En las profundidades del inmenso bosque que recubría la montaña como un manto de tela, donde la civilización era apenas un murmullo lejano, un grupo de figuras encapuchadas estaban congregadas bajo la luz de la luna llena. La carretera más cercana, una solitaria cinta de asfalto que serpenteaba a través de la densa mancha verde arbórea, estaba a kilómetros de distancia, pero ni siquiera el silencio opresivo del bosque podía sofocar los cánticos que resonaban en la noche.
Las antorchas titilaban con una luz inquietante, proyectando sombras elongadas que danzaban sobre los troncos nudosos de los árboles. En el centro de un claro sembrado con margaritas, un círculo de piedras antiguas rodeaba un altar de roca negra, esculpido con símbolos que parecían cambiar de forma bajo la luz plateada lunar. Encima del altar se encontraba una vasija llena de sangre de oveja, que reflejaba la Luna llena. Esos eran cultistas que, con sus rostros ocultos bajo capas de tela oscura, intentaban contactar con una entidad solo concebible por las imaginaciones más enajenadas. Muchos se arrodillaron ante el altar, rodeándolo, sus voces roncas pronunciaron un antiguo rezo en un latín profano:
“Magna Mater, ad nos veni, fac nos tuos. Influe corpora nostra, influe animas nostras, influe mentes nostras. Posside nos”.
Un cultista, surgido desde las sombras, empezó a golpear un tambor en un ritmo profundo y cadencioso que reverberaba en los corazones de los presentes. Cuando el ritmo aceleró, todos los cultistas se levantaron y comenzaron a danzar alrededor del altar, iniciando de manera parsimoniosa, sirviendo de tributo a la deidad a la que servían. Pero la influencia lunar se intensificó, y la danza se tornó frenética, salvaje. Los cuerpos empezaron a moverse con una furia primitiva, impulsados por una fuerza que escapaba de su control.
Gritos de éxtasis llenaron los confines del bosque cuando las primeras manos comenzaron a desgarrar sus carnes. Las uñas se hundieron en sus propios ojos arrancándolos de sus cuencas, entre tanto la sangre recorría sus rostros y sus cuerpos, y manchaba las margaritas, y los gritos se convirtieron en aullidos inhumanos. Ya despojados de sus ojos, continuaron mutilándose en un frenesí de devoción: cortaron sus lenguas, sus orejas, sus carnes, evisceraron sus torsos y sus vientres; muchos no aguantaron el nivel de destrozo y cayeron moribundos, muchos cayeron muertos. Quienes resistieron el desangramiento, cortaron sus dedos, manos, antebrazos.
El tambor y los rezos aumentaron su resonancia y brutalidad. Pronto aquel influjo lunar plateado se convirtió en un carmesí ominoso como la sangre de la vasija que la reflejaba. La transformación fue lenta al principio como si el cuerpo celeste se estuviera ahogando en un mar de sangre de algún coloso celestial.
Entonces, ocurrió lo impensable. Delante de la luna, comenzó a materializarse la silueta de algo inmenso y abominable. Al principio, fue solo un contorno borroso, una sombra gigantesca que parecía absorber la misma luz. Pero a medida que la figura se definía, los pocos cultistas que aún podían ver se quedaron paralizados por la magnificencia horrida de aquella presencia.
La criatura era una masa de tentáculos retorcidos de tamaño desafiante a toda lógica, como si se extendiera más allá del cielo y se adentrara en el tejido mismo del universo. Millares de ojos se extendían en su espantoso ser. Su cuerpo se ondulaba en un movimiento imposible, y de su centro, de boca inmensa y babosa con dientes como cuñas, surgió un rugido que sacudió el alma de los presentes. Aquel, el sonido de la locura misma, una llamada ancestral que resonaba en los rincones más oscuros de la mente.
“Magna Mater...” murmuraron los últimos cultistas que podían hablar, sus voces quebrándose bajo el peso de la revelación. Pero no hubo misericordia en esa visión. La Gran Madre, la entidad a la que habían clamado con tanto fervor, había llegado, y en su presencia, no había cabida para la humanidad. Con un último rugido, uno de los ingentes tentáculos descendió hasta el bosque, cubriéndolo y ciñendo a los cultistas en una oscuridad perpetua, consumiendo sus cuerpos, almas y mentes como habían implorado.
El claro quedó en silencio. Las antorchas ahora estaban apagadas, no ofrecían más que sombras inertes. La carretera solitaria permaneció desierta, y en lo profundo del bosque, bajo la luz de una luna que había vuelto a ser plateada, la Gran Madre retornó a su reino del vacío, dejando solo la promesa de su regreso en las mentes de aquellos que aún clamaban por ella.
Por Cristian Fernando Guevara Hincapié
(Colombia, 1989)
Escritor y psicólogo colombiano. Mi pasión es explorar los rincones más oscuros de la mente y del universo. Mis obras, centradas en la ciencia ficción y el horror cósmico y corporal, juegan con los límites de la realidad y el desconocido. A través de ellas, no solo busco entretener, sino también invitar a reflexionar sobre los miedos profundos y los misterios que nos rodean, haciendo que el lector cuestione su lugar en el vasto e incomprensible cosmos. He participado en más de 20 antologías y revistas en Colombia, México, España, Bolivia, y otros países.
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