Las cosas permanecían desordenadas en la habitación en medio de la pesadez que representa el mundo. El señor J. se encontraba intranquilo, no sabía si quedarse en casa o ir a visitar a su madre que vivía en un pequeño pueblo, para verla, bastaba con tomar el tren que salía de noche, pero últimamente sentía una sensación de vacío que se volvió una carga al realizar sus actividades diarias. Cuando iba a caminar por las mañanas, sus vecinos ya no lo saludaban, el señor J. pensó que tal vez andaba más lento que antes. Aquella actitud de sus vecinos le extrañaba, pues él era un hombre cordial y siempre evitó problemas con las personas que estaban a su alrededor. No obstante, era innegable que esos días se había sentido extraño, como si ya no perteneciera al mundo, no conseguía dormir y tampoco tenía apetito.
Después de meditarlo durante días, por fin decidió que la vería. Comenzó por afeitarse, luego se lavó la cara, el cuello, se cambió de ropa y preparó la maleta mientras miraba por momentos la fotografía de su madre, no recordaba por qué se había roto el cristal del retrato, se veía tan joven con ese vestido guinda, aquella imagen había sido enfrascada en sus recuerdos. De niño pensaba que se casaría con una mujer parecida a su madre, pero estaba solo y, en el centro de esa soledad, sólo había rencores de amores pasados.
Cerró la maleta y dejó asegurada la casa, incluso depositó un poco de comida en los platos que puso en el patio trasero, por si aparecían los gatos callejeros en su ausencia. Mientras se dirigía a la estación de trenes, pensaba que al encontrarse de nuevo con su madre ella le revelaría algo inesperado y oscuro.
Los asientos de la estación de trenes estaban fríos, frotaba con insistencia sus manos, pero aún sentía cómo la brisa helada se posaba en sus mejillas, a pesar de que tenía la ligera impresión de que el frío de ese invierno era artificial. Vio a una joven pareja que caminaba por el pasillo en dirección a las vías. El tren llegó pronto y un hombre alto que vestía un elegante traje llamó a los pasajeros para que tomaran el tren. Abordó el tren y mientras elegía su asiento, se pensó a sí mismo como un objeto que sigue obediente el ritmo no lineal del tiempo, como sucede en los sueños, tenía la sensación de que todo lo que ocurría en ese lugar no era real, sus pensamientos vagaban entre aquellas elucubraciones absurdas.
La joven pareja, que había visto antes en la estación de trenes, estaba sentada justo frente a él. No sabía si debería mirar a la mujer, no estaba seguro de si quería mirarla. De pronto sintió una terrible ansiedad, pensó que su conciencia estaba allí proyectándose desde otro punto oscuro del universo. Su frente empezó a sudar, tenía un tic nervioso en su mejilla izquierda y entonces recordó el cálido beso que le daba su madre al salir del colegio, la imagen del viejo edificio de la escuela siempre aparecía en medio del vórtice producido por su angustia. Estaba tan inmerso en sus cavilaciones que se olvidó del propósito de aquel largo viaje, la mujer hizo una mueca y miró a su acompañante. ¿Para ellos era desagradable el señor J.? ¿Acaso su mirada de loco les resultaba incómoda? No podía saberlo y a pesar de aquel gesto, desde algún punto oscuro del cosmos, él sonreía.
Los paisajes iban oscureciendo, se iban alejando cada vez más de la ciudad. El tren viajaba a gran velocidad, sin embargo, para el señor J. era imposible sentir su rapidez, le parecía que ese viaje era extraño, pues no podía sentir el movimiento. ¿Qué era aquello que opacó sus percepciones? Quizá la voz de su cabeza ahogada en medio de sus pensamientos, le producía esa sensación. Estaba lleno de incertidumbre, sólo quería volver a ver a su madre.
Mientras navegaba en aquel vórtice mental, escuchó un ronquido que lo devolvió de súbito al mundo perecedero y finito, el muchacho se había quedado dormido y la joven mujer lo miraba con atención, borró la mueca de disgusto en su rostro y ahora sonreía. El señor J. no sabía si corresponder a ese magnético gesto, pero sonrió y la muchacha rompió el turbulento silencio:
—¿Tienes un cigarrillo?
—Lo siento, señorita, no tengo cigarrillos…
—Lástima. ¿Por qué visitarás ese sucio pueblo?
