Aventé, por enésima vez, mi lanza tan lejos como me lo permitió mi brazo.
Giré el cuello para ver la Tierra, la última ocasión que tuve esa clase de respiro, Roma caía.
Dos flechas se clavaron en mis alas y derribé a uno de los enemigos, con el canto de mi escudo cercené un par de extremidades. Volteo nuevamente al planeta: Justiniano restauraba el imperio.
Al grito de “Quis it Deus?” nos hicieron creer que la batalla sería corta, pero nunca fue así. Al profeta, de otra especie, le aseguró Miguel que la lucha fue breve, y que fue decisiva para el Creador. Le dijeron, también, que la manifestación divina en la carne, así como la exaltación humana, estaban dentro del plan eterno, pero tampoco fue así.
Simplemente, las cosas pasaron, los apóstoles murieron, y las tecnologías se siguen sucediendo. Alcanzo mi lanza, entre la multitud de cuerpos, y siento calor en mi cráneo. Es Lúcifer: es bello, es perfecto y lo es todo.
Su mandoble corta mi frente, mientras grita su lema “Non serviam”.
Pensé en la guerra: en la eternidad, en como la propaganda les hizo creer a los seres humanos que la confrontación entre el cielo y el infierno terminó primigeniamente, cuando en realidad va empezando.
Lúcifer retira su espada y prosigue. Sus huestes chocan contra las olas de ángeles, ambos bandos parecen no tener fin.
Como puedo, me giro para ver a aquellos que juré proteger, atraviesan nuevamente la destrucción mutua asegurada.
¿Quién dijo que un ángel no puede morir?
Por Ramón Verdín
(Sinaloa, México)
Periodista y aspirante a cuentista. Ganador del Premio a la Excelencia Periodística 2020, de la Sociedad Interamericana de Prensa, por su cobertura a los hechos relacionados con el atentado contra la familia LeBarón en los límites de Sonora y Chihuahua (México). Finalista en la edición 2020 del Premio Roche de Periodismo en Salud. Ha publicado ficción en Cósmica Fanzine, Revista Alcantarilla y en Revista Cultural Independiente Aleph MX.
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