En los seis meses que llevas viviendo aquí no reparaste las puertas del clóset como te pidió la casera, “no cierran, llama a Don Felipe para que las arregle”, así que hoy despertaste a las dos de la madrugada con el sonido de las puertas de madera delgadísima estrellándose contra el cuadro que él pintó para ti, porque eso usaste para sostenerlas y que no quedaran abiertas. Tuc, tuc, tuc, sonaban, y el buró crujía un poco y te gustó pensar cómo ha cambiado la temperatura para que la madera se encoja y se expanda. Pero luego te sentiste un poco mareada y prendiste la luz, y viste cómo la tela de las cortinas bailaba como movida por una suave brisa imposible, porque la ventana estaba cerrada. Luego escuchaste la alarma, y viste a través de la tela delgada de la cortina cómo las luces de tus vecinos se prendían, y empezaste a escuchar algunas voces alteradas, y luego gritos más allá, y asumiste inmediatamente que vendrían de esa enorme casona frente a la que caminas para llegar a tu departamento, la que siempre creíste que estaba habitada por un grupo de viejas sordas.
No pensaste muy rápido, no te agitaste, y cuando llegaste a pensar, pensaste que mejor te quedabas ahí acostada bajo las cobijas en vez de hacer el intento de bajar desde el cuarto piso y correr frente a los otros tres edificios antes de llegar a la puerta y poder salir de tu propio hogar para refugiarte en una calle. Refugiarte, además, indefensa en la enorme camiseta con la que duermes y en tus calzones de borreguito. No pasa nada, fue lo que pensaste cuando por fin pensaste. Seguro pasará rápido. Sentiste que llevabas horas enteras en el vaivén de este barco que es tu hogar, y seguías mareada, y el sonido de la alarma te hipnotizó como las sirenas a las que los hombres no deben escuchar.
Pero por fin te ganó el instinto, por primera vez, y cuando sentiste que el vaivén no disminuía sino que aumentaba, y cuando escuchaste que los gritos se acrecentaban, y te empezó a invadir el pánico, creíste que sería demasiado tarde, pero estabas poseída por el terror de ser enterrada viva, por el terror específico de que te cayera encima todo el techo de concreto y te prensara la cabeza estrellando tu cráneo como si fuera un cascarón de huevo, entonces te levantaste de la cama y no agarraste tus zapatos, no agarraste un suéter, sólo saliste por la puerta y bajaste un piso y veías moronitas de cemento cayendo junto al barandal de la escalera, y bajaste otro piso y recordaste que no habías puesto llave en tu puerta, y bajaste otro piso y te maravilló no haberte tropezado, y bajaste otro piso y llegaste a la planta baja y volteaste a la izquierda y notaste con desagrado que tu vecino había vuelto a estacionarse en el lugar que te corresponde, que en verdad nunca usas porque ya no tienes coche, y también notaste que el coche de tu vecino se movía de atrás para adelante como un animal asustado. Entonces corriste por el largo pasillo frente a los otros tres edificios, tal como lo imaginaste, y todo se movía, todo estaba empezando a derrumbarse a tu alrededor pero tú ya no veías ni escuchabas, sólo te movías atemorizada y te sentías muy pesada, y cuando llegaste a la puerta descubriste con horror que estaba cerrada y tú no traías llaves. Y golpeaste la lámina de metal con las palmas de las manos, como si fuera a abrirse nada más con ese movimiento, pero de pronto sentiste el empujón de una de tus vecinas que sí traía sus llaves y las usó con certeza y precisión para abrir la puerta y salir corriendo del complejo.
Saliste tras ella y te paraste descalza a la mitad de la calle. Los cables se movían pero no te diste cuenta. Estabas de pie medio desnuda frente a un poste de luz y tampoco te diste cuenta hasta que otra de tus vecinas te empujó en el momento justo en el que el poste cayó en tu dirección. El concreto pesado del poste se desplomó sobre la fachada del complejo de departamentos en el que vivías, y apenas tuviste tiempo de preocuparte por el daño cuando el propio complejo, con los cuatro edificios y los ocho departamentos por edificio, se derrumbó dentro de sí mismo, como implotando, haciendo terribles ruidos de objetos pesados y objetos queridos estrellándose unos con otros. Y al ver eso, al ver tu casa colapsar hacia sus adentros y al darte cuenta de que todo al interior se estaba cayendo y jamás volvería a alzarse, entendiste lo que habías estado sintiendo durante estos seis meses, y empezaste a llorar para siempre con la triste esperanza de que al día siguiente pudieras entrar a las ruinas de tu hogar para buscar entre los escombros la bolsa de plástico que contiene toda su ropa que no has lavado por el miedo a que se pierda el olor de su perfume.
Por Sabina Torres
(Ciudad de México)
Es licenciada en Lengua y literatura modernas inglesas por la UNAM con especialidad en traducción. En 2018 publicó su novela corta “Balandra” en la editorial Delete Dog, y ese mismo año co-editó el libro “Guión, adaptación y nuevas formas de contar historias en el cine” con el Festival Internacional de Cine de Morelia. En 2020 Sabina terminó su maestría en cine en el programa Kino Eyes: The European Movie Masters, y en la actualidad trabaja como redactora en una revista virtual y está desarrollando su primer cortometraje como directora, que se realizará con fondos del Glasgow Media Access Centre.
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