La fiesta languidecía; mesas a medio levantar, vasos con restos de bebidas dispersos por el salón. Una docena de parejas quemaban las últimas energías en la pista. Los mozos trabajaban en cámara lenta. Cinco rezagados al borde del sueño resistían todavía, sentados ante los manteles manchados y las sillas vacías. Descubrí a Marla entre ellos; espalda contra el respaldar, manos caídas al costado del cuerpo, piernas rectas; bien despierta, apuntaba la mirada al marido. Sebastián daba saltos y palmadas en una torpe ejecución de la tarantela que salía de los altavoces, acompañado por la doctora Ríos, bronceada ella al decir de sus piernas y tetas expuestas con generosidad. Vi el humo que se despegaba del cabello negro de la esposa, tal era su furia.
Ajeno a la combustión de los sesos de su esposa, Sebastián continuó dando saltos de monigote articulado; lo envidié, a mí se me rajarían los fundillos en el caso de que la bebida me condujera a imitar sus torpes acrobacias. El cansancio me tenía al borde del desmayo, pero quise asistir al final de la escena, al reencuentro de la pareja. Tal cosa no sucedió en el salón.
Concentrado en los bailarines, o más bien en la anatomía de la doctora, me sorprendió la mano que se apoyó en mi hombro. Marla, cartera y saco en mano, los ojos listos para asesinar y la boca torcida en una mueca horrenda. No me atreví a negarme cuando me propuso que la llevara a casa. Caminó hasta el auto con la firmeza de un SS desfilando ante el führer, los tacos ejecutaron con precisión marcial la percusión de una ópera wagneriana. A poco estuve de estirar la pierna y marcar el paso yo también.
Se sentó; bajé unos diez centímetros mi ventanilla para disminuir la temperatura del habitáculo. Mudo, conduje hasta el chalet de las afueras rodeado de canteros florales donde la pareja moraba. Murmuró un gracias con la sequedad de un champán extra brut y se apeó, rodeada por llamas. Trazó un sendero de pasto quemado en su camino a la puerta. No se volvió a despedirse antes de perderse dentro de las paredes de ladrillo a la vista. Miré la chimenea, esperaba ver una cortina gris elevándose hacia la luna que brillaba completa esa noche.
Por la mañana, estaba seguro de que leería en las noticias sobre el asesinato pasional; varias veces revisé las cargas de los portales de internet, con el temor de encontrar los nombres de mis amigos —o de la doctora Ríos— en los apartados de policiales. Una más de mis exageraciones, diría mi hermana Paula; las discusiones de las parejas son habituales, no todas terminan en crímenes. Yo no la calificaría de exageración, yo lo llamaría presentimiento; los ojos de Marla no mentían, eran los ojos de una asesina.
Terminó la jornada del domingo y me relajé, confié en que la esposa de mi amigo se había calmado. Por la medianoche, se me dio por dar unas vueltas a la caza del sueño. Acabé en la zona de bares junto al río. Escogí el patio cervecero para beber un trago. Allí estaba Marla, sentada ante un balde metálico donde el hielo se derretía y el champán se calentaba. Pose calcada a la del final de la fiesta de la víspera. Busqué al marido. Sebastián charlaba cerca de la barra, copa en mano; desplegaba ademanes ampulosos cual pavo real exhibiendo sus brillos. La mujer objeto de tales aspavientos estaba de espaldas, pero no me costó identificar a la doctora Ríos.
Dudé en continuar el avance hasta la barra y pedir una cerveza; segunda noche consecutiva, me convertiría en un voyeur sospechoso de pervertido. Mis dudas acabaron cuando mi hombro derecho recibió una nueva visita de la delgada mano de Marla. Era más que un déjà vu, era una repetición consiente de lo acontecido la noche anterior.
Me llevó diez minutos dejarla en el chalet, diez minutos en los que no encontré qué decir. Coloqué el aire acondicionado apenas Marla bajó del coche, esta vez sin mascullar siquiera las gracias desabridas de la madrugada anterior. Esperé, secándome el sudor, que se introdujera en la casa y salí acelerando cuanto pude. Por la mañana reiteré la búsqueda de una catástrofe hogareña en las redes; la continué a lo largo del día, aproveché que las vacaciones reducían el movimiento del negocio para hacerme unos minutos cada hora para dedicarlos al celular. La mujer de mi amigo no había estallado.
Al atardecer, una vez seguro de la supervivencia de mi amigo, como era habitual en la semana me comuniqué con Sebastián; charla intrascendente, no efectuó ningún comentario sobre el humor de su esposa, el principal objetivo de mi llamado. Mi angustia no decreció. Nos veríamos el miércoles en la exposición de una amiga en común, intuí que la escena se repetiría y aumentaría mi desasosiego.
