Dios está en todos lados, decía mi padre. En el aire que respiramos, en la comida que comemos, en los animales que nos rodean, en la gente. En mis músculos cansados, en mi piel tostada por el sol, cubierta de arañazos. En mis ojos que no ven sin lentes o en mi boca de dientes torcidos. En mi sangre, roja y caliente. En mi vientre, en mis pies. Dios está en mí, y Él espera perfección, eso decía mi padre.
Lo decía mientras me miraba sin mirarme, entre un mar de rostros juveniles, cubiertos de acné, cubiertos de sudor. Nuestros cuerpos calientes y sudorosos se pegaban unos a otros, apretujados en un santuario de paredes blancas y techo bajo. Sin imágenes, porque Dios aborrece la idolatría, aborrece la imagen, aborrece ser claro al ojo del hombre. Es místico, ajeno, se esconde en los pliegues de nuestra mente, en los otros, en el olor a tierra mojada. Nos habla, pero sin hablar; usando las voces de los hombres, de los pastores. Usando la voz de mi padre, que me habla sin hablarme a mí, sino a todos.
Nuestros ojos, cientos de pares oscuros, confundidos, ciegos a lo divino, pero con nuestros corazones vacíos, mendigando amor; siguen al pastor, siguen a mi padre. Su voz resuena, como tormenta, y hace que nuestras piernas tiemblen de miseria, de dolor. Nos duele existir, pero su voz, su palabra cae como bálsamo, como alivio. Dios ama, dice, nos ama aunque estemos rotos, estemos vacíos, estemos apagados, aunque nos hayan usado y desechado, aunque hayan comido nuestra carne y sangre, aunque nuestros padres nos desprecien, nos maltraten, nos insulten. Dios ama, pero espera perfección.
Perfección de un cuerpo mundano, de carne que se pudre con el pasar de los días. De mentes rotas, que no logran distinguir el amor del maltrato, de voces de niños que aún claman por una caricia de su madre. Exige perfección de cuerpos que creo imperfectos, incapaces de lograr su estándar divino; de apegarse a sus reglas, a sus normas.
Trabaja duro, nos dicen, como si fuera la respuesta a nuestras dudas juveniles, a nuestra necesidad de entender. No explica nada, pero suena a respuesta en nuestros oídos confundidos, y trabajamos duro. Nos adaptamos, como podemos. Nos arrastramos entre las reglas, entre las exigencias, dejamos de ser, dejamos de existir. Mutamos nuestra carne, podrida y mancillada, hasta que parece lo suficientemente buena, lo suficientemente aceptable.
Negamos nuestro sexo, nuestra voz. Nos convertimos en lo que esperan, nos doblamos, nos rompemos, nos ensamblamos de nuevo. Como rompecabeza, forzado a encajar, obligado a ser el que esperan. Cortamos aquí, cortamos allá, y nuestros cuerpos escurren sangre y sudor, y nuestros ojos lágrimas amargas. La miseria es la paga, incapaz de cubrir las heridas, que arden, que sulfuran.
Mutas, hasta no ser más tú; y entonces fallas.
Fallas, porque la carne es carne. Fallas, porque lo humano es humano. Porque no existe lo perfecto en lo mortal, no existe lo que Dios espera, y Él lo sabe. Lo goza, se bebé tu fracaso, como vino dulce; pero es tu culpa. Eso dice el pastor, ante los cientos de ojos negros, húmedos, miserables, que claman por perdón. Es tu culpa, porque eres débil, porque eres humano, porque no tienes fe. La fe es débil, porque tú eres débil; y sin fe, no eres nada ni nadie.
Te hundes, junto a los otros, lentamente, en la podredumbre de la humanidad, porque jamás serás perfecto. Jamás seremos como Dios, aunque es lo que Él quiere.
Por Angélica Camargo
Usar la palabra escrita como excusa para no morir, es la forma en que Angélica Camargo entiende el arte escrito. Nacida en el año 1993, en Mexicali, comenzó a escribir desde los 13 años, cuando un profesor de secundaria tuvo fe en los garabatos de su cuaderno. Desde entonces se aferraba a la vida a través de su narrativa donde la fantasía, la magia y el dolor se funden como uno solo para recordarte que, incluso en el sufrimiento, existe la belleza.
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