El ser humano es un animal racional por naturaleza, o por lo menos eso creía hasta el día de mi transformación. Siempre fui una persona enferma, alguien que se queda atrás en situaciones que ameritan la atención familiar o de amistad. Para el primer grupo, mi presencia resultó ser una carga negativa desde el nacimiento. La primera vez que vi la luz en este mundo fue cuando grité al salir del vientre materno; el llanto escapó de mis pulmones como si de un espectro se tratara, un sonido chirriante y largo que no era normal en un recién nacido. Sin duda, fue la mejor carta de presentación para que los presentes en la sala de partos comenzaran a temerme. Con el paso del tiempo me diagnosticaron varias enfermedades; estas eran más psicológicas que físicas, pero el daño que pudieran provocar en mi persona resultaba el mismo. La psicosis era mi favorita. Yo no tenía miedo a que ésta me atacara con alucinaciones o delirios, siempre imaginaba que estos eran parte de una imaginación oculta que, a través de deseos reprimidos, lograba salir y manifestarse para complacer a la tristeza en momentos difíciles. Uno de estos últimos fue cuando conocí a mi gatita Lucy.
De pelaje oscuro y con un par de ojos de colores distintos, verde y amarillo, Lucy llegó a mí en una cajita de zapatos abandonada. Este encuentro fue, desde mi perspectiva, un acto de humanidad pura. Me dejaron conservarla sin problema y sin dar explicaciones, de cualquier manera, la gata no tendría existencia ni importancia más que para mí. Por las mañanas, me sentaba con ella a un lado de la ventana de mi cuarto, la cual nos recibía con una vista pálida y dudosa de la realidad. Cuando los ataques de ira o las alucinaciones se hacían presentes, Lucy se recostaba en mi regazo para tranquilizarme con ronroneos y sonidos gatunos. Sus ojos me miraban fijamente estando panza arriba y me decían, de forma telepática, “mientras yo esté aquí, no te faltará nada”. También me traía las presas y comidas que la gente le daba en sus caminatas nocturnas; las colocaba en mi cama y esperaba, con discreción, a que las dispusiera en su plato de comida.
Pero, de un momento a otro, todo esto cambió. Lucy llegó a casa más tarde de lo usual, casi rozando la madrugada del día siguiente. Su cuerpo estaba tenso y, en la boca, tenía apresado un pedazo de carne cruda. Mi preocupación saltó al notar que este último elemento, más allá de mostrar algo comestible, presentaba un tono rojizo fresco con muy mal olor. Dos características muy contradictorias entre sí. Mi mente pensó en algún veneno, quizás alguien intentaba tirar mi cordura a la basura con la posible muerte de Lucy, y eso sólo podía funcionar con comida envenenada para esta. Trate de quitárselo, no iba a permitir un deceso prematuro para mi mascota. Lucy atacó, mostró las garras cuando intenté acercarme para quitarle el trozo de carne, dio un salto desde la ventana hasta la cama y me miró fijamente, examinando con cuidado el próximo movimiento que pudiera dar.
Después de unos instantes de quietud, Lucy comenzó a desbaratar la carne moviendo su cabeza de un lado a otro. Las paredes del cuarto capturaron un olor putrefacto, la temperatura descendió considerablemente y los rayos de la luna enfocaron la tensión del momento para convertir el lugar en una sala de tortura. El ataque ilusionista inició. Grite. Le pedí a Lucy que parara ya que, al parecer, la carne que destrozaba con los dientes estaba conectada a la que envolvía mi cuerpo. Sentí las articulaciones, huesos, músculos y cualquier órgano que me constituía quebrarse como las hojas en el otoño. Mis ojos, entrecerrados, intentaron doblegar el dolor mientras la garganta se desgarraba en sonidos indefinibles. Por un momento creí que mi lado humano se estaba tornando, irremediablemente, en algo bestial. Una forma desconocida para todo aquello relacionado con lo racional. Nunca fui una persona normal, y ahora un gato hacía hincapié en ello con los más sutiles comportamientos animales. Lucy maulló acompañada de un rugido proveniente del viento, soltó el pedazo de carne sobre mi cama y volvió a dirigirme la mirada. Sus bigotes, esos hilitos blancos que me habían confortado durante algún tiempo, ahora portaban un color rojo penetrante. El dolor en mi cuerpo paró de golpe y cerré los ojos para hundirme en la oscuridad.
