A pesar de que habían transcurrido treinta años, Rosario no había podido olvidar los acontecimientos de diciembre de 1979, por eso cuando vio la noticia de que habían encontrado una extraña placa de metal en “El paredón de los suicidios”, no pudo evitar sentir que estaba dentro de un deja vu.
Recordó de golpe aquel otoño: iniciaba su carrera como reportera del Sol de Ventoquipa, Sabía que por ser mujer difícilmente le permitirían cubrir información fuera de la sección de sociales, por eso se sorprendió cuando Piñales, el viejo jefe de prensa, la envió a cubrir su primera nota roja. Se trataba de la muerte de un finquero, no había mayores datos, había sido una llamada anónima. Así que cargó con el equipo fotográfico y pronto se alejaba de la ciudad siguiendo la ruta de las colinas. Súbitamente surgió ante su vista un paredón de roca obscura, famoso por ser escenario de una cantidad de suicidios juveniles en tiempo de primavera. Rosario no pudo dejar de sentir un estremecimiento al atisbar aquel macabro lugar, ya que también había sido escenario de la muerte de su padre. “Un misterio sin resolver” había leído en los titulares, cuando aún era niña.
Pronto estuvo frente a “Las Acacias”, les sorprendió no encontrar el habitual barullo de gente que solía reunirse cuando ocurría una tragedia. En la entrada de la finca la esperaba uno de los trabajadores, quien la condujo a un viejo galpón usado como bodega. La escena era impactante, el cadáver parecía una figura de cera, estaba totalmente lívido y con tal expresión en el rostro que parecía haber visto al mismo diablo. Rosario sintió que no estaba preparada para aquella imagen aterradora. El comisario Brunel ya estaba ante el macabro hallazgo y cuando Rosario llegó la inspeccionó de pies a cabeza, se disponía a interpelarla, cuando sonó su radio transmisor y tuvo que salir a responder. La joven aprovechó para inspeccionar el lugar, se preguntaba ¿qué había asustado tanto aquel hombre de campo? Se colocó a su lado para hacer una toma subjetiva tratando de seguir su mirada con la cámara y quedó sorprendida cuando a través de la lente descubrió un punto en el techo que parecía emitir un resplandor, se dirigió hacia allí. Se trataba de un objeto semioculto entre la paja. Tomó una vara y sacudió con fuerza hasta hacer caer una esfera brillante, cuando se inclinó a inspeccionar sintió que perdía el equilibrio, era idéntica a la que había visto en el maletín de su padre el día que murió. Recordaba el resplandor que despedía, los extraños signos sobre su bruñida superficie. Entre más la observaba más recuerdos venían a su mente.
–¿Papá qué es eso que tienes allí?
–Un pedazo de estrella hija…
La voz del comisario la sacó de su concentración, regresaba al galpón vociferando que había llegado el equipo forense y era necesario despejar la escena. Así que, un instante antes de que entrara el comisario, dejándose llevar por un arrebato, Rosario ocultó el reluciente globo en su bolsillo.
Cuando le comentó a Piñales sobre el macabro crimen, éste se mostró preocupado, –en un primer momento había entendido que se trataba de un accidente de trabajo, y por eso había enviado a la novata– pero al conocer los pormenores no pudo ocultar su nerviosismo y encendió un puro.
–No daremos los detalles del deceso – ordenó, antes de desaparecer tras la puerta de su despacho.
Rosario sentía tantas emociones encontradas, tantas ideas fluyendo al unísono dentro de su cerebro que le costó terminar la nota. Cuando por fin consiguió salir de la oficina se fue directo a buscar al profesor Torrent. Edward Torrent había llegado a Ventoquipa haría unos diez años, decían que trabajaba para una Universidad Suiza y que estaba interesado en resolver el enigma del paredón de los suicidios. Se vio ir y venir en sus pesquisas, hasta que finalmente, se quedó a residir en una villa para extranjeros situada en las afueras. Torrent era un investigador acucioso, ella ya lo había visitado, tratando de averiguar sobre la muerte de su padre, pero no habían conseguido sacar nada en claro. Una vez reunidos le mostró la esfera, era tan fuera de lo común y tenía unos símbolos tan extraños que sin forzar mucho la imaginación se podría describir como un objeto traído de otro mundo. El profesor estaba visiblemente emocionado, iba y venía por su despacho revisando notas, consultando libros. Rosario hubiera querido esperar, pero le faltaba hacer una visita y pronto tocó la puerta del doctor Benavente, un viejo amigo de su padre, además de ser el médico forense.
– Sabía que ibas a venir Chayito. Aún no están todos los resultados, pero sin duda es otro de esos extraños casos, en que ni los títulos, ni la experiencia ayudan a encontrar indicios.
– Doctor, necesito que por favor me diga la verdad –lo confrontó Rosario– ¿fue así cómo encontraron a mi padre?
El médico la miró compasivamente.
