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Ellos

Mientras mi cuerpo se movía en armonía con la música todo se dispersaba. Quería irme al fondo, como decía la canción, quería que sus heladas manos acariciaran mi eriza piel de nuevo. Quería hundirme en él, en su deseo y su desesperación. Morir en sus brazos, morir y morir por siempre.

La canción terminó y sentí uno de sus besos en mi hombro desnudo. Él era una melodía suave, el viento que me movía y que me invitaba a correr. Sus brazos entorno a mi cintura y mi alma abandonada a su merced. Su aliento en mi nuca me recordaba el por qué seguía viva y el susurro en mi oído me brindaba sueños y esperanzas que sabía que eran vanas.

Quería morir y que muriera conmigo. Volar alto, tan alto que las estrellas nos envidiarían. Seríamos los dos, solos, bailando despacio, con el sonido de la citara, balanceándonos, cual hierba y briza. Brillando tenues; una estrella gemela perdida en la inmensidad del cosmos. Luego volveríamos a morir, estallaríamos, uno devoraría al otro y quizá traeríamos vida, una nebulosa quizá.

Y así, bailando, lo recordé. Tantos amaneceres, tantos anocheceres y el hambre mordaz. Su mano guiando la mía, yo ciega, caminando a su lado. Era su tacto la que me recordaba que había otros sentidos. El pasto bajo nuestros pies tronaba, seco, seco como todo en este mundo. A lo lejos un coyote aullaba y a veces se oía un motor. Tan lejano que sabíamos que no podríamos alcanzarlo.

Exiliados del mundo, intentando calmar nuestra desesperación, nuestra sed, nuestra hambre. Viviendo de insectos y reptiles, de agua oculta bajo rocas, robando lo poco a nuestro alcance. Ambos malditos, queríamos morir.

Nuestra piel se pegaba a nuestros cuerpos, marchitos y quebrados; seca. El poco pelo que nos quedaba caía a mechones día con día. Él juraba que estábamos igual y aunque yo no podía saber sabía que no era así. Nuestros cuerpos eran meros cadáveres, pero se resistían a morir. Hambre, siempre hambre. Llegamos al día cien y descubrimos que efectivamente, no podíamos morir. Tomamos nuestras pocas pertenencias y caminamos por días, a través del desierto al que nos habíamos condenado.

Llegamos a una carretera, con el asfalto hirviente, larga y temible, que nos invitaba a recorrerla hacia un destino inexistente. Caminamos millas y millas, coches pasaban a nuestro lado, el hambre crecía. Finalmente, un camión de transporte se detuvo, llevaba costales con harina, viajamos detrás. Hambre, siempre hambre. En la cabina el conductor escuchaba música que desconocíamos, alegre pero llena de caos. Era la época del caos, quizá era nuestra época. Esa noche comimos, comimos sin miedo, comimos como nunca. Fue difícil, pero valió la pena. La carne fue grasosa pero deliciosa. El día siguiente lo pasamos dormitando bajo la camioneta, resguardados en la sombra de su carga y el cadáver que empezaba a podrirse tirado en la barranca. Todo volvía, volvía nosotros.

Fueron días de largos paseos, comidas copiosas y una vida irresponsable de dejar muerte a nuestro paso. Él sordo y yo ciega. Él era un artista del engaño y yo su musa. Y a nuestro paso la tierra se abría, los cuerpos gemían y a nuestros pies, la sangre nos guiaba. Abundancia y hambre olvidada. El simple y dulce arrepentimiento de ser asesinos. Matando para el sol y bailando para la luna. Deseando en silencio la muerte.

Pero no podemos morir. A cambio de sus favores nos castiga con otro, su ausencia y su hambre. Verdugos y mártires. Quiero morir, perdida en sus brazos.

Ha hablado mejor que antes, por costumbre le respondo, él llora. Lo miro, sí, lo miro. Él me ha oído y yo lo veo. El ciego, yo sorda. Y nos reímos en desesperación. Ella nos castiga. Nos amamos y nos castiga. Lo beso con furia y el responde, arranca ahora mi cabello abundante y yo rasgo su piel tersa. Me acaricia con sus uñas, rasga la piel y la tira en jirones, muerdo su carne y bebo su sangre. Quiero morir en él. Ambos lloramos, nos vamos despojando de nuestra cubierta, sintiendo a carne viva quienes somos. La melodía ha cambiado y nosotros también, estamos en la alfombra, muerdo sus brazos, muerde mis piernas, nos arrancamos los labios, sentimos todo y sentimos nada.

Queremos entregarnos. Queremos morir. Queremos morir. Uno en el otro.

Todo está húmedo, el mundo da vueltas. Sentimos su mirada y nos acariciamos. Su sangre se mezcla con la mía, nuestras respiraciones llenan la habitación. Cuerpos entrelazados, buscando abrir brechas donde no debería. Gritos agónicos y febriles. Ambos vemos, ambos oímos. No podemos llorar más. Mete su dedo entre mis costillas y toca mi corazón, reímos, reímos.

El sol entra por la ventana y acaricia nuestro cuerpo. Todo es ardor, todo es confusión, éxtasis y un sueño difuso. Nuestros dedos se tocan. Por fin nos vemos, nos oímos. Lloramos. Ella nos mira divertida, da la media vuelta.

Se va.

 

Por Mitzi Vega Valerio

Nací, crecí y sigo en el Estado de México. Empecé a escribir a los trece años con fanfics, poco después comencé a crear cuentos. He ganado algunos premios nacionales con cuentos de ciencia ficción y terror; géneros que siempre han llamado mi atención y en los que me he desarrollado.

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