—El carrusel, mamá, vamos ¡Llévame, llévame mamá!
El parque de diversiones Super Ball se encontraba a pocas cuadras de casa, en el predio de la plaza central, en horas iniciaría el baile de disfraces y la competencia infantil.
Tenía cinco años. Pasadas las tres de la tarde salimos de casa, animado por una energía especial, lucía el traje de soldado que le preparé para el evento. Desde temprano comenzaron a verse a niños caminar por las calles ganándose el voto de los vecinos. Llegamos a la plaza y en cuestión de minutos, lo perdí de vista. Revisé juegos, baños, los carritos que vendían dulces y palomitas. La desesperación ganaba mi corazón furiosamente. Subí a un banco, me estiré lo máximo posible, a unos cuantos metros, vi un payaso rodeado de niños repartiendo golosinas. Estaba allí, con su cara colorada, traspirada y redonda; asombrados por las peripecias y morisquetas del payaso, los niños reían tanto que de sus mejillas caían lágrimas de felicidad. Franky, saltaba y jalaba de mi falda, la tarde continuaba primaveral a pesar de haber comenzado a morir temprano.
—¡Soy el payaso Tiburcio! ¡El mejor jinete de todos los payasos del mundo, hoy se festeja la competencia de disfraces! — Dijo con una voz aflautada que imitaba a la de un niño. Su cara blanca, ojos contorneados de negro, una boca extremadamente grande, angulosa y roja, las lágrimas dibujadas de un horrendo y llamativo color rojo, no lo hacía amoroso ni atractivo. Su traje se tornaba oscuro y sin brillo. Una luz cristalina y acuosa se desprendía de su mirada turbiamente irritante. Los niños saltaban y jugaban con él. En mí causaba rechazo.
—¡Vamos mami! ¡Me regalará una pelota porque hoy es el día del Costume Ball!
—Qué bueno—Dije y caminé detrás del payaso que llevaba de la mano a mi hijo. Al llegar al sector del carrusel, nos detuvimos. Él se agachó junto a Franky y algo le dijo al oído. Me acerqué, la música a todo volumen no dejaba escuchar, comencé a sentir malestar de estómago, tenía ganas de vomitar. Demasiado incómoda, sensaciones extrañas y un aturdimiento intenso. El payaso comenzó a mirarme fijamente, eso no me gustó, de pronto unos niños corrieron vestidos con sus disfraces en sentido al vendedor de palomitas de maíz. Una niña, salió imprevistamente detrás de mí, delgada y pálida, tocó mi ropa, luego me dijo que cuidara de mi hijo y desapareció entre la gente. Cuando miré, noté en mi falda una mancha oscura y mal oliente con gusanos deslizándose suavemente. La sacudí para limpiarla, las palabras de esa niña resonaban en mi cabeza y de repente escuché a mi niño gritar.
—¡Mamá, el carrusel, mamá! ¡El carrusel, mamá, vamos, llévame mamá! Vi al gigante girando con furia, dar una y varias vueltas, los niños gritaban, la música continuaba. Cuatro jinetes a caballos ingresaron entre la gente haciendo piruetas sobre ellos, uno de ellos era Tiburcio. De repente el carrusel se detuvo y Franky corrió. Corrí detrás de él. Busqué donde ubicarlo, si en un caballo alado, dentro de una rana gigante o en un pequeño barco a remos. Eligió un asiento de madera con dos soldaditos de plomo, uno a cada lado. Comenzó lentamente a levantar velocidad, en la primera vuelta lo vi, agitaba su mano con desesperación al verme; en la segunda vuelta no tenía su sombrero y en la tercera vuelta observé el rostro de mi hijo desdibujándose. No era mi hijo, pensé, se cambió de asiento, tal vez. Lloraba y agitaba sus manos. Corrí hacia la cabina de control, pedí que detengan la máquina, le rogué. Dio unas tres vueltas más y se detuvo cuando se clavaron los frenos de emergencia. Los niños gritaban, reían, buscaban con sus ojos la mirada de sus madres. Franky no estaba, lo busqué debajo del carrusel, detrás, dentro. Había desaparecido. Comencé a llamarlo angustiada. El encargado de seguridad envió a buscar a mi hijo por todo el Super Ball, sin éxito. Cuando pregunté por Tiburcio, no lo conocían.
De repente vi pasar al payaso por detrás de unos caballos de madera, me observó con recelo por sobre su hombro, noté algo malvado en su mirada. Lo llamé. Seguí sus pasos y se escabulló entre la gente. En el piso del carrusel, estaba el sombrero de Franky, era donde lo dejé, en el banco de madera, junto a los soldaditos de plomo. Vestían chaquetas rojas, sombrero alto, pantalones azules, fusil y sable, igual que mi hijo. Una nueva imagen se aproximaba a mí lentamente y yo a ella, comencé a mirar sus ojos, su cara, llevaba una cadena con la letra F, colgando del cuello. Toqué su rostro de madera, sus ojos expresaban desesperación. Mis manos se humedecieron con sus lágrimas, sentí un fuerte dolor de cabeza y me desplomé. Cuando desperté me encontraba en el hospital. La radio daba el parte de búsqueda de mi hijo. Un oficial me hablaba y no escuchaba lo que decía. A pesar de que insistí que el niño estaba en el Super Ball, nadie me creyó.
Pasaron quince años. Visitaba el carrusel, todos los días. Un día leí que el parque de diversiones se cerraba, la angustia fue enorme y pesadamente crueles mis pensamientos. Era sábado cuando comenzaron las obras, me presenté y pedí comprar el banco del carrusel. Uno de los trabajadores, que me conocía, subió a su camioneta a los tres soldaditos.
Están en la habitación de Franky y comencé a cuidarlos. Por la ventana, cada tanto, veo un rostro oscuro acercarse y sonreír, las lágrimas ya no están pinceladas debajo de sus ojos. Reconozco esa sonrisa, siniestra y penetrante, que se desliza observándome sigilosamente, desafiándome.
Por Fabiana Laura Maggetti "Mary Cross"
Asiste a talleres literarios, sus preferencias son los cuentos de suspenso, terror y policiales. Cursó sus estudios iniciales y luego se recibió en licenciada Ciencia Política. Publicó cuentos en revistas digitales, en antologías versión papel y digital.
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