– ¿Tenía esa expresión en los ojos? – Benavente no dijo nada, pero Rosario tomó su silencio como una confirmación
– ¿Qué cree que les pasó Doctor? ¿Qué cree que vieron?
Al salir Rosario tenía más interrogantes que nunca. Por eso todavía estaba despierta cuando tocaron a la puerta. Era el profesor Torrent. “Cuéntame, ¿dónde encontraste la esfera, Rosario?”. Ella describió los pormenores. Entonces, él le explicó que la esfera estaba relacionada con su investigación y que sus símbolos habían sido la clave para descifrar el mensaje de otra galaxia que describía el paredón de los suicidios como la cárcel de roca que guardaba un demonio intergaláctico. Le contó que la placa de metal sobre la roca relataba el mito de un antiguo demonio expulsado de las estrellas que había sido encerrado en la tierra. Un monstro que después de miles de años atrapado en el paredón había encontrado la forma de escapar de su prisión, un ser que se alimentaba de almas jóvenes en primavera. Habló sobre una hermandad que durante generaciones había resguardado el secreto de la esfera y dijo que los asesinatos tenían que ver con los intentos por devolver el monstro a su prisión. Le dijo que tanto su padre como el finquero habían muerto tratando de encerrar aquel ser maligno. Luego la apresuró porque aquella era la noche del solsticio y el monstro regresaría a hibernar a la roca hasta la siguiente primavera. Rosario tomó su abrigo y salieron apresurados, abajo esperaba el Dr. Benavente.
–Tal vez esta vez podamos detenerlo – anunció el profesor.
–¡Ojala!. – Balbuceó el doctor.
La niebla era espesa y dificultaba la marcha por la carretera, pero el pequeño Volkswagen avanzaba en medio de las fantasmagóricas figuras que formaban las siluetas de los árboles. Nadie pronunciaba palabra, todos escudriñaban el camino, expectantes. Cuando por fin se acercaban a la finca, les sorprendió un enorme resplandor, un grupo de personas rodeaban el galpón enarbolando antorchas. Detuvieron la marcha antes de ser descubiertos y desde lejos lograron ver como una figura alargada y extraña huía por la ladera. Se apresuraron a seguirla y pronto estaban al pie del impresionante muro de roca: el tenebroso paredón de los suicidios. La figura se confundía con las sombras haciendo difícil seguirla. De pronto el doctor tropezó haciendo crujir algunas ramas, entonces aquel ser giró la cabeza mostrando unos ojos llenos de obscuridad. Sus fauces mostraban alargados tentáculos que se agitaban con ferocidad. Benavente quedó petrificado ante tan terrible monstruosidad, ni siquiera tuvo tiempo de gritar, pues aquella amorfa aberración saltó sobre él con una velocidad inconcebible. Horrorizada ante el ataque, Rosario sintió que no podía respirar, y tambaleante apenas pudo ocultarse tras las rocas. No se movió hasta que vio la horrenda criatura deslizarse por una hendidura del muro. El profesor también lo vio y aprovechó para llegar hasta allí y colocar la esfera en un orificio de la placa de metal que había descubierto en sus pesquisas. La pared cimbró y la grieta quedó completamente cerrada. Apenas pudo sostenerse en pie, Rosario se aproximó al cuerpo del doctor… era demasiado tarde, estaba muerto y su rostro lívido mostraba aquella misma expresión de horror que había visto en el finquero. Con desazón buscó a Torrent, hasta distinguirlo afanado en ocultar la placa de metal bruñido con capas de barro y rocas.
Eran las seis de la mañana cuando, exhaustos y desencajados, Rosario y el profesor se detuvieron ante el comedor de camioneros a la entrada de la ciudad para llamar a la policía. Al no cómo explicar la terrible muerte del doctor, optaron por realizar una llamada anónima. Aprovecharon para comprar dos cafés y continuaron en silencio, decididos a no hablar nunca más sobre lo sucedido.
Por eso, aquella mañana, cuando Rosario leyó sobre el hallazgo de una placa de metal incrustada en el muro, sintió que su corazón se aceleraba ya que creía aquel capítulo cerrado, como lo estaba la prisión que contenía aquel terrible demonio intergaláctico desde hacía treinta años. Desde aquel día nadie había saltado del precipicio ni se habían repetido los misteriosos asesinatos en la zona. Así que, cuando logró sobreponerse, corrió a su auto y puso rumbo a la villa de extranjeros a buscar a Torrent quien hacía algunos años estaba jubilado.
Por Guisela López
Escritora, minificcionista y crítica literaria feminista. Gestora cultural fundadora y coordinadora de espacios de promoción literaria: Colectiva de Mujeres en las Artes y Seminario de Literatura Feminista y Cátedra Alaíde Foppa. Investigadora y docente universitaria. Cuenta con dos libros de minificción publicados, obra incluida en seis antologías de narrativa.
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