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El misterio del pasado

Actualizado: 20 ago


Desde que tengo memoria, las sombras danzaban en las esquinas de mi habitación cada noche. No eran simples ausencias de luz, sino siluetas que susurraban historias de un mundo invisible. Yo, la menor de cuatro hermanas, siempre sentía que esos susurros estaban dirigidos hacia mí. Mis hermanas mayores, fruto de una madre que nos abandonó demasiado pronto, parecían no percibir esa presencia, pero yo sí, especialmente la figura masculina que se erguía en el dintel de la puerta como si montara guardia todas las noches.

Mis hermanas, mayores y más escépticas, se burlaban de mis temores. “Son solo sombras, pequeña”, decía la mayor, condescendiente. Pero yo sabía que había algo más, algo que se escondía en los rincones, aguardando el momento propicio para revelarse. La figura en la puerta, alta y enigmática, se desvanecía cuando intentaba mirarla directamente. Pero su presencia persistía, como una melodía inacabada que flotaba en el aire.

Las noches eran las peores. El silencio se volvía denso, y las sombras cobraban vida. A veces, creía escuchar susurros, palabras que no entendía pero que me llenaban de inquietud. ¿Quién era ese hombreen ese juego de luces y sombras? ¿Qué papel desempeñaba en aquella danza eterna de lo invisible? A medida que crecía, la figura ya no era tan evidente, ya no la veía en la puerta, pero sí en mis sueños, y en mis pensamientos; mi vida seguía marcada por lo incomprensible.

Cada día era una nueva aventura una página más en mi historia, escrita con tinta de tareas, risas y amistades. No había romanticismo en ello, solo la cruda realidad de crecer, de aprender, y de descubrir que la vida no siempre se desenvuelve como en los cuentos de hadas. El tiempo pasaba velozmente entre momentos de sorpresa y asombros, sin darme cuenta de cómo poco a poco me convertía en una joven adolescente, atrapada en los laberínticos pasillos del liceo, donde estudiaba.  Era como si cada día trajera consigo nuevos desafíos y descubrimientos, haciendo que mi visión del mundo se ampliara y mi personalidad se desarrollara.

Un día como cualquier otro, mientras esperaba el transporte que solía tomar para ir al liceo, ocurrió algo que cambiaría mi percepción del mundo.  Justo antes de bajar del autobús, una señora indígena, ataviada con ropajes extraños y una mirada penetrante, me tomó del brazo. Su voz, grave y misteriosa, resonó en mis oídos: “Niña, tienes un ángel que te protege”. Su afirmación me dejó helada y confundida. ¿Cómo podía saberlo? ¿Qué significaba aquella advertencia? Bajé con premura, y mientras el camión se alejaba, sus ojos seguían clavados en mí, sembrando una inquietud que no lograba sacudir. ¿Quién era esa mujer? ¿Y qué secreto ocultaba su mirada?

La adolescencia, como un telar de misterios, trajo consigo más fenómenos inexplicables.  En el liceo, compartía con mis amigas lecturas sobre moda y las últimas tendencias, como cualquier chica de mi edad. Pero mis amigas me criticaban y miraban con curiosidad, preguntándose por qué prefería losartículos de misterios a las tendencias de la moda, y es que mi curiosidad iba más allá de las páginas de las revistas. Los enigmas, la ficción y los misterios del mundo se volvieron mi obsesión. Cada artículo era un pasaje hacia lo desconocido, una ventana a lo inexplicable. A veces, me preguntaba si el universo conspirara para revelarme sus secretos, como un hilo invisible que conectaba todos esos fenómenosinexplicables.

Cierto día en una revista de variedades, un artículo sobre la “Ouija” capturó mi atención, y sin pensarlo dos veces, me aventuré a construí mi propio tablero siguiendo todas las instrucciones y frivolidades de la revista. Nunca imaginé que aquel instrumento marcaría mi destino y me conectaría con un mundo desconocido. Ya construido, al día siguiente me dispuse a llevarlo al liceo, contándole a mis amigas los pormenores de las instrucciones que indicaba el artículo de la revista. “Vamos a probarlo”, dije a mis amigas y durante el receso, nos escondimos en el baño, colocando el tablero en el piso, y con manos temblorosas posamos nuestros dedos sobre el puntero indicador de cartón improvisado. “Espíritu presente”, murmuré con voz entrecortada, “te pedimos que te manifiestes ante nosotras.” El aire se volvió denso, como si algo aguardara en las sombras. Las letras talladas en el tablero parecían cobrar vida. Mis amigas también sentían la tensión. ¿Qué sería de nosotras? ¿Qué secretos se ocultaban del otro lado del tablero?

