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En el baile

Las gotas de lluvia no eran impedimento para Doris, movía su frágil cuerpo con la gracia y elegancia que solo ella podría demostrar, su vestido de tonos claros y puros le daba una sensación aún mayor de libertad, y junto a sus hebras castañas se volvía una con la danza donde era guiada por la música de la naturaleza. Frente suyo, con una sonrisa adornándole el rostro, se encontraba su amada, Elizabeth, cuyos ojos solamente estaban para ella, se levantó e hizo una reverencia antes de tomar su mano justamente como la primera vez, aquella donde luego de oficializar el noviazgo y aprovechando que se encontraban en una sala de danza dedicaron un tiempo especial para únicamente dejarse llevar.


En su mundo dejaban atrás los hirientes recuerdos y pesadumbres del pasado, aquellas que en más de una ocasión hicieron a Elizabeth dudar, sin embargo, y como en esa misma ocasión Doris le brindaba la seguridad y tranquilidad que tanto necesitaba, esta joven solo con su sonrisa era capaz de mejorarle el día. Aún cuando sus cercanos las cuestionasen, aún con las dudas que se instalaban en sus corazones, o aún cuando los ojos oscuros y filosos se posaban sobre ambas, pronunciando palabras hirientes para obligar su “curación” no había forma de llegar siquiera a desmoronar una parte de lo que han construido.


— Ya está oscureciendo, ¿volvamos a la casa?— Doris, que en ese momento daba una calada al cigarro que minutos atrás dejó tirado, asintió con la cabeza.


Tras guardar lo que habían llevado y levantarse del pasto, Elizabeth tiritó, ella si bien vestía con más prendas que Doris era sensible al frío, su pareja se quitó la chaqueta que empezaba a colocarse para cubrir con esta la espalda ajena, luego tomó su mano entrelazando sus dedos y es que, era justamente durante la noche el momento preferido de ambas donde la plenitud se presentaba de igual manera, siendo capaces de mostrar su amor sin el temor de que alguien pudiese hacerles daño. Se besaron en silencio y continuaron el caminar, cada paso que daban era como subir un nuevo nivel, aumentaban sus esperanzas y se forjaba el amor aún más.


— ¿Qué vamos a comer cuando lleguemos?


— Voy a hacer panqueques, ¿te parece?


— Me parece fantástico— respondió Elizabeth.


Afianzaron el agarre de sus manos, meneándolas de adelante hacia atrás como si fuesen dos niñas pequeñas y no dos adultas de veintidós y veinticuatro respectivamente, se cobijaban bajo el “hay que aprovechar la noche”, a decir verdad aprovechaban cada segundo y más aún al llegar a casa. Doris haló a su pareja para besarla, un beso bajo las farolas proveedoras de luz artificial.


— Te amo, Eli.


— También te amo, Doris.

 

Por Isidora Arriaga

Chilena de diecinueve años, estudiante de pedagogía en filosofía enamorada de la escritura y lectura, sus géneros preferidos tienen que ver con la tragedia o mostrar una población desnuda, sus autores preferidos son Dazai Osamu, Emil Cioran y actualmente ha generado una admiración a Pedro Lemebel.


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