Sales por la callecita que da a la avenida y te lo topas de nuevo. Está en la esquina de siempre como cada domingo desde hace meses. Viste con su capucha y capa blanca que lo cubre de pies a cabeza. Encima están bordadas de negro y oro un sinnúmero de figuras entremezcladas. De ellas solo se aprecian los ojos y, muy rara vez, una boca redonda remarcados hilo negro.
No puedes evitar pasar a su lado, es el camino de vuelta de la iglesia a casa. La humillación de la última vez sigue dentro y te avergüenzas cuando pasas a su lado.
—Vengan a la doctrina verdadera —dijo amablemente el encapuchado un mes atrás—. Nuestro credo está libre de pecados y prejuicios, nada de mea culpa ni condenas infernales. Al final serás libre, sin ataduras en la vida eterna.
No te contuviste. Arrancaste de sus manos el folleto y lo rompiste mientras exclamas:
—¡Basta de herejías! El padre dijo que son falsedades. Aléjese de este rebaño tal como se dijo desde el púlpito.
Alrededor de ustedes los fieles que salían de la misa de las once y los que llegaban para la de las doce formaban un mudo corrillo.
El encapuchado, sin inmutarse, con tranquila voz.
—¿En verdad es herejía cuando el credo que siguen está contaminado por los siete pecados capitales? —inquirió. Los ojos detrás de los óvalos cortados mostraban paz y una fe inquebrantable mientras recorría con la mirada a la multitud reunida. Luego se concentró en tu persona—. Al principio es natural rechazar aquello que no se conoce. Pero es el primer paso, te darás cuenta. Cuando gustes, frente a ellos —dijo mientras señalaba con los folletines las caras de espanto y asco— podemos debatir este tema y otros. Te espero.
Luego dejó de prestarte atención y continuó ofreciendo folletines acompañado de su letanía “Vengan a la doctrina verdadera…”
Te detienes a unos pasos de él. Sus ojos te reconocen, esperan un poco y, al creer que no te detendrás, miran a otro lado. Decides que hoy será así que avanzas a un metro de él y, a viva voz, lanzas el argumento que has estudiado por semanas:
—La iglesia nos ayuda a frenar nuestras inclinaciones malvadas y nos da el camino para nuestra salvación. Los padres de la iglesia se centraron en el orgullo, el pecado es lo que separa el alma de la gracia santificante, y puede considerarse el origen del mal. Por igual podemos considerar la codicia. Gracias a los diez mandamientos podemos seguir el camino de la rectitud, ser humildes y evitar caer en los pecados capitales.
Al terminar observas que, de nuevo, alrededor está el corrillo de los fieles que van y vienen de misa. El encapuchado tiene los brazos extendidos, los dedos entrelazados y apoya las manos en la túnica bordada. Te prestó total atención a tu breve introducción. Estás por continuar cuando, con voz profunda y tranquila, dice:
—Gracias por tus palabras, aunque creo que una parte vienen de la Wikipedia, la fuente de todo conocimiento cuando quedan cortos los libros que dicen ser sagrados. Sabes que ella, la iglesia, ¿sesconde con palabrerías lo que en verdad hacen? Dime un pecado
—Orgullo —contestas por inercia.
—Bien, que también se puede nombrar como soberbia. ¿Un padre dirige la misa?
—Si, como en todos lados.
—Un varón, solo un varón es el que encabeza a los fieles. Obsérvense, ¿cuántos de ustedes son mujeres? Desde aquí puedo decir que tres cuartas partes son del sexo femenino. ¿Qué mayo soberbia que un varón supuesta célibe conduce a un grupo de fieles?
—Pero… así lo dicen las escrituras.
—¿En serio? Luego dedicamos otro debate a lo que dicen y no. Otro pecado por favor.
—Pereza —contestas con denuedo. Empiezas a armar una estrategia para llevar al encapuchado a tu terreno y luego devolverle la argumentación.
—Usted, si usted, señora Gómez, ¿no le prepara el desayuno, comida y cena seis días a la semana al padre? Ustedes cuatro, todos los domingos, ¿no son los encargados de limpiar la iglesia? ¿Pasarle el cubrebocas, desinfectante? ¿Mover las copas y las hostias? La de allá, señora Martínez, ¿no le lava y plancha la ropa toda la semana? Y no son los únicos, muchos más de los aquí presentes, ¿qué le han trabajado al padrecito a cambio de un gracias y una bendición? Si esto no es pereza, será ¿trabajo mal remunerado? Venga otro pecado.
Callas, recuerdas las veces que has ayudado en semana santa, en conseguir medicinas a media noche cuando se enferma y otro favores que pide en nombre de dios y la iglesia.
—Por favor, nombra otro pecado —solicita de nuevo el encapuchado. Su voz se mantiene igual de tranquila.
—Gula —contestas con intranquilidad. Los fieles que los rodean muestran irritación, duda, desconcierto, espanto.
