Cuando cambió de finca por un problema con el dueño, el nuevo lugar le pareció más cómodo y espacioso. Era bueno estar ahí, eso significaba mucho. La vida en el campo y la muerte de su esposa lo endurecieron.
Montañas en el horizonte de la llanura, nubes cubrían las cimas, bruma se elevaba desganada del pasto húmedo. Siempre le gustó aquel panorama. Después de las tareas del día, por la noche, buscaba la bolsa de tabaco, rellenaba la pipa. Fumaba viendo la oscuridad desde la ventana, un momento de paz.
Una noche, el resplandor breve, que nunca comprendió, se produjo en una hondonada del campo, próximo a una cavidad en la base de un roble viejo y retorcido. Pensó en asaltantes que vendrían a robar su ganado.
Asió la escopeta y miró por la ventana. Fue a la puerta y salió, examinó la inmensidad, quien hubiera sido ya no estaba. Oyó el ruido de grillos y las hojas de los arboles mecidas por el viento.
Otra noche, el resplandor iluminó la casa. La luz lo despertó, irrumpió por la ventana del cuarto, no pudo creer lo que veía. Tampoco sabía de dónde procedían aquellas luces que aparecían en el campo, ni decir que fueran una amenaza, hasta el momento no le ocurrió nada.
No llovía hacía tiempo, le preocupaba, sobre todo el estanque y la siembra. Como un presagio, la noche que especuló una solución posible, vino una tormenta; relámpagos iluminaron nubes grises apelmazadas en el cielo, los truenos vibraron el ambiente, las ventanas trepidaron, el viento azotaba la cabaña, las maderas crujían, creyó que no resistiría.
Cuando al fin la tormenta pasó, se acostó exhausto, durmió al instante.
Al amanecer, el temporal dejó tras de sí incertidumbre y pérdidas. Nunca experimentó un diluvio como aquel, lo juzgó excepcional, supuso que no volvería a suceder.
Durante el día inspeccionó el estado en que quedó la finca; parte del ganado murió aplastado por el entretecho del establo, la cosecha quedó destruida.
Recordó su juventud, podía construir con poca ayuda, los tiempos cambiaron, sentía no poder hacerlo, valoró la fuerza de aquellos años, sentir que todo era posible.
Esa noche, recostado en su cama, oyó ruidos en el techo. Perturbado, prestó atención, parecían pasos, se preguntó cuántos eran ¿Venían a robarle lo que le quedó?, no tenía sentido que hubieran trepado al techo. Las vigas crujieron. Comenzaron los ladridos, se levantó de la cama, en la ventana entornó el postigo de madera; los perros miraban hacia el techo, desafiantes frente a algo. Buscó la escopeta, abrió la puerta, los perros callaron, bajó los escalones del porche, apuntó al techo, no vio ni escuchó nada. Ingresó, volvió a acostarse, intranquilo.
Despertó temprano, desayunó, luego de alimentar a los animales trató de poner las cosas en su lugar. Amontonó despojos y los ató, logró sacarlos del establo con la camioneta, ya no contaría con un altillo, por un momento conjeturó en que no podría hacerse cargo de la finca.
Al mediodía terminó de enderezar el cerco de alambre. Después de un refrigerio arregló la plantación detrás de la casa. Era un trabajo tedioso. Por la tarde el rastrillo y la pala pesaban. Oscureció sin poder terminar.
Esperó ansioso la hora en que olía el tabaco y lo introducía en la pipa para fumar, olvidando lo que ocurrió, contemplando la inmensidad desde la ventana, en tranquilidad, sin rencor a la naturaleza que lo alimentó durante toda su vida.
Recordó a su mujer en un atardecer maravilloso, un día de pesca, en una parte de los bosques que nadie conocía, donde serpentea un río y hay dos árboles casi idénticos.
Por la noche el ruido en el techo continuó, oía unos pasos nítidos. Al ladrar de los perros, se sumó el mugir de las vacas y el balido de las ovejas.
Decidió salir, sigiloso, pasó el antebrazo por la frente transpirada, la escopeta preparada, se acercó a la puerta, entornó lento y espió. El miedo le advertía, no le importó, quería terminar con eso, si era necesario herir a quien fuera. Abrió la puerta de golpe y encañonó en todas direcciones. Salió del porche precavido, apuntó hacia el techo. Los perros dejaron de ladrar, el ganado se tranquilizó, en la noche reinó el silencio. Entró en la casa alarmado. Pensó vender todo y marcharse.
Desprovisto de vecinos para contar los incidentes, le hubiera gustado que algún cliente lo visitara, tenía la necesidad de hablar con alguien. Terminó el día cansado. Cenó, no fumó, ni observó por la ventana, no quería pensar. En su dormitorio, hizo lo que no acostumbraba; rezó para poder dormir.
Nada valía suponer, sino dar una respuesta a los ruidos, al gemir de los animales. Imaginó que la tormenta amenazante había despertado algo.
En poco tiempo el amor que solía recordar y sus años de juventud parecían un sueño antiguo, casi olvidado.
El resplandor, los ruidos en el techo y el comportamiento de los animales que veían o sentían algo que él no, eran un misterio.
Una noche, la luz apareció, se fue apagando en la llanura, en el agujero, bajo las raíces del roble que sobresalían del suelo. Tomó el arma y una linterna, rostro serio e inexpresivo, determinó investigar.
Se acercó cauteloso entre la bruma de la madrugada, sintiendo un inesperado temor, las botas resbalaron, caminó entorpecido por el fango, se inclinó y disparó al hueco, humo brotó desde dentro, entre las raíces gruesas. Acercándose más, alumbró el interior del agujero, casi sin notarlo, una extremidad veloz y retorcida lo arrastró hacia adentro.
Por Mariano Diani
28 de mayo, 1988, Argentina. Licenciado en diseño gráfico.
Publicaciones:
Características que conforman el estilo anime como recurso en áreas de diseño, 2017.
El Umbral, 2018.
Realidades ilusorias, 2020.
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