―¿Es una mujer? ―preguntó él cuando la vio.
―¿Es un hombre? ―preguntó ella cuando lo vio.
A él le pareció que no había nada femenino en ella. Pantalones negros, saco oscuro y cravat. Un cigarrillo entre sus dedos manchados de tinta.
A ella le pareció que no había nada masculino en él. Piel pálida, facciones delicadas y ojos huidizos. Dedos frágiles sobre las teclas del pianoforte.
Nadie de aquella fiesta predijo que acabarían juntos. Eran tan distintos, tan opuestos que el único sentimiento que podrían haber compartido era el del desprecio.
―Es por eso que acabarán juntos ―comentó una tal Madame de la Fontaine, que nunca asistía a las fiestas de la aristocracia parisina, pero que tenía el don de profetizar amoríos. ―A él le vendría bien un poco de aventura y a ella un poco de suavidad.
Él se llevó el pañuelo a la boca, el humo de su cigarrillo era insoportable.
―Le presento a Madame Sand, señora de Nohant.
Ella frunció el ceño, su aspecto enfermizo era desagradable a la vista.
―Le presento a Monsieur Chopin, virtuoso del piano.
Ninguno de los dos habló más de lo necesario. Él era muy tímido y no podía llevar una conversación. Ella era extrovertida y le impacientaban los silencios.
Aun así, no dejaron de mirarse por el resto de la velada.
Volvieron a encontrarse en casa de unos amigos en común. Él tocó a dúo con Liszt, sereno. Ella los escuchó extasiada, con su traje a la polaca.
Esa noche, ella escribió en su diario que aquel hombre iba a ser suyo.
Esa noche, él se juró a sí mismo que aquella mujer no iba a seducirlo.
Ella lo persiguió durante un año y medio, como cualquier caballero seductor haría.
Él resistió su cortejo durante un año y medio, como cualquier dama respetable haría.
Ambos se enamoraron, tal y como lo profetizó Madame de la Fontaine.
Se fueron a vivir juntos, en domicilios contiguos. Dentro del gran salón que unía ambas estancias, ella escribía novelas y él componía piezas.
Cuando él enfermaba, ella lo cuidaba con cariño. Cuando ella enfurecía, él apaciguaba su ira.
―¡Qué pareja tan dispareja! ―solían decir aquellos que los veían. ―¡Ella va a caballo y él en carruaje!
Viajaron a Mallorca, un desastre total. Ni él ni ella estaban preparados para los comentarios de la gente.
Ella los mandó al diablo, ¡que hablaran lo que quisieran!
Él no les hizo caso, ¡que pensaran lo que quisieran!
En París mostraron sus obras, él tocó sus preludios y ella leyó en voz alta su crónica más reciente.
Nadie entendió cómo dos personas tan opuestas acabaron juntas.
Ella y él sonrieron, tomados de las manos.
Precisamente porque lo eran es que terminaron sintiendo por el otro mucho más que desprecio.
Por Penélope Gamboa Barahona
Nació en San José, Costa Rica. Es estudiante de Bibliotecología en la Universidad Estatal a Distancia y amante del cine y la literatura de terror. Algunos de sus relatos han sido publicados en revistas literarias de Costa Rica, México y Perú.
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