—Sin entrar a detalle en lo que la señora Gómez prepara a diario donde cubre la mitad de la comida de sus magros ingresos, ¿todos ustedes han tomado la hostia? Entienden que detrás del acto simbólico en realidad se oculta un acto de canibalismo. Comen la carne de alguien, y alguien bebe su sangre. Repiten tanto estas frases que pierden su significado. ¿No hay mayor gula que comerse y beberse al prójimo? Venga el siguiente pecado.
Al igual que tú, los rostros ahora son de inquietud. El encapuchado es claro y directo. Genera estupefacción, desconcierto pero lo peor es algo profundo, intangible: dudas. Decides evadirte y lanzas el siguiente. Ya habrá manera de replicar o de que llegue la caballería.
—Avaricia.
El encapuchado no responde de inmediato. De forma teatral se abre camino entre la multitud y se detiene al lado de un automóvil que el vecindario conoce.
—Desconozco si un automóvil del año y de esta marca servirá para comunicarse con dios de forma más rápida y efectiva. Lo que ustedes depositan con tanto esfuerzo en las canastas de la ofrenda y los cepillos, ¿saben para qué se utilizan? Si, un parte para pagar los gastos de ese edificio al que acuden a celebrar misa, otra a algo parecido a un salario del padre, solo no olviden lo que hacen sin recibir algo más que gracias. El detalle es que un gran monto termina en las demás arcas de la iglesia, una iglesia que pregona humildad y vive entre lujos.
Detiene su exposición el encapuchado y se devuelve a su esquina.
—Solo recuerden las arcas papales, sus bancos y todas esas tarjetas con cierta marca comercial. No hay mayor usura, no hay mayor codicia. ¡Venga el siguiente pecado!
—Ira.
—Así es y la voy a juntar con una muy cercana: la envidia. Una iglesia, un credo, un grupo de ovejas. ¿No es así? Pero es tan insegura de su misión que envidia mi alma para que no sea libre, para que abandone cualquier herejía. ¿No es lo que afirmaste?
Te observa y espera una respuesta. Bajas la vista, no deseas darle más argumentos.
—Pero realmente lo que envidia es la libertad de ser y de creer. De allí viene su ira: si no crees en mí te irá como en feria, arderás por la eternidad. Vaya forma de conservarlos cerca si pretende ser un credo de amor de un dios omnipotente: más te vale quedarte cerca o ya verás. Envidia no ser reconocido, que sean libres y solo le queda la amenaza como último recurso. Vamos con el último pecado.
La multitud se abre de súbito cuando el padre Maciel hace acto de presencia. Ves cuando encara molesto al encapuchado.
—Así que causando escándalo público y difamando a la iglesia. Doña Gómez, por favor mande llamar la patrulla.
—Gracias por llegar a tiempo. Le comentaba cada pecado capital a la congregación aquí reunida. Señora Gómez, sugiero colgar ya que puede ser mejor para usted como para otras. Padre Maciel, ¿no hay mayor lujuria que disfrutar tener un cuerpo desnudo, sangrante colgado sobre el altar?
—¡Cómo se atreve!
—Si, creo que no es bueno hablar de las veces que se masturba a solas frente al altar. ¿Prefiere que comentemos esas noches donde, para evitar caer en omisión, mejor ocupa a la señora Gómez por la entrada menos santa? —el encapuchado saca debajo de su túnica una serie de fotografías y las arroja a la multitud— ¿O cuando le tocó a Doña Martina? ¿A Jaimito, el monaguillo? ¿A Inocencio en su primera comunión? ¿A esa quinceañera cuyo recuerdo no puede dejar atrás por más confesiones que haga?
Las fotografías revolotean por el aire y tomas una al azar. Maldices cuando descubres que estás allí en esa fotografía granulosa, de colores alterados. Sin embargo, es inconfundible el acto.
—¿De dónde sacó eso? ¿Desde cuando nos espía? —contesta con voz trémula el padre Maciel. Da marcha atrás mientras la multitud toma las imágenes y los murmullos se vuelven comentarios y gritos.
—Nuestro credo no requiere espiar. No lo necesitamos, los fantasmas, lo que ustedes serán tarde o temprano, están siempre presentes. No cometen pecados capitales ni menores, no tienen virtudes. Son puros, eternos. Así que, Maciel, ¿no desea entrar a la Congregación de la Fantasmidad? Hágalo ahora —suenan las sirenas a la distancia, teléfonos graban videos y toman fotografías—, luego será muy tarde.
El encapuchado, sin importarle el tumulto, voltea a verte.
—Un placer el debate, gracias. Ven a la doctrina verdadera, ¿aceptarás uno de nuestros folletos? —dice al tiempo que extiende uno y se queda esperando tu reacción.
Por Eduardo Omar Honey Escandón
(México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer o segundo lugar como finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.
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