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Cuando te fui a buscar

Actualizado: 28 feb

El día que fui por ti, Alicia, para que nos acompañara a la ciudad, regresamos junto con un gran costal lleno de mazorcas recién cosechadas por tu madre. Eran un presente a mi familia, a mi mamá en específico, de mujer a mujer.

No entendía mientras miraba el blanco costal que alguna contuvo azúcar. Ahora rebosaba de otra blancura, de aquella que sólo el maíz cultivado con cariño en lugares distantes de la vista de las ciudades, pero cerca en distancia. Nunca había visto elotes tan delgados y refulgentes. Frescos. Vivos. No como los encuentras en los refrigeradores de las enormes tiendas donde acudía a comprar víveres de vez en cuando.

Cuando te pregunté respondiste emocionada que para tu mamá, era un orgullo que alguien como yo llegara a buscar a su hija. Un acto sencillo, en ese pueblo, debía responder de forma cortés. Para una madre soltera, una campesina, era llevar el fruto de la tierra a la par que su hija como presente a la familia que vivía allá a lo lejos, en esas enormes construcciones de cristal y cemento.

Intenté decirte más bien que para mi, había sido un honor presenciar cuando tu madre, alegre como siempre (eso quise pensar) movía la cobija que tapaba la ventana. Un rayo de luz matinal cayó sobre donde estabas. Su frase, saludo, cortesía, pregunta y emoción, humilde en todo momento fue:

—Hija, te vinieron a buscar.


Mientras reaccionabas observé esa habitación que compartías con tu madre. Paredes de madera, un lugar especial para las veladoras, una cruz y la imagen de la Virgen de Guadalupe. Un armario que conoció mejores tiempos contenía la ropa que te vi portar por meses en la estación camionera donde trabajabas. En otra esquina, apilada en varios tablones superpuestos, esta la de tu mamá. Velas por todos lados. Si, ya me habías charlado que la luz se iba constantemente.

Entonces terminó tu despertar y giraste tu rostro para ver a aquél insolente que había roto tu sueño. Estabas completamente despeinada, con los ojos adormilados. Cuando viste que era yo, se abrió paso la sonrisa primera, la que sucedió cuando se terminó el jardín donde estuvieron Adán y Eva. La sonrisa que contiene la emoción de la promesa cumplida que iluminó más que el breve rayo de sol que caía sobre ti.

A pesar de todas estas décadas, no la he podido olvidar. Luego, como si fueran las palabras que separan el aquí y el ahora susurraste:

—Viniste.


Tu madre, impactada por tu reacción, si ya estaba nerviosa, se puso más aún. Nos dijo que iba al campo por unas cosas. Me pareció impropio quedarme a que te vistieras y arreglaras en esta primera visita. Así que nos despedimos brevemente de ti y salimos. Atravesamos tres calles llenas de lodo. Niños, perros, viejas, toda la corte nos vio pasar y, como se acostumbraba en tu pueblo, guardaron silencio para después comentar.

Llegamos a un campo lleno del verde de los tallos del maíz. De él brotaban las verdes mazorcas. De vez en vez, alguna estaba abierta exponiendo los níveos granos. El olor a campo donde recién había llovido llenaba mi olfato.

Tu madre, sin dudarlo, avanzó varios metros y luego atravesó varios surcos. Cuando llegó a cierto lugar que no pude determinar (ya estaba perdido ese un aparente selva verde, blanca y ocre) empezó a revisar las mazorcas. Abría las hojas de una mazorca, arranca los hilos dorados y, si estaba satisfecha, seleccionaba alguna para cortarla y meterla en ese costal que mágicamente apareció entre sus manos.

Traté de no ser inútil, un citadino perdido en un maizal, y le pregunté si quería que cargara el costal. Primero, con esa cortesía respetuosa y gentil de pueblo, me dijo que no. Insistí dos veces más y por fin accedió.

Mazorca tras mazorca cayó en el costal. Más de una vez revisé las que no escogió. Entonces presentí que su mirada sabe ver la magia de la mazorca buena como de la mala. Un misterio atávico que siempre he sido incapaz de atravesar.

Cuando consideró que ya teníamos las suficientes me dijo que regresáramos. Cuando uno toma un grano de maíz toma un pedazo de aire que ha cobrado sustancia. Es ligero y uno asume que así de liviana es la mazorca. Luego de una treintena de metros descubrí que el simple acto de cargar tantas mazorcas e intentar no resbalar es mucho más difícil que lo que había supuesto. Casi a punto de caer, ella se volteó, se sujetó de la muñeca y me detuvo.

Yo estaba jadeando por el esfuerzo. Ella, con esa sonrisa gentil, guiñando el ojo sin guiñar, me pidió en silencio el costal. Se lo pasé y, en un gesto increíble por su fuerza en tan corta estatura, lo acomodó en su hombro. Dio media vuelta y retomó el camino. Fue cuando me di cuenta que iba descalza. Sus pies se hundían en el lodo creando un pequeño hueco que rápidamente se llenaba de agua café. Suspiré y la intenté seguir.

Al regresar, tú estabas lista junto con una maleta donde llevarías tu ropa. La fuerza que tu madre había mostrado en el sembrado quedó de lado ante la emoción de que la hija, la única hija, saldría de viaje. Te abrazó, te susurró consejos por largos minutos y, tomando tu mano para depositarla en la mía, dijo esa frase que se ha repetido por miles de años:

—Te la encargo. Cuídala. Es mi única hija.

De alguna forma sentí que te desposaba ante sus ojos.

Tomé tu maleta y, de nuevo tu madre, como guía nos llevó al único lugar donde había un carro que funcionaba como taxi. Nuevamente se despidió de ti, te bendijo y me miró repitiendo su mensaje.

En el camino de regreso me contaste todo lo que le habías platicado de nuestra amistad y conversaciones esos meses en la estación de camiones donde estuviste trabajando. Durante las horas que llevó el viaje desde tu pueblo, a la orilla de una carretera, que carecía de nombre y al cuál sólo se podía llegar si conocías las indicaciones secretas, narraste la vida con tu madre, su deseo que salieras del sembradío, tu búsqueda de trabajo y los otros hombres que se atravesaron en tu camino.

En algún momento te callaste. Te habías quedado dormida. Volví a observar el costal lleno de mazorcas. Entonces entendí lo que tu madre, simbólicamente le decía a la mía: le entregaba el fruto del vientre de su campo como me había entregado a mi el fruto del suyo.

Las madres alimentan, las madres paren hijos y los acompañan. Para ella, para tu madre, el regalo de su tierra era también el regalo de su vida, tú, quien me acompañaba, tal como lo prometí, al mundo de cristal y cemento donde, quizás, también tendríamos nuestras siembras y cosechas.

 

Por Eduardo Omar Honey Escandón

(México, 1969) Ing. en sistemas. Autor de Códex Obsidiana. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer lugar, segundo lugar o finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2022 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.





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