Cuando la madre de Yoalli sale de casa, la niña repite en su cabeza la lista de tareas que tiene por hacer. Y, a pasos cortos, lleva afuera una tinaja de trastes y ropa para lavar. ¡Fium!, una punzada silbadora que casi le parte en dos la boca del estómago le recuerda acortar más sus pisadas, el malestar está fresco y se le quiere escapar del cuerpo.
Tres días atrás, un fulano la siguió hasta la casa, Yoalli corrió, pero la terracería del camino, piedras sueltas e irregulares, más los arbustos, de afiladas ramas como agujas que querían retenerla, le impidieron avanzar tan rápido como lo hubiera deseado, ¡rash, rash! Cayó al suelo y sus gritos atrajeron a los demás. A ella, la acompañaron a casa, del sujeto se encargó el pueblo.
El chorro del agua es gris. Yoalli, habituada a él, aprovecha para llenar una olla para hacer la sopa. Al ver correr el líquido, siente un retortijón, ¡ungh!, o quizá un desgarro seguido de otra punzada, ahora sensible el pecho. La chica se dobla por la sensación de apachurro de unas manos enormes e invisibles. Se abraza el estómago que arde, donde aún queda la marca de los moretones causados por las piedras y los arañazos de las ramas. Alza su blusa y ve manchas: unas negras, otras verdes y las menos, amarillas. Pero más abajo, donde “aquella rama” la debió de haber golpeado, se resiste a sanar. Fluye el agua hasta que la pileta del lavadero se llena, ¡plick, plock!, aunque en el fondo se ven residuos de tierra y mugre.
Yoalli tarda el doble en lavar mientras aprieta las rodillas y avanza paso a paso para que no se le escape la maldad: las piernas cerradas, pero abierta por dentro; la quemazón de su vientre y el fuego que le corre hasta las sienes; pica bajo sus senos como si dentro de la piel, centenares de piedrecillas sueltas se desmoronaran por aquí y por allá y estuvieran desesperadas por escapar de sus poros.
Dentro de la casa, la chica busca una silla para volver a sus labores y poder cubrir la gotera del techo. Se para de puntas en la madera y extiende sus brazos hasta que los dedos alcanzan la lámina de asbesto que, a su arrastre, ¡rushh, rushh!, deja caer una polvadera de sedimentos grises, iguales al agua del grifo, y ahora son los brazos de Yoalli quienes hormiguean por la irritación como si el cuerpo entero necesitara huir. Yoalli corre al lavadero y con el sobrante del agua, casi negra y aún jabonosa, se enjuaga hasta los hombros. La premura de sus pasos le hace ver que en el suelo ha dejado un caminito de sangre y piensa que la herida de su cuerpo no va a sanar, y morirá tan lentamente que la sensación de desgarro no parará hasta que haya salido la última gota y de su ser no quede más que una carcasa vacía.
Nunca pensó que tan joven, once años apenas, se volvería una más de esas fotos del periódico que su madre no quiere que mire en el kiosco del pueblo. Maldita rama, maldito fulano, maldito pueblo. [Sollozo].
Cuando su madre llega, ve a Yoalli sentada en el suelo, con el esfuerzo en su rostro de apretarse con ambas manos hasta las rodillas, avergonzada por la incapacidad de esconder la mancha entre sus piernas. Repite para sus adentros “la muerte”, “la muerte”, una metamorfosis incompleta.
Su madre le toma las manos y el flujo negro, brillante y salvaje, se apropia del suelo como lava ardiente. Le acaricia el cabello, busca en su bolsa una manzana que limpia en su blusa y se la entrega en silencio.
Yoalli muerde la fruta, ¡much, munch! La sangre sale, pero el ardor merma, el pecho late y las punzadas se detienen. El flujo carmesí de su ahora adolescencia corre hasta la tierra cercana, donde al contacto, las ramas secas se vuelven colmados brazos de suaves hojas y la terracería se transforma en campo fértil de primavera. [Florece].
Las piernas sueltas, libres y la sangre que de momento se detiene para cambiar su mundo le hacen ver a Yoalli, que está más viva que nunca.
Por Carmen Macedo Odilón
Escribe ensayos, relatos, cuentos y artículos feministas en antologías, revistas literarias, académicas y fanzines.
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