Fue así. Marla, apoyada en la puerta de la sala, apretaba la cartera con ambas manos, como si efectuara un rito de estrangulación. Al pie de la tela más grande de la artista, una obra abstracta que me pareció el muestrario de colores de una marca de pinturas, Sebastián y la doctora Ríos platicaban animados. Él se contorsionaba como si estuviera en la arena de un circo, ella había logrado conseguir una falda aún más breve que las anteriores y un escote que mareaba sin necesidad de asomarse. Procuré esconderme en diversos corros; felicité a nuestra amiga plástica, bebí bastante, fui al baño, salí al patio, dí mil vueltas para que el tiempo pasara. Estrategia fallida.
Dejé mi copa vacía en la mesa dispuesta para ello, y la mano de Marla volvió a pedirme que la llevara; esta vez, la introdujo en el hueco de mis codos. La situación se complicaba, salí con ella del brazo frente a varios conocidos. Una vez en el coche, ella apoyó su palma en mi muslo derecho. Temí que buscara utilizarme para vengarse. Me horroricé, Sebastián era mi mejor amigo. Verdad, verlo cornudo era preferible a verlo muerto, pero siempre y cuando el escogido por su mujer fuera otro.
Rígido como empleado de pompas fúnebres, conduje rápido al chalet. Ella, en silencio, no movió la mano que, lejos de excitarme, me asustaba. Tragué saliva como pocas veces. El pecho de Marla se hinchaba a niveles desmesurados en cada respiración, sospeché que la piel se abriría y brotaría un Alien de su pecho. La noche no se convirtió en un cuento fantástico; continuaba siendo una mujer atractiva dentro de su vestido amarillo cuando me detuve ante su casa —aunque yo la veía de uniforme gris y cruz gamada—. Puse el freno; me ordenó que fuera con ella. Era una orden, no exagero, nadie invita con tono castrense y se apea antes de recibir la respuesta.
Las piernas como juncos apaleados por el viento al borde de una laguna tempestuosa, caminé tras la silueta cimbreante de la esposa de mi amigo. Consideró innecesario los preámbulos, fuimos hasta la habitación en línea recta. Estuvo desnuda en el tiempo que me llevó encontrar el interruptor y encender la luz. Tendida boca arriba en la cama, se ofreció cual víctima en un altar de sacrificios. Atiné a bajarme los pantalones y tenderme sobre ella, tal como sugería —por no repetir ordenaba— su postura. Ojos cerrados, manos débiles. Ofrecí el desempeño más patético que recuerde la historia de la sexualidad humana; creo que ella no se enteró de lo que hicimos, y casi que yo tampoco.
Avergonzado, al retirarme di vuelta el rostro para no enfrentarla y volví a ajustarme el cinturón. Balbuceé una despedida. Recorrí el pasillo con el temor de ser apuñalado a causa de la triste performance. Invadido de culpa y preocupación, conseguí llegar al auto. Rogué que mi triste paso por su cama no aumentara su ira; caso contrario, mi amigo Sebastián sufriría las consecuencias. Me duché, me acosté, rodé en la cama, y me levanté, harto de ser derrotado por el insomnio.
Con la aprensión de quien lee las necrológicas, me anticipé a la mañana y revisé las noticias. Ningún asesinato. Pasé entonces a las redes sociales. Entonces creí desfallecer. Marla había subido una foto de mi espalda y su cara: «aquí, follando con mi amigo», escribió debajo. Escuché entonces que forcejeaban con mi puerta.
Por Juan Pablo Goñi Capurro
Escritor, dramaturgo y actor argentino, nacido en Lomas de Zamora, en 1966. Publicó: “El tango que te prometí”, Ediciones Jaibaná, Argentina, 2023; “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002.
Más de seiscientos textos publicados en Hispanoamérica, a través de antologías de editoriales (Ed. Visor, El gato descalzo, Ed. Solaris, Las nueve musas, Ed. Folla-g, Ed. CTHULHU, Ed. Pandemónium, Ed. Anuket, Kanon editorial, Ápeiron ed., y otras) y en revistas o páginas como Sinestesia, Letras y Demonios, Aeternum, Alas de cuervo, Rigor Mortis, Penumbria, Espejo humeante, Tártarus.
Entre otros reconocimientos, obtuvo: I Premio Novela Corta de Aventuras La Legión de la frontera (España) 2023, Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2019 y 2015. Ganador VII certamen de microrrelatos de Montserrat (2022) -2do Premio Tierra de Monegros 2022- Ganador Certamen de microcuentos del Ficta (Festival internacional de cine de Terror) de Atacama 2022. Premio teatro mínimo “Rafael Guerrero”.
Colaborador en Solo novela negra (relatos).
Estrenos teatrales: Por la Patria mi General; Vivir con miedo; Una de vampiros y salame; Delirum Tremens; Silvina tuvo visita; Poses; Héroes; Andá hacer bolsas; Bajo la sotana; La fiesta de la chancha y los veinte; Poses; El gran loquero nacional; El loquero universal (Argentina); Bajo la sotana (México) Caza de Plagas (Chile) Si no estuvieras tú, El cañón de la colina, Carnushka (España).
Ha participado en festivales internacionales de teatro en Perú, Ecuador, Chile, Bolivia, Venezuela y Colombia.
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