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  • Foto del escritorcosmicafanzine

El tío

El aire se hacía más difícil de respirar a medida que bajaba por la enclenque escalera de madera que se perdía de vista en el estrecho agujero negro. Había estado avanzando sin parar por más de tres horas, penetrando cada vez más en el laberinto de túneles y cavernas que parecían no tener fin. La idea de perderme en la oscuridad me aterraba y me llevaba a acelerar el paso para mantenerme cerca al guía que avanzaba en silencio; si lo dejara adelantarse más de tres pasos, lo perdería inexorablemente en la negrura que lo tragaba todo.

Afuera de la mina hacía frío. El viento pegaba con fuerza contra las escarpadas laderas que albergaban los túneles. En cambio, en las entrañas de la montaña, el aire caliente y denso me llevaba a extrañar la antesala helada del primer túnel.

El temblor de la escalera hizo caer pequeñas piedras que se sumaron al polvo que abundaba en las profundidades. Tosí sin atreverme a soltar el travesaño para cubrirme la boca. Cada paso hacia abajo era una lucha contra el miedo instintivo que me inmovilizaba. Respiré y bajé el pie derecho hacia el apenas visible siguiente escalón. Sólo cuando sentí la relativa estabilidad que brindaba la madera bajo mi suela, solté mi mano temblorosa para continuar el descenso. Las escaleras, igual que todas las demás estructuras subterráneas, no sólo llevaban largos años de abandono, sino que desde un principio habían sido de una precariedad impresionante y se requería mucha confianza en la deidad de las profundidades para avanzar con tranquilidad.

Dos peldaños más y estuve en otro túnel, más profundo e indiferenciable de los anteriores para mi ojo inexperto. Estuve a punto de meter el pie en un pozo. Ya me había encontrado con varios de estos socavones y, cada vez, al ver cómo la luz de mi linterna no hacía mella en la oscuridad, mi coraje flaqueaba. Me detuve y apoyé la espalda contra la monolítica pared de piedra. En los instantes que tardé en recuperar la compostura, el guía se había adelantado. Un resplandor apenas distinguible me indicó la dirección a seguir. Sabía que no sacaría nada con llamarlo para que me esperara; yo era un intruso en la mina y no estaba siendo guiado de buena gana. Mi desaparición no sería lamentada. Sólo me quedaba acelerar el paso con la mirada fija en el tenue círculo de luz que mi linterna dibujaba en las rocas. El alivio que me produjo volver a ver la espalda del guía fue efímero. Lo seguí con el sudor resbalándome por el cuello por otro túnel, después otro y otro más. El redoble de los latidos de mi corazón llenó la estancia mientras cruzamos sobre una grieta. Clavé la mirada en el saliente rocoso al otro lado de las tablas viejas que crujían bajo mi peso para no ser víctima de las desestabilizadoras fauces del abismo que se abría debajo mío.

De repente, un profundo rugido gutural retumbó por los túneles e hizo temblar las paredes, las vigas y mis piernas. Me cubrí la cabeza con los brazos y permanecí en cuclillas.

Oficialmente nadie entraba a las minas, estaban abandonadas y vacías hacía años. Sin embargo, el estruendo que me acababa de sacudir demostraba que mineros desesperados seguían profanando las profundidades con cargas de dinamita en busca de vestigios minerales de las épocas doradas de antaño. 

La primera detonación fue seguida por cinco más a intervalos cortos, cada una aumentando la tensión de mis músculos. Tras una tensa expectativa a la espera de más explosiones, el guía me instó a seguir.

—¡Vámosle, vámosle ligerito! —ordenó.

Sacudí el polvillo que me cubría la chaqueta antes de seguir el avance por túneles indistinguibles. Giramos a la derecha, luego a la izquierda, luego bajamos otra escalera y atravesamos una galería cuyas paredes y techo permanecieron más allá del alcancé de nuestras linternas. Cruzamos agachados un túnel estrecho y, sorpresivamente, estuvimos en el lugar hacia el que nos habíamos estado dirigiendo desde que nos despedimos de la luz, el sol y el aire fresco. Habíamos llegado al mítico hogar del dueño de las profundidades.

Los mineros lo llamaban El Tío. Al menos esa era la traducción simplificada en español del nombre del dios de la mina, y estaba ahí; sentado en una piedra, rojo, cornudo, barbado, con un enorme miembro erecto y una sonrisa. Mis brazos se descolgaron incrédulos y un leve temblor me sacudió el labio. Mi pulso se aceleró al verificar, por fin, la existencia de ídolos precristianos en las profundidades. La investigación sobre vestigios vivientes de cultos previos a la evangelización católica en América Latina a la que me había dedicado desde hacía siete años se veía recompensada. Ante mí estaba la evidencia de algo sobre lo que otros académicos sólo habían conjeturado basándose en rumores. Sin embargo, mis motivaciones para buscar al dios de las profundidades no eran académicas. Mientras mi guía observaba en cuclillas desde una esquina del recinto, encendí un cigarrillo y se lo puse en la boca al Tío. Luego serví una copa de brandy de la licorera metálica que llevaba en el bolsillo lateral de la chaqueta y se la entregué al ídolo. El dios fumó y tomó con gusto mientras yo esperaba postrado de rodillas. Me había adentrado en los túneles como un intruso, pero en ese momento supe que era bienvenido. Me le acerqué al Tío que me miraba fijamente y puse el cristal negro, la última parte de mi ofrenda, en su mano extendida. Agaché la cabeza en reverencia y me invadió una profunda culpa por haber dudado de la veracidad del dios de las profundidades. El infame antropólogo Von Junzt no había estado loco y las precisas descripciones que había hecho en el Unaussprachlichen Kulten no eran delirios alimentados por psicoactivos.