El cartón se deslizó sobre las letras con una extraña fluidez, como si estuviera siendo dirigido por una fuerza invisible. Nos sentimos aterrorizadas por lo que estaba ocurriendo y decidimos dar por concluida la sesión, posponiendo nuestras preguntas para otro día. Cada vez que regresábamos, lo hacíamos con más entusiasmo, ansiosas por descubrir más respuestas en ese juego de lo desconocido. Sin embargo, poco a poco fui dándome cuenta de algo perturbador: el tablero solo respondía ante mi presencia, como si estuviera conectado de alguna manera conmigo. Sin mí, el tablero no era más que un simple trozo de cartón inerte.

Intrigadas por este misterio, continuamos explorando los límites de ese oscuro mundo que se abría frente a nosotras. Cada día las preguntas se volvían más profundas y las respuestas más reveladoras, creando un vínculo más intenso con aquello que estaba más allá de nuestra comprensión. La sensación de estar siendo guiadas por una fuerza invisible se hacía cada vez más palpable, provocando un escalofrío en mi espina dorsal.

A medida que nos adentrábamos en ese universo enigmático, una sensación de amenaza comenzaba a crecer en mí. ¿Qué era aquello que estaba jugando con nosotras a través del tablero? ¿Cuál era su verdadera naturaleza y cuál era su propósito final? Las respuestas seguían sin aparecer, pero la certeza de que estábamos siendo manipuladas era cada vez más evidente. ¿Hasta dónde estaríamos dispuestas a llegar en nuestra búsqueda de la verdad?

Un día, mientras estábamos inmersas en el juego y evocábamos a un espíritu, una revelación escalofriante surgió de entre las letras del tablero. La respuesta llegó en forma de movimiento. El puntero se deslizó, deletreando palabras que no entendíamos, escribía en otro idioma. Nombres, fechas, susurros de un pasado que se resistía a ser olvidado. El tablero se convirtió en un portal, y nosotras, en intrépidas exploradoras de lo desconocido.

“He estado observándote desde que eras una niña”, confesó la presencia con una escritura que helaba la sangre. “He esperado pacientemente este momento para reunirme contigo.” Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Auguste de Montmorency, sin pensarlo y sin saber a lo que me estaba metiendo, le pedí una prueba de su presencia, y de inmediato un ruido ensordecedor resonó en el baño de azulejos fríos y envolvió mi ser en un manto de temor. “¿Qué deseas de mí?”, pregunté con un hilo de voz. La puerta metálica retumbó nuevamente, como si un golpe invisible la sacudiera con furia. Mis amigas, presas del pánico, huyeron del lugar, dejándome sola con la presencia de Auguste de Montmorency, atrapada en su hechizo. Le dije sin titubear. “Debes cerrar la sesión, debes irte. “Si no lo haces, quedarás atrapado aquí.”

Pero Auguste se negaba a partir. “Quiero estar contigo”, insistía el espíritu a través del tablero. La atmósfera se cargó de una electricidad estática y un frío sobrenatural llenó el espacio. “No puedes quedarte”, le dije con firmeza, intentando ocultar el temblor en mi voz. “Debes irte.” Pero el puntero se movía determinadamente hacia el “NO”, una y otra vez. Recordé entonces las palabras de la señora indígena: “Tienes un ángel que te protege.” Cerré los ojos y pedí ayuda a ese ángel guardián, sin saber que el ángel guardián era él.

Un calor reconfortante me rodeó y, al abrir los ojos, vi cómo el puntero se deslizaba hacia el ‘adiós’ por sí solo. El silencio se apoderó del lugar y supe que Auguste había partido. Me levanté temblorosa y salí del baño corriendo para encontrarme con mis amigas, cuyos rostros pálidos reflejaban el miedo que todas sentíamos.

Después de aquel inquietante encuentro en el baño del liceo, decidí abandonar la Ouija. Era plenamente consciente de lo que había ocurrido allí: algo peligroso y desconocido había despertado, una presencia que adoptaba escrituras inexplicables. Recordé con angustias al ser del dintel de la puerta en mi infancia,esa figura de mirada penetrante, siempre vigilante, como si montara guardia en la penumbra. ¿Acaso había alguna conexión? No podía ignorar la sensación de que había abierto una puerta hacia lo sobrenatural, y ahora debía enfrentar las consecuencias. Así, con el corazón en un puño, me alejé de la Ouija, pero sus ecos continuaron persiguiéndome en mis sueños y en los rincones más oscuros de mi mente. El miedo y la fascinación se entrelazaban, y yo me debatía entre huir o adentrarme aún más en ese mundo misterioso. La decisión estaba en mis manos, y no sabía si estaba preparada para lo que vendría.