—Voy a ver a mi madre.
—Ya. Bueno, creo que es un buen motivo para ir a ese basurero.
—¿No le agrada? ¿Por qué va a ir allí?
—Digamos que voy por trabajo. No me gusta viajar en tren, detesto ese ritual que nos orilla a mirarnos los unos a los otros…
Aquella última frase le resultaba confusa al señor J. «¿No se supone que esto es lo que hacemos en la vida?», pensó, «ver a los otros es parte del acontecer humano». El señor J. se preguntaba, además, porque aquella joven le dijo «tienes» en lugar de «tiene». ¿Él era culpable de esa familiaridad con la que ella se dirigía a su persona? ¿Debería avergonzarse por tener un aspecto demasiado común? Esas inquietudes le producían aún más nervios.
—Por qué no me cuentas algo, quizá pueda distraerme un poco. ¿Lo ves? —dijo la joven, refiriéndose al muchacho— este tipo me apena.
—¿Qué podría yo decirle a usted? Soy un tipo solitario que busca huir de sí mismo.
—¿Eres filósofo o algo parecido
—No, soy sólo un hombre atormentado. Eso es todo.
— ¿Y qué es lo que te atormenta?
—La vida, supongo.
—¿Te gusto?
—Sí... Pero ya soy algo viejo para esas cosas, ¿no lo crees?
—No…
Entonces la joven se acercó al señor J. y le dio un tibio beso en la mejilla, muy cerca de sus labios gruesos, sintió aquel hermoso roce, pero esa cercanía no pudo disminuir su angustia. Recordó que su madre siempre lo protegía del mundo real y del mundo que él se había inventado para sí, sólo ella podía tranquilizarlo. Momentos después, el señor J. sintió al fin cómo el tren sufrió una sacudida brutal y, de pronto, escuchó un aterrador estallido. Los asientos se despegaron del piso y todos los pasajeros volaron durante unos instantes hasta caer al suelo con una fuerza descomunal, el tren no podía frenar, para el señor J. aquel instante parecía eterno y, a pesar del impacto, no percibió dolor. Después del choque, le pareció que todo se volvía más oscuro, miró la cara ensangrentada de la muchacha que se transformaba poco a poco en el rostro de su madre. Un terror embargaba su espíritu, intentó salir del tren, pero no podía moverse. Se pensó a sí mismo como una proyección que poseía el absoluto control de sus movimientos en medio de aquel delirio y lo mantenía quieto. Escuchó que uno de los pasajeros gritaba desde el fondo:
—¡Estoy muerto! —dijo una voz masculina.
—Dios nos ha castigado, estamos atrapados en este infierno —dijo alguien más.
Cuando cesó el movimiento del tren, por fin pudo moverse y abandonó el lugar. Caminó durante mucho tiempo, pero no sentía cansancio. Al cabo de largas horas, el señor J. llegó a su casa, la habitación permanecía oscura, los platos que había dejado en el patio trasero estaban vacíos. Un gato gordo, con esfuerzo, subió a la mesa y tiró el retrato de su madre, el cristal se rompió, escuchó cómo otros felinos maullaban detrás de la puerta mientras se alejaban del lugar. El gato gordo saltó hacia el marco de la ventana y, antes de marcharse, echó un vistazo hacia atrás: miró al señor J., parecía saber que ese hombre era solamente un fantasma.
El señor J. no podía creer que estaba muerto, ahora era sólo un recuerdo congelado en el tiempo.
Por Daniela López Martínez
Ciudad de México, 1992. Estudia la Maestría en Filosofía Moral y Política en la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa (UAM-I). Escribe ensayo, cuento y minificción. Ha publicado diversos cuentos de ciencia ficción y fantasía en revistas digitales, entre las cuales destacan: La invencible en la Revista Latinoamericana de ciencia ficción Espejo Humeante, No. 5, Niebla intermitente en la Revista Teoría Ómicron, Año 3, No. 3, Teoría del caos en el primer número de Lunáticas MX, Cartografía de la imaginación en la Revista literaria Monolito. Es Directora Editorial de la revista mexicana de ficción especulativa Anapoyesis: Literatura, Arte y Cultura. Le interesa la ciencia ficción, pues considera que su potencial especulativo puede contribuir a comprender la complejidad de las sociedades actuales.
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