Dada la turbulenta historia de las minas, las representaciones del dios de las profundidades habían sufrido transformaciones, pero, sin duda alguna, el Tío era la misma deidad de la oscuridad impenetrable a la que se le rendía culto desde tiempos inmemoriales. Los conquistadores asociaron torpemente al dios que adoraban los pobladores de la región con el Diablo de su propia mitología. Su ciega ambición los llevó a ampliar y destruir los laberintos de antiguos túneles que, según Von Junzt, no pudieron haber sido construidos por manos humanas. Desconocieron a un dios verdadero y, por miedo a la impenetrable oscuridad y reticencia a entrar personalmente a las minas cuando éstas se hicieron demasiado profundas y peligrosas para su gusto, intentaron usar como capataz al Diablo católico. Pero esto sólo avivó el culto de las profundidades. “Tío” fue como la gran variedad de trabajadores forzados a dar sus vidas en las minas se referían al dios que adoraban para poder hablar de él libremente ante los españoles. Las creencias autóctonas se combinaron con otras. Los esclavos africanos que fueron traídos a las minas introdujeron al culto la brujería subsahariana. Los ídolos que los españoles esperaban que amedrentaran a los trabajadores, focalizaron el culto y en torno a ellos los pagamentos andinos se transformaron en un complejo ritualismo multicultural cuyo paralelo con las tradiciones de la lejana Estigia deslumbró a Von Junzt. Con otro nombre y leves variaciones en los ritos, el antiguo dios Boghzoghkoll, siguió siendo venerado.

Ofrecí mi lealtad en silencio y cuando me dispuse a salir de la mina, la estatua abrió sus ojos y me habló.

En retrospectiva pienso que pude haber sufrido una alucinación provocada por el polvo y la falta de aire de los túneles, pero mis recuerdos son increíblemente vívidos; los ojos tan negros y profundos como los pozos de su dominio, y esa voz antigua que carraspeaba con cadencia monótona y lenta que, sin pronunciar más que siseos incomprehensibles, me dejó saber con toda claridad que había sido escuchado.

La negrura no se disipó por largo tiempo y, cuando lo hizo, desperté en la pequeña y fría habitación de la posada donde me había hospedado durante casi dos meses antes de dar con la ubicación exacta de la mina. La sensación de desubicación se esfumó tras algunas horas y fue reemplazada por una claridad mental fuera de lo común. Supe que era hora de abandonar el poblado y emprender el largo viaje de regreso a mi propio país. Él dispondría todo para mi partida. No tuve dudas de que, así como el Tío me había guiado para salir ileso de sus dominios en las profundidades, me seguiría protegiendo; garantizaría que yo cumpliera mi rol de profeta suyo. Me dirigiría para establecer los cimientos clandestinos de una red de adoradores que sería la semilla de Su gloria futura. Sería Su mesías y en siete años el reinado prometido llegaría.

El derruido poblado se perdió de vista tras de mí. Una voz muy profunda me advirtió sobre el peligro que acarreaba el trato con las deidades de antaño. La ignoré y, con la frente en alto, seguí mi camino.

 

Por Sebastián Goodburn

(1987)

desde muy joven tuve gran interés por las letras. Tomé en el 2011 el Taller de Escritores de la Universidad Central, en el cual, durante cuatro meses asistiendo a dos sesiones semanales, aumentó mi deseo de crear textos y mi curiosidad por las herramientas formales de la narrativa.

Luego, seguí con el Taller de Escrituras Creativas que ofrece la Universidad Nacional de Colombia en el primer semestre del 2014. Gracias a un compañero del taller, entré en contacto con la revista literaria de publicación trimestral Reloj de Arena y en Julio del mismo año empecé a trabajar como asistente del editor. 

Puse en mi horizonte la Maestría en Escrituras Creativas. Apliqué y fui aceptado en el Taller de Escritura Creativa que ofrece semestralmente IDARTES con el objetivo de mantenerme activo en la escritura en un ambiente académico durante el semestre previo al inicio esperado de las clases de la maestría.   

Cursé la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia entre el 2016 y el 2018, y el 24 de abril del 2019 obtuve mi título de Magíster en Escrituras Creativas.    

Desde entonces la escritura sigue siendo uno de mis mayores pasatiempos.

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