Después de años de esfuerzo, finalmente terminé la educación secundaria y logré mi meta de acceder a la universidad para estudiar la carrera que siempre había deseado: Historia Universal. La oportunidad de sumergirme en los relatos fascinantes de diferentes países y descubrir sus intrigas y hazañas me atraía de manera irresistible. Una emoción indescriptible invadía mi ser, finalmente se vislumbraba la oportunidad de adentrarme en el intrigante mundo que desde mi más tierna infancia había cautivado todos mis sentidos. La posibilidad de conocer de cerca la vida de aquellos grandes personajes que, con sus hazañas y legados, habían marcado un antes y un después en la historia, era algo que me llenaba de una inspiración sin límites.

La tesis de grado se convirtió en mi principal objetivo. El compromiso estaba claro: viajar al país donde más sobresalimos en años de estudios para investigar y desarrollar nuestra tesis basada en el tema que nos identificaba y destacaba.

Elegí Francia porque siempre había soñado con pasear por los imponentes castillos y sumergirme en las intrigas de la corte francesa. En varias ocasiones, me imaginaba como una de esas damas distinguidas, y,de hecho, mi nombre, Marianne, fue inspirado en las raíces de esa época. Anhelaba tanto recorrer las páginas de los libros, los pasillos de los museos y los pasajes del tiempo, que no podía imaginar que este viaje me llevaría a descubrir más sobre mi propio destino.

Antes de presentar mi tesis de grado, tras intensas investigaciones en las impresionantes bibliotecas de París, me topé con una intrigante historia que se remontaba al inicio del siglo XIX. En la Ciudad de la Luz, vivió un hombre acaudalado, heredero de una gran fortuna y renombre. Este caballero se vio envuelto en un duelo por el amor de una mujer, pero la contienda se detuvo cuando ella se interpuso, rehusando ser la causa de su muerte. Sin embargo, su rival, cegado por los celos, acabó con la vida de Marianne, nombre que compartía con la joven de la historia, para evitar que se casara con el noble. Consumido por el remordimiento y la tristeza, el noble caballero decidió quitarse la vida.

La leyenda cuenta que su espíritu atormentado vagó en busca de Marianne, su gran amor, durante años. Conmocionada por esta historia, mi curiosidad por descubrir quiénes eran realmente Marianne y el caballero que se sacrificó por ella me llevó al Musée d'Orsay., en donde divisé en las obras expuestas, uncuadro que me dejó sin aliento.

Era un hombre con las mismas características del que habitaba mis sueños y pensamientos: imponente,de cabello oscuro, barba bien cuidada, impetuoso y tal vez muy educado. El nombre que acompañaba al cuadro me dejó perpleja: Auguste de Montmorency. ¿Cómo era posible? Sabía que era improbable, pero allí estaba, el mismo hombre que confundía mi mente y mi corazón. Su figura atormentada parecía comunicarme secretos desde el lienzo, y me pregunté si el tiempo y el destino habían forjado un vínculo invisible entre nosotros.

En ese momento, me di cuenta de que, a pesar del tiempo transcurrido y sin mi conocimiento, él seguíaconectándose conmigo a través de las sombras de mi habitación, mediante la Ouija. La mujer indígena que conocí en el autobús había vislumbrado mi futuro; un ángel guardián me protegería y me guiaría hasta encontrarlo en el momento y lugar adecuado. Desde mi niñez, lo veía acompañándome en cada travesura, esperando pacientemente a que creciera, a mi madurez, para retomar lo que habíamos dejado atrás.  La pasión y el misterio se entrelazaron en mi búsqueda. El duelo, el asesinato, la maldición... ¿Qué secretos escondía aquel cuadro, aquel tiempo? Mi tesis no sería solo un conjunto de palabras escritas; sería mi conexión con un pasado que me llamaba desde la oscuridad, mientras susurraba un nombre: Auguste de Montmorency. Un nombre que resonaba en mi corazón como un eco distante, como si el tiempo conspirara para unirnos.

