Aquel hombre no tenía un rostro como tal, no poseía una boca u ojos, no tenía cabello ni orejas, solo era un apéndice de carne que simulaba una cabeza, y realmente no era humano solo se veía como tal, al menos en su fisonomía más básica. La cara parecía a ver sido borrada y dejada como un lienzo en blanco. Y en cierto modo lo era, cada cierto tiempo se asumía como un hombre, a veces como una mujer o lo que fuese, para pasar desapercibido o experimentar “la experiencia humana” como lo llamaban sus coterráneos, los hombres Sin Rostro que habitaban un universo de bolsillo en el estómago de Yeyé, su dios, quien también deambulaba en el mundo humano al igual que el Des-carado, como lo conocían en lado oscuro de la realidad; aquella que coexiste con el mundo que conoces regularmente, que se esconde en los rincones oscuros de una habitación, en las sombras que se ven por debajo de las cosas y las criaturas como gnomos y duendes se mueven tras bambalinas, ahí, el Des-carado era una criatura célebre por su papel ceremonioso que desarrollaba en los ritos de octubre, él era quien conducía a su dios, Yeyé, al encuentro que se llevaba con los Sin Rostro en la última noche de octubre, él era el guía que lo conducía por el laberinto de piedra que se volvía la ciudad de Guadalajara cuando esta caía rendida al hechizo que disolvía la línea que divide la vida y la muerte y da origen a un nuevo siclo de existencia en los albores de la realidad. Esa era la misión sagrada de aquel ser, pero el resto del año fingía ser humano, se mezclaba con ellos y trataba de entender a esa raza que carecía de sentido o lógica, eran tan absurdos como apasionantes en su extraño sentido de ser, de actuar.
La noche posterior al rito de Yeyé, en que se iniciaba de nuevo el ciclo, el Des-carado decidía ser una persona por el resto del ciclo, comúnmente elegía al azar, salía a caminar cuando empezaba el amanecer y entre aquellos que se cruzaban por su camino, escogía a quien le despertara curiosidad, ya sea por un gesto o una mirada, o la forma en que caminaba, iba a su encuentro y le arrebataba el rostro, el cual se ponía como si fuese una prenda de vestir, el resto del cuerpo lo desechaba como si fuese basura en algún rincón oscuro donde los habitantes que viven en las sombras se adueñaban del cuerpo, el cual usaban como alimento o para realizar pociones, los chaneques por ejemplo, realizaban una pócima con los cartílagos humanos para las reumas de sus diminutos cuerpos, o los duendes se robaban los dientes para usarlos como afrodisiacos en sus cortejos de apareamiento.
Los recuerdos de aquellos que sustituía se volvían parte de él, los sacaba como si fueran archivos en una gaveta y los guardaba en un rincón de su mente, así podía continuar la vida de los sustituidos donde se las había arrebatado. Durante ese ciclo, antes de ser invocado para el rito de Yeyé, el Des-carado vivía esa vida como si fuese una obra de teatro, desarrollaba el guión que debían seguir esas vidas de acuerdo a su destino, sin alterar el curso que debían tener, e intentaba comprender a esa especie tan extraña para un ser como él.
Siempre terminaba con más dudas que respuestas al tener que finalizar su actuación, antes del rito, creaba una muerte para su personaje, algo que encajase tan bien con el personaje que llevaba desarrollando, no lo hacía por que en verdad fuese necesario, para él sería tan fácil desaparecer y ya, pero dejar inconclusa la historia lo dejaba con más dudas, quería ver cómo era la ausencia, la pérdida del ser amado, la aceptación de lo inevitable, para él todo eso era tan único y extraño, ya que no conocía la muerte, no como el concepto tan definitivo que era para los humanos, todo, desde su perspectiva, era un estado de transición, un desdoble entre planos de existencia donde se debía asumir roles, como el que tenía que llevar a cabo en la última noche de octubre donde conducía al horror hecho carne a los confines del olvido, donde su dios, Yeyé, renovaría la existencia de su especie.
A veces se preguntaba ¿qué pasaría si no acudiese al llamado? Si ese ciclo no terminaba y Yeyé no acudiera al encuentro con los suyos.
No tenía una respuesta clara pero la incertidumbre que sentía debía ser similar a la que sentían los humanos con su vida, al menos así lo creía, cuando experimentaba la vida de un humano solo seguía el patrón de comportamiento que este ya poseía en su vida, no era una sensación espontánea que brotara intempestivamente, así que la única manera de experimentarlo era llegar a ese cuestionamiento.
Así entendió el miedo y la ansiedad. Y era lo más cercano a sentirse humano, realmente humano. Aun así, esas criaturas seguían siendo un misterio para él, la idea de lo que llamaban amor era tan absurda y anhelada por los humanos, un deseo de autodestrucción que a la vez era la justificación de la reproducción de la especie, una muestra de la contradictoria que era esa raza que había sobrepoblado el planeta y sometido a las demás especies del orbe, incapaces de verse a sí mismos como los esclavistas, era algo muy similar a la historia de su mundo donde los primigenios habían sido sometidos por sus iguales, que eran una plaga semejante a un virus que se había esparcido por su sistema solar, hasta que Yeyé los contuvo en ese universo de bolsillo que estaba en el agujero negro de su estómago, ¿y si esa raza estaba destinada a ser como la suya?
Una plaga.
¿En realidad eran tan diferentes? Con sus orificios en las caras y sus mucosidades, en su extraño deseo llamado amor, los humanos se habían extendido como una peste sobre ese mundo, sometiéndolo todo a su voluntad, ¿y si estaban condenados a repetir su historia? Y terminar en el estómago de Yeyé, en ese vasto universo que se hundía por sus entrañas, donde se alojarían como parásitos intestinales.
Tal vez todo era un ciclo infinito, que iba alcanzando especies, que iban y venían en el universo, donde los rituales se repetían exactamente iguales a pesar de que los participantes habían cedido su lugar hace tanto tiempo. Quizás en algún momento, algún humano ocuparía su lugar y conduciría a Yeyé en su ritual cíclico.
El Des-carado se sumían en tantas dudas e incertidumbre al cuestionarse, al tratar de entender su lugar en ese mundo en donde en un principio se consideraba ajeno, un visitante, ahora se tenía que reconocer como un participante, un adicto al ciclo que iniciaba después de cada ritual, cuando buscaba una nueva piel que habitar y se sumergía en la experiencia de la condición humana.
Por Israel Montalvo
(CDMX, México) cómo escritor e ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y libros en México, España, Uruguay, Argentina, Perú y Venezuela. En el 2016 publicó su primera novela gráfica “Momentos en el tiempo” (Altres Costa-Amic Editores, México). Ilustró la novela pulp “Marciano Reyes y la cruzada de Venus (Historias Pulp, España, julio 2018). En el 2019 salió su primer libro de cuentos “La Villa de los Azotes”, en el 2020 publicó las novelas gráficas: “La parte que no siente” y “Heathen” (Mandrágora ediciones). En el 2021 publicó la novela corta: Abel en la cruz, con la editorial Sultana Editores y la plaqueta “la ordinaría locura de una muerte cotidiana”, publicado por la editorial Ediciones Awen. En el 2021 compiló la antología de cuento de horror Hispanoamericana: “Afuera de esta compuerta el abismo me acecha”, para Ediciones del Olvido. En el 2022 publicó la novela: “Los abismos de la carne” para la editorial Zeta Centuria Editores.
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