Desperté sin querer hacerlo. Mi cuerpo descansaba en una cama con sábanas amarillentas y con olor a alcohol. Con esto, y con el suero que envolvía mi brazo como una nueva vena, supe que me encontraba en el hospital. Detrás de la puerta de la habitación se escucharon voces, algunos gritos que, de forma impaciente, golpeaban la estancia para hacer notar la preocupación de un accidente. Yo no era parte de este o, por lo menos, mi mente no quería verlo de esa manera. Sin embargo, casi nunca se puede escapar de las evidencias que te involucran como ser humano. La desesperación producida afuera hizo que me enterará de verdades ocultas; como que mi madre, en el hartazgo de mis ataques enfermizos, salió a la calle en busca de ayuda o de un escape que no la comprometiera conmigo. Algo que tuvo que pagar con un accidente de tránsito. Su cuerpo descansó en la calle enlodada y con residuos de basura de los comercios cercanos, convirtiéndola así en un desperdicio más de la ciudad. El automóvil que provocó el accidente fue dado por prófugo. Después me encontraron a mí, tumbada boca abajo en el piso de mi habitación. Mi respiración era baja y mis brazos, helados por la falta de oxígeno, tenían diferentes arañazos y marcas de autolesión.
Yo quería hablar, quería decir que todo lo ocurrido: el accidente, los arañazos y los gritos enloquecidos no habían sido por mi culpa. Abrí la boca pero, en vez de que salieran palabras, se escuchó un maullido. Carraspee con expresión de asombro. Intenté moverme para salir de la cama, fue imposible. Una sombra se proyectó en una de las paredes que me rodeaban, era la de un felino. Me congelé. Quise gritar, pero nuevamente un aullido se hizo presente. El reflejo de Lucy tomó fuerza. Caminó sobre la cama, mirándome con sus bigotes rojizos a punto de lanzar una mordida. Ahora yo era el trozo de carne. Sentí como sus garras se encajaban en mí queriéndome despojar de la apariencia humana. Había sangre en la habitación, en el piso, en la cama, en las sábanas y en mi cuerpo. Lucy entró en mí como un demonio, un ente que investiga todo los rincones de un espacio para elegir el que más le apetece y, con ello, atemorizar al que se acerque. Mi visión se tornó confusa, cambiando los colores vivos a tonos grises y negros. De nuevo todo fue oscuridad.
Mi último suspiro fue a las siete menos cinco, una hora mágica para algunos por empezar con el número siete. Una causa posible del deceso fue un ataque epiléptico en conjunto con un paro respiratorio. “Nunca se sabrá lo que realmente pasó” pienso mientras observo desde la ventana mi cuerpo inmóvil. Maullo intentando simular una despedida, quizás algo más que nunca pude expresar con palabras humanas. El frío golpea fuerte en la penumbra. El pelaje no es suficiente abrigo para entrar en calor. Doy media vuelta mientras recorro, con más agilidad y rapidez, las calles que siempre vislumbre opacas y vacías. Lucy se ha vuelto una misma conmigo y yo con ella.
Por Aranza Desirel Benítez Roldán
Egresada de la carrera Escritura Creativa y Literatura por la Universidad del Claustro de Sor Juana. He colaborado en la revista “Celdas Literarias” de la misma casa de estudios como correctora de estilo y en publicaciones propias. Mi generación (2017-2021) es fundadora de este proyecto editorial. Asimismo, he participado en la organización, planeación y desarrollo de contenido temático y literario para el Museo Franz Mayer. Actualmente, mi trabajo se enfoca en temas que abarcan el existencialismo, las enfermedades mentales y las causas sociales. Utilizo el género de cuento para difundir estas ideas y, con ello, conocer y crear voces que encierren la imagen del ser humano como una figura creadora, destructiva y sensible.
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