Aburrido, paseaba por la casa buscando con qué entretenerme; el 24 de diciembre se me antojaba el día más largo del año. Al acercarme al living, vi la puerta entornada. Me asomé, alguien se movía cerca de la puerta de entrada. Las persianas estaban bajas para que no se calentara el ambiente, me tomó un rato distinguir que era la abuela. Sostenía una bolsa plástica en la mano, arrebujada, vacía. Miraba hacia arriba. Descubrí entonces que había agregado campanitas al arbolito navideño. Pasados unos segundos, giró con lentitud el cuerpo, dispuesta a dejar la sala; yo retrocedí y me oculté en el baño.
Oído atento, esperé que pasara hacia su cuarto, o a la cocina. Rechinó una puerta informándome que la abuela había alcanzado su destino. Salí de mi escondite y fui derecho a las campanitas brillosas. No sé bien qué esperaba; reliquias familiares, bronces, algo antiguo que hubiera sacado de los pesados baúles que guardaba en su cuarto, prohibidos para nosotros. Entre mis expectativas no estaba la de encontrarme con unos vulgares objetos de cartón blanco, cubiertos con un baño dorado. Las campanitas eran tan falsas como las huecas bolas rojas o la estrella de Belén que coronaba el pino de plástico. Las agité, apenas se oyó un roce ligero; el cartón no es buen amplificador de sí mismo. Decepcionado, me senté en la silla cercana, la que escogía la abuela para mirar por la ventana, su actividad favorita.
Algún ruido debió delatarme, pronto escuché el peculiar sonido que efectuaba al arrastrar las pantuflas por el piso. No fue necesario contarle nada, vio mis ojos y entendió lo sucedido, siempre fui trasparente para las emociones, quizá por eso soy tan mal jugador de naipes. La abuela me acarició el cabello revuelto.
—Mis campanitas no te han gustado.
—Son falsas, abuela, no suenan.
La abuela se acercó al arbolito, cogió la primera de ellas.
—Claro que suenan, querido. Esta, por ejemplo, suena por los que hoy no irán a cenar a sus casas.
Me senté mejor, como nos enseñaban en el colegio.
—Esta otra suena con los brindis de las navidades pasadas, ¿no escuchas la voz del abuelo?
La abuela cambió de mano el bastón; lo usaba para apoyarse más que para caminar.
—Esta de más abajo, suena por quienes están solos, los tañidos van a hacerles compañía.
Los dedos acariciaban apenas las campanitas; bastaba esa ligera presión para que oscilaran. Una por una, la abuela fue nombrando los destinatarios de sus tañidos. Por último, cogió la más cercana a la estrella, la que más le había costado colocar.
—Esta, la más cercana a la estrella que anuncia al Niño Dios, es la que suena por las navidades por venir. Es la más importante, porque guardará los sonidos de esta noche, para que se escuchen cuando ya no estemos.
La abuela entonces hizo algo curioso. Echó un ligero vistazo al pasillo, luego tomó el tronco del arbolito y lo sacudió, provocando que oscilaran las bolas y se tambaleara la estrella de Belén. Me costaba creerlo, la abuela estaba haciendo algo que mamá nos tenía prohibido. Sonrió al ver mi cara; soltó el arbolito, las campanitas poco más se dieron vuelta.
—¿No es hermoso cuando suenan todas juntas?
Corrí hacia ella, abracé muy fuerte su cintura. Otra vez me acarició los rulos. Me salieron algunas lágrimas, en tanto oía campanadas tan fuertes como las de la iglesia. La abuela sonrió, y fuimos juntos a la cocina, era la hora de tomar la leche.
Desde entonces, nunca falta una campanita en mi arbolito, nunca falta mi abuela en la cena de navidad.
Por Juan Pablo Goñi Capurro
Escritor, actor y dramaturgo argentino, radicado en Olavarría, provincia de Buenos Aires. Autor de “La puerta de Sierras Bayas”, “Mercancía sin retorno” y “Alejandra”, entre otros libros de su autoría, sus textos han sido recogidos en antologías y revistas de Hispanoamérica. Ha obtenido algunos reconocimientos y sus textos teatrales han sido representados en Argentina y en el exterior.
Comments