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Entrecruzamiento

Volví a encontrar a Lucas en la estación del tren, veinte años antes de esa mañana en que se iría en el primer bus al sur dejando sólo esa nota apurada en la cual simplemente pondría: tenías razón. Estaba en medio de un montón de maletas y perros que dormían bajo su asiento o recargaban su cabeza en sus rodillas y le lamían las manos mientras los acariciaba. Me acerqué y le pregunté si podía sentarme en el espacio de banca que quedaba. Él asintió y me miró con esos enormes ojos ámbar en los que reconocí la misma expresión de tímida curiosidad que tendría la tarde en que se ofrecería a buscar conmigo El libro del tiempo, de John M. Arcam en el sótano de la librería.

Nos quedamos sentados lado a lado, en silencio, mirando a los pasajeros abordar el tren de las ocho cuarenta y cinco. Le pregunté cómo se llamaba y si esperaba a su madre. Él respondió lo que yo ya sabía, luego metió una mano en su bolsillo, sacó una bolsita galletas y me ofreció. No, gracias, dije. El tren sonó su silbato, estaba a punto de partir, el siguiente llegaría en quince minutos. Cómo te llamas, preguntó antes de llenarse la boca con varias galletas a la vez. Infló los cachetes y se puso a masticar despacio, atento, frunciendo el seño como si le requiriera profunda concentración. Me llamo Aline, contesté y le extendí la mano para saludar. En lugar de estrecharla, Lucas agitó la suya en el aire y cuando terminó de masticar musitó: el virus, debes de ser más cuidadosa. Me había olvidado de que en esa época todavía no tenían la cura.

El tren partió con un quejido de fierros y motores. El suelo vibró a su paso. Las personas volvieron a agruparse a la orilla de las vías, arrastrando maletas, perros y niños con la misma atención descuidada. La mayoría espiaba el final de las vías en un intento de divisar el siguiente tren. Faltaban diez minutos. ¿También vas al sur?, preguntó Lucas mientras partía galletas a la mitad y le daba un trozo a cada perrito: los mismos movimientos que usaría para contrabandear comida para Capitán Manchas bajo la mesa. Discutiríamos por eso muchas veces y en todas las ocasiones me refutaría diciendo que se trataba de un ritual casi sagrado, un recordatorio del principio de la amistad incondicional entre humanos y perros. Si los primeras personas del mundo no hubieran contrabandeado comida para los perros, ¿crees que Capitán Manchas estaría aquí, dispuesto a calentar tus pies congelados en invierno?, diría para provocarme.

No, yo voy más lejos, contesté. Lucas ladeó su cabeza en un gesto tan perruno como suyo y que no perdería al crecer, ni siquiera cuando sus compañeros de secundaria lo imitaran para burlarse y lo apodaran Lucan. Así se presentaría luego de que le agradeciera por ayudarme a encontrar ese libro de Arcam en la librería.

—De nada, siempre ando por aquí, moviendo cajas y sacudiendo; si necesitas otro título difícil de hallar, pregunta por Lucan.

—¿Duncan? —repetí.

—No, Lu-can, bueno, así me dicen, pero me llamo Lucas. Me dicen de las dos formas, pero más Lucan. Dime como prefieras.

¿A dónde vas?, preguntó Lucas a mi lado. El suelo comenzó a vibrar para dejar pasar el tren de las nueve con diez. Voy al pasado, respondí al mismo tiempo que el tren silbó. ¿Al pasado?, repitió Lucas porque no había podido escuchar bien. Así es, dije, estoy yendo al pasado para que puedas encontrarme de nuevo en el futuro. Lucas abrió los ojos asombrado. ¿Eres una viajera del tiempo?, preguntó bajándose el cubrebocas para hacerse escuchar sobre el suspiro de las puertas del tren al descomprimirse y los gritos de los mozos de equipaje que comenzaban a acarrear las maletas de los pasajeros. Asentí. Lucas dejó que el cubrebocas se atorara en su la barbilla y sonrió: ¿Entonces tú y yo somos amigos en el futuro? ¿También voy a viajar en el tiempo?

Miré el reloj de la estación. El tren saldría en cinco minutos. Tenía que tomarlo si quería mantener mi récord de puntualidad, aunque, claro, se trataba de algo más que ser sencillamente puntual. Sí, algo así, contesté. ¿Cómo así?, insistió, ¿amigos, viajeros en el tiempo? A veces amigos, otras no, pero siempre viajeros, dije. ¿Por qué no seremos amigos siempre?, preguntó. Se hacía tarde. Me puse de pie dispuesta a despedirme, pero Lucas se había levantado también. ¿Vas a enojarte conmigo?, preguntó con un tono tan triste como si presintiera lo que pasaría veinte años después. Ningún presentimiento podría tener ese alcance, pensé. Me colgué la mochila y lo miré un instante largo, mientras el maquinista hacía sonar el silbato. ¿Por qué no vamos a ser amigos siempre?, preguntó otra vez.

—Porque no entiendes el significado de la palabra lealtad, porque sólo sabes pensar en ti mismo y todo el rato buscas algo nuevo, algo que despierte tus sentidos, porque tu imaginación es muy pobre y no te alcanza para mantener una relación con la misma persona sin matarte de aburrimiento —le reclamaría. Él no intentaría pedir disculpas, ni siquiera defenderse. Bajaría la mirada al suelo y diría con una resignación desesperante:

—Lo sé. Fue lo mismo que me dijiste aquella vez en la estación del tren, ¿te acuerdas? —yo lo negaría: jamás le diría algo así a un niño de siete años, incapaz de comprender… —. Lo hiciste. Dijiste que era más fácil hacer atajos en el tiempo, de una época a otra, que construir un puente indestructible entre dos corazones.

El silbato sonó de nuevo. Los ojos de Lucas se humedecieron, quizá a causa del viento helado que barría la estación. Los perros a su lado menearon sus colas como si dijeran adiós. Me arrodillé frente a él y lo abracé. El virus, murmuró, pero no se resistió. Sentí su pequeñez y su fragilidad refugiarse en mi pecho. Es más fácil hacer atajos en el tiempo, de una época a otra, que construir un puente indestructible entre dos corazones, dije. Me separé de él y lo miré a los ojos. El amor no tiene que ser irrompible, ¿entiendes? No es tu culpa