Mis pensamientos me envolvieron y, sin aliento, salí apresuradamente del Musée d’Orsay. En ese momento, una sensación de “déjà vu” me invadió mientras corría por las calles empedradas de París. Todo a mi alrededor me resultaba familiar, como si hubiera estado antes en aquel lugar. La joven convertida en una mujer, con un protector invisible, anhelaba encontrar al hombre cuya leyenda me había cautivado. ¿Nos encontraríamos en algún rincón de la ciudad? ¿O seguiríamos siendo marionetas en un antiguo juego de luces y sombras? Fue entonces que, al detenerme en un semáforo, lo vi al otro lado de la calle. Sus ojos oscuros y penetrantes me observaban con intensidad, sus labios se movían en silencio. Se había materializado frente a mí, como si fuera un sueño hecho realidad. Sin dudarlo, crucé la calle sin percatarme de que el semáforo seguía en rojo. El impacto de un auto me devolvió bruscamente a la realidad, rompiendo el hechizo que me envolvía. Mientras era trasladada al hospital en una ambulancia, mi mente no dejaba de dar vueltas. Necesitaba descubrir quién era ese enigmático hombre, desentrañar el encantamiento que me tenía atrapada para poder reunirme con él. La urgencia y la pasión por encontrar respuestas se apoderaron de mí, convirtiendo mi búsqueda en una obsesión desenfrenada.

Totalmente recuperada del inesperado accidente, me sumergí nuevamente en los archivos polvorientos de la antigua biblioteca, desenterrando leyendas olvidadas y crónicas de amores prohibidos. La investigación me condujo de vuelta al Museo, y ya en la sala de arte, me enfrenté al cuadro una vez más.  Allí estaba él, inmortalizado en el lienzo de una pintura centenaria, su mirada fija en mí desde siglos atrás. ¿Cómo era posible? ¿Acaso él también había sido atrapado en el tiempo, esperando mi llegada? La pasión por descubrir la verdad me impulsó a explorar más allá de los límites de lo racional.

No podía apartar la vista de su rostro, como si desentrañar su misterio fuera mi destino. Fue entonces cuando un anciano bibliotecario, cuyos ojos parecían haber visto más allá de las eras, me sorprendió con su pregunta: “Señorita, ¿cuántos días lleva observando? ¿Qué busca?”. Sus palabras resonaron en mi alma. “El cuadro”, susurró, “es un portal, un vínculo entre mundos”. Habló de un antiguo pacto, de almas errantes y de un amor que trascendía las dimensiones. “El hombre en la pintura”, continuó, “es un viajero del tiempo, atrapado en su propia creación artística. Solo el gran amor de su vida, Marianne, la mujer que ha esperado durante décadas, podrá liberarlo”. La revelación me dejó nuevamente sin aliento, y supe que mi búsqueda no era solo por curiosidad, sino por un destino entrelazado con el suyo.

Extendí la mano, tocando la superficie fría del lienzo. Sus ojos me atraparon, y su boca silenciosa pareció susurrar mi nombre. El mundo se desvaneció a mi alrededor, y me encontré en un París antiguo, donde las calles empedradas vibraban con secretos y los amantes se encontraban en la penumbra de los jardines.

Él estaba allí, el enigmático hombre, esperándome. Su piel era cálida, sus labios reales contra los míos. “Marianne”, susurró, “has roto la maldición”. El tiempo se retorció, y nuestras almas se fundieron en un abrazo y en un beso que trascendía los siglos. Él era mi guía, mi amor perdido en el laberinto del tiempo. Juntos, nos adentraríamos   en los recovecos más secretos de la historia, desafiando las normas del cosmos para permanecer unidos. Exploraríamos cada detalle, para retar las leyes de la realidad yencontrarnos en ese lugar donde solo existe el amor.

En el Musée d’Orsay, el cuadro se desvaneció, dejando solo un espacio vacío en la pared. Pero yo ya no era la misma. Mi corazón latía al ritmo de los siglos, y mi alma estaba unida a la suya. El enigmático hombre y yo éramos viajeros del tiempo, amantes eternos en un París que existía más allá de las estrellas.

A medida que el sol se ocultaba en el horizonte y las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, sentí su mano entrelazada con la mía y supe, en ese instante, que había encontrado mi destino en el abrazo de lo imposible. Era como si el universo hubiera conspirado a nuestro favor, uniéndonos en un momento mágico y único.

El viento nocturno susurraba secretos milenarios, y las campanas de Notre-Dame tañían como testigos mudos de nuestro amor. En ese instante, comprendí que no éramos solo dos almas errantes, sino fragmentos de una historia que se repetía a lo largo de los siglos. Él había esperado por mí, y yo había cruzado el umbral del tiempo para encontrarlo.

 

Por Vilma Elena Hernández “Lápiz White”

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