barba más larga efectuó un ademán; dos comenzaron el descenso. Tony levantó las piernas, se sentó sobre mi vientre. Los hombres la cogieron de ambos brazos y la lanzaron hacia lo alto, como si echaran a volar una bolsa inflada de material ligero. La preciosa figura de mi amiga desapareció de mi radio visual, los hombres adelantaron sus manos de huesos delgados, plagadas de puntos marrones y pliegues. Tomaron mis muñecas, me irguieron y me hicieron trepar con ellos la hondonada.
Una vez en lo alto, el hombre de barba larga se volvió e inició el camino hacia un tramo más oscuro del bosque. Aquel a quien atinara la carga de mi arcabuz, se mostró poco convencido, me dirigió un mohín despectivo antes de sumarse a la lenta caravana. Intenté descubrir a Tony, no estaba tendida entre las plantas bajas que poblaban el suelo en esta parte. Al girar la cabeza, vi que la traía el último de cotejo, la cargaba como a un saco de patatas. Cuando volví a mirar hacia adelante, topé con el rostro del más barbado; estaba mirándome.
—Has estado perfecto, has escogido nuestra carne favorita. Continúa así, sabremos recompensarte.
El hombre me dio una palmada. Otros dos apartaron unas hojas muy grandes, de color verde pálido, y el de larga barba quedó fuera de mi vista. Tras él, pasó el de la cara roja, otro barbado y el que cargaba a Tony; mi amiga estaba desvanecida —eso fue lo mejor que pude pensar—. Por último, los que sostenían las hojas separadas, se metieron en el hueco y desaparecieron. Reaccioné al verme libre, avancé e intenté apartar las hojas. Me resultó imposible, no hubo forma de poder ir tras ellos. Retrocedí, gané impulso y me eché a correr. Pasé a través de ramas, raíces y arbustos. Grité, un largo ulular, un alarido sin fin. De improviso, sentí que me explotaba algo en la cara. Pasé la mano, una mancha rojiza. Me detuve, alcé la vista. Delante de mí, Louise Cardigan alzaba su arcabuz, vitoriosa. Estaba en el centro del claro, la batalla repetía ganadores.
—Esta vez nos sorprendieron. Menos mal que Tony se ha retrasado, me quedaba una sola carga.
Louise fue con su hermano, quien la abrazó y la montó a caballo de sus hombros. Los Wroetze, derrotados, los cuerpos coloreados y los ojos inyectados de odio, no se sumaron a los aplausos generales que invadieron el claro. A nadie le preocupó Tony; mejor para mí. Me alejé callado. Para el año siguiente, buscaría una nueva compañera y un nuevo disfraz, moderno. Con un poco de suerte, los fundadores no me reconocerían; ni tampoco el auténtico cazador con el que me habían confundido. Bastante molesto debía estar, después de pasar tantas horas buscándolos para entregarles su captura.
Por Juan Pablo Goñi Capurro
Escritor, dramaturgo y actor argentino, nacido en Lomas de Zamora, en 1966. Publicó: “El tango que te prometí”, Ediciones Jaibaná, Argentina, 2023; “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002.
Más de seiscientos textos publicados en Hispanoamérica, a través de antologías de editoriales (Ed. Visor, El gato descalzo, Ed. Solaris, Las nueve musas, Ed. Folla-g, Ed. CTHULHU, Ed. Pandemónium, Ed. Anuket, Kanon editorial, Ápeiron ed., y otras) y en revistas o páginas como Sinestesia, Letras y Demonios, Aeternum, Alas de cuervo, Rigor Mortis, Penumbria, Espejo humeante, Tártarus.
Entre otros reconocimientos, obtuvo: I Premio Novela Corta de Aventuras La Legión de la frontera (España) 2023, Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2019 y 2015. Ganador VII certamen de microrrelatos de Montserrat (2022) -2do Premio Tierra de Monegros 2022- Ganador Certamen de microcuentos del Ficta (Festival internacional de cine de Terror) de Atacama 2022. Premio teatro mínimo “Rafael Guerrero”.
Colaborador en Solo novela negra (relatos).
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