Debí contarle a Ilsi el secreto más grande del mundo. Eso tenía que suceder, lo quise tanto. Me dolía llevarlo encima, era un peso que doblega mis pensamientos como un yunque que tapizaba mi espalda, aunque el que llevo ahora lo sobrepasa.
Por meses permanecí en la ciudad que me asignaron, llevaba otro nombre, otra identidad para pasar desapercibido, mi departamento servía de conexión con el bullicio y con la misión. Pasar tiempo en el pasado es algo que deja qué pensar: es un tiempo inexistente y sin registro en la continuidad de las otras vidas, pero en la mía significaba mucho, al final era mi presente. Estar solo no me dolía, en el futuro mi familia había muerto y no existía motivo para regresar a prisa o con presión. En el pasado en el que me encontraba mi nacimiento era una aurora lejana, muy lejana de apreciar.
Por otro lado, mi trabajo era sencillo: localizar sus direcciones y meter la carta en su buzón como si fuera el cartero habitual para darles a conocer la información concerniente a su futuro. Sí, a algunos se les hacía llegar por la importancia de sus acciones presentes. Entregar las cartas resultó un problema mediano, en ocasiones los remitentes a los que les daba conocer su futuro no se hallaban en el lugar y fecha previsto, por ello ciertos acontecimientos tuvieron ligeros cambios causados, por mi viaje.
Pero llegó el fatídico día en que no pude encontrar a un destinatario, esto tuvo como consecuencia lo que me tiene ahora en la más honda tristeza. En apariencia el caso era más complejo, aquel destinatario tenía una dirección e incluso un nombre totalmente distinto al de mis notas, esto pasaba en situaciones rarísimas, por ello decidí tomar el asunto con mayor seriedad, seguirle la pista y enlistarme en su trabajo: una grande y monótona fábrica de las tantas que abundaban en la ciudad. Resultó entonces que a pesar de que sus ingresos y salidas aparecían en los datos, durante las horas de trabajo nunca lo veía en la planta. Fue después cuando descubrí algunas trampas que hacía para faltar y cobrar. Encontré su hogar, con algunas dificultades, y entregué el sobre. Debí en ese instante hacer mis maletas e itinerario para irme de vuelta a mi lugar, más bien a mi época, pero tuve que detenerme.
Conocí a Ilsi en la fábrica, una muchacha de cabello lacio y piel alba de alabastro, ella fue el motivo para quedarme; como dije, me dediqué a buscar a mi último contacto, en el ir y venir la encontré por cómo muchos nombran “pura casualidad”. Ella era una de las calibradoras. En nuestros ratos libres, ella tenía el don, el insuperable don de saber qué decir en el momento exacto. Las modestas charlas que tuve con ella lograban llenar el vacío que traía mi vida, su frescura y valentía llamaron mi atención. Con las semanas, mis días de trabajo en casa se hacían menos aburridos con solo la repetición de su imagen a mi mente, podía detenerme a contemplar, incluso a disfrutar, cada uno de mis quehaceres diarios: desde lavar hasta ir a la plaza Santa Anita por comida.
Supe entonces que dentro de mí se habría paso un corazón ascendente con miras en lo infinito. Esta sensación se mantuvo constante, por ello tuve que realizar algo prohibido: permanecer más tiempo en aquella época. Para tratar de quedar bien con mi jefe del futuro mandé el cuaderno con todo el itinerario resuelto y me quedé yo, inventé una excusa sobre la posibilidad de haber hallado un gran secreto para el mundo, así les daba motivos para seguir investigando al respecto en aquella ciudad de desiertos y fábricas. Me quedé entonces ocupando ese estilo de vida; como mencioné, en el futuro ya no había motivos para volver y en este presente sí para quedarme.
Comenzaron a presentarse ligeros inconvenientes con los acontecimientos naturales: una calle nueva se inauguraba, algunas personas que no se hallaban en mis registros vivían en el vecindario, ligeros cambios en el clima habitual. Hasta la ciudad se mostraba menos amenazante, más ligera en sus acontecimientos. Conocer los hechos del futuro es un sueño para algunas personas, para otras un malestar irreversible; para mí no significaba nada, al final no podía cambiar mi propio destino, y de intervenir en otros que no fueran los asignados por los mandatarios de mi trabajo no sacaba alguna satisfacción porque podría incluso empeorar mi futuro. Es por eso que con ella me enfocaba en hablarle lo mínimo posible para no alterar nada. Los ratos de descanso cerca de su presencia se convirtieron en los más aprovechados del día.
Mi departamento se llenaba, en ocasiones, de mi música: tonos de vibraciones de ciertos planetas y cuerpos celestes, una popularidad en el tiempo del que venía. Y, aunque en el lugar donde vivía no se quejaban, sí llegaron a estar inquietos, por ello me preguntaban, de vez en cuando, detalles de su procedencia a lo que respondía con verdades a medias o simplemente juzgándolas de ser tonos de películas. Me agradaba sentir la música a través de mis poros, porque esta se adentraba en mí convirtiendo mis días en valses y, al mismo instante, pensar en los grandes secretos que llevaba conmigo y que podría revelarle a Ilsi, ¿por qué a ella? Presentía en su existencia algo importante, algo que valiera la pena, aunque en realidad no lo sabía; no era necesario preocuparse por alguna consecuencia, finalmente solo me quedaba ese conocimiento.
Tantas veces, al estar cerca de ella, me envolvía la curiosidad, también la intención: ¿y si la invitaba a salir? Ahí podría hablar largo y tendido sobre el devenir del mundo, sus cambios, sus locuras, sus frenéticas trampas: el advenimiento de una pandemia, las futuras guerras, todo. Pero me detenía pensar que me tomara a loco por lo que le fuera a contar o simplemente declinara la propuesta, porque no estaba interesada en absoluto, entonces me llenaba de preguntas como: ¿qué había más allá de sus ojos claros y su risa envolvente? ¿de su mirada tranquila y su obrar seguro?
Así, me hallaba en este pensamiento constante, hasta que sucedió un acontecimiento irreversible: hubo un reajuste en el tiempo, esto debido a mi sobre incursión en aquella época. Fueron solo unas horas, pero durante nuestro turno de trabajo se registró un cambio súbito de tiempo que solo yo pude registrar, mientras que el resto de la planta o del mundo no. Aquel cambio inició mi preocupación: la llegada de agentes. Como he mencionado antes, trabajo en el plano gubernamental en el tiempo de donde provengo. Se protege con cuidado el registro de los cambios temporales y se cierran los juegos o intromisiones hechas por algún trabajador. Los agentes tienen el deber de ir a la fecha de la falla y corregirla, esta corrección consiste a veces en lo mínimo: traer de vuelta al trabajador y, en el peor de los casos, acabar con él porque su existencia dañaría la transversalidad de la maraña del tiempo.
Poco me importaba su llegada o mi posible arresto, lo que me incitaba era revelarle a Ilsi el secreto más grande del mundo: el futuro. Hubiera sido entonces mi última alegría, el sombrero que se quita antes de caer el telón. El reajuste del tiempo me provocó nauseas, mareos, un dolor inmenso en el pecho, vomité copiosamente en el baño, al terminar el turno era momento de contarle a ella: había tomado la decisión; si esperaba más con seguridad vendrían los agentes a llevarme preso y, como castigo, si es que para otros resultaba serlo, se borraría mi existencia. Todos los registros de mí paso por el mundo serían borrados, mis datos, mi nombre, los audios de mi voz; mi madre misma no sabría nunca de mí aun teniendo una foto mía en su mano; en igual sentido, no tendría porqué existir susodicha foto. Era un precio exacto para lo que iba a hacer, pero antes de decirle a ella sobre el futuro tendría que hacer algo aún más intrépido para mí: invitarla a salir. Pondría mi existencia, mi vida, mi insignificancia en el universo, en verla fuera de los días de trabajo y esta sola idea me colmaba de alegría en el alma.
Tomé entonces valor, pasaron las horas y el turno se había terminado. Mi corazón retumbaba en mi pecho con tanta fuerza que imaginé a algún compañero cercano oírlo como yo, sentirlo como yo. Quizá entonces se estaba recuperando mi noción de lo que era vivir. La esperé para acompañarla como de costumbre a su transporte, en el lapso de salir de mi puesto e ir al de ella no se encontraba, en su lugar de trabajo solo había un muchacho de tiempo extra que tomaba su mochila para salir con los demás. Seguí esperando, nada. Todos comenzaron a salir en fila, revisé mi teléfono para marcarle, pero su número había desaparecido. No la encontré en ninguna red social y su imagen se iba borrando de a poco en mi cabeza. Con ira, con tristeza, pero también con resignación, supe que los agentes se me habían adelantado.
Por José de Jesús López Avendaño
Nace el 18 de abril de 1994 en la ciudad de Salina Cruz, Oaxaca. Es Licenciado en Lengua y Literatura Hispanoamericanas por la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH. Es autor del libro de cuentos Los Nombres de Nadie, Editorial Trémolo (2020), de la novela Rumor entre ríos (2021) publicada por entregas en el periódico “Portavoz”. Ha sido ganador del 1° Concurso nacional de cuento fantástico “El Axolote”; finalista en el 2° concurso internacional de cuento corto “The Word we live in”; ganador del 2° concurso de cuento No oyes contar un cuento organizado por la UNACH. Ha sido antologado en Memoria en blanco en 2018; Apassionata: literatura motelera contemporánea en 2019, Fulgor Púrpura en 2021, Los excéntricos en 2021.
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