Beto se miró en el espejo y su reflejo le devolvió una sonrisa que él no mostraba. Aquellos ojos inexpresivos que tanto se parecían a los suyos le resultaban extraños, lucía una barba tan desaliñada como solía llevarla en sus años universitarios y la vieja franela con la que cubrió el foco tornaba de color carmesí su desnudo cuerpo, así como el interior del cuarto de baño.
El hombre bajó la mirada, observando las manchas de sangre que adornaban su torso. Su vista dio un salto al ennegrecido lavabo y de ahí, a sus pegajosas manos. Las alzó frente a sí mismo, siendo consciente de ellas por primera vez en mucho tiempo, las observó moverse hacia él por su propia voluntad y, a pesar de saberse poseedor de aquellas manos que lo acariciaban, no podía sentirlas menos propias. Esos huesos, esos músculos y esa piel ya tenían demasiado tiempo que no le pertenecían del todo. Aquellas manos con las que tantas veces había tocado a su mujer ya solo eran el vehículo de algo más. Algo que anidó en su cuerpo y mente. Algo que fue creciendo con el paso de los meses.
Una serie de recuerdos fugaces invadieron su mente cuando pensó en su mujer. La conoció poco antes de terminar la universidad, eran de distintas carreras y coincidieron poco en sus estudios, pero la atracción había sido inmediata, incluso en sus últimos meses juntos, Beto seguía amándola a pesar de todas las veces que se dejó penetrar por lo que vivía dentro de él.
Las sombras parecían danzar al ritmo de la titilante y rojiza luz, borrando la difuminada línea de su realidad y sus pesadillas.
—Yo —murmuró acariciando su reflejo, dejando un pegajoso rastro de sangre tras pasar sus dedos por la superficie. No pudo evitar sonreírle a su yo que habitaba en el espejo, y él imitó el movimiento.
Durante casi toda su vida se había sentido un perdedor, siempre por detrás de los demás, siempre el blanco de las burlas de sus compañeros, siempre bajo el yugo de una madre castrante, siempre sometido por la mujer que amaba y que llegó para reemplazar a esa figura materna que tanto odiaba. Sus manos acariciaron el bello y sonriente rostro del espejo.
El creciente volumen de las sirenas de algunas patrullas interrumpió su alegre contemplación. Beto se apoyó en el lavabo, su socarrona sonrisa dio paso a una mueca de furia, cerró los ojos, gritándole a la nada. La ira lo asaltó y lanzó un golpe al espejo. Cientos de cristales astillados saltaron en todas direcciones, algunos se incrustaron en sus nudillos y otros permanecieron adheridos a su soporte, «¿De qué sirve tenerlo todo en la vida si nada me causa satisfacción?» se preguntó.
—De nada —contestó su reflejo desde uno de los trozos.
Se apoyó de nuevo en el lavabo, bufando, siendo consciente de aquellos amarillentos ojos de serpiente que le observaban desde cada trozo del espejo. Las sombras continuaban con su perversa danza, alegres por la liberación de su amo.
El hombre caminó descalzo hasta el umbral, ajeno al dolor que le causaban los cristales desperdigados por el piso. Salió a la vieja habitación que solían compartir Beto y su mujer sin reparar el caos que reinaba ahí: lámparas y retratos rotos, el colchón rasgado, la sangre en la alfombra. Todo aquello le era indiferente, no eran más que retazos de una vida pasada, iluminados por la menguante luz crepuscular.
Sus pasos lo llevaron a caminar entre las sillas volcadas en la sala de estar y el comedor, efectuando sencillos pasos de baile de una melodía que solo él podía escuchar. Distraído, caminó entre platos y trastes rotos, brincando por encima del cuerpo de su difunta mujer que, aún llevaba en brazos el despojo de lo que apenas unas horas antes había sido un bebé.
Se detuvo en seco, entornando los ojos, respirando con dificultad y llevando una mano a su pecho. Una sensación extraña intentaba dominarlo, como si el antiguo portador de aquel cuerpo quisiera volver a tomar el control de sus acciones, pero ya era demasiado tarde para eso. Miró los restos de aquella mujer y la criatura que llevaba en brazos, poniendo un morboso interés en sus heridas, si el anterior portador seguía ahí dentro, quería que aquella masacre se grabara a fuego en su memoria.
—Fue difícil —comentó el risueño hombre, viendo su reflejo difuminado en el cristal de la ventana—, gritó y pataleó, peleó con uñas y dientes para defender a esa criatura, pero de nada le sirvió. Es una pena —siguió—, el bebé era suficiente, pero ella insistió en morir también.
Las sirenas, ya afuera del edificio, fueron la única respuesta.
—Que desperdició —les susurró a las moscas que revoloteaban sobre los cuerpos.
El hombre abandonó el departamento, dejando tras de sí la carnicería con sus paredes manchadas de sangre. «Sería una escena hermosa si no fuera por ese infernal ruido», pensó.
Con una mueca burlona que dejaba todos sus dientes al descubierto y con una mirada risueña, abandonó el repugnante departamento. Nadie lo vio salir y bajar desnudo los escalones del edificio. La policía pasó a su lado sin inmutarse, solo frunciendo la nariz por el pesado olor a azufre que inundaba las escaleras, rellanos y pasillos.
—Aquí Ramirez —dijo uno de los oficiales con el radio pegado de manera exagera a sus labios—, tenemos tres víctimas. Una mujer de entre veinticinco y treinta años con un bulto que parece ser un recién nacido en la sala del departamento; y un hombre, sin duda el marido, en el cuarto de baño.
Por Esteban Castellanos
(Guadalajara, 1990). Ingeniero Industrial por la Universidad de Guadalajara. Ha publicado algunos cuentos y minificciones en revistas digitales. Cuenta con diversos cursos de creación de literatura fantástica, enfocado más en el terror. Junto con un par de amigos conduce el podcast “Expediente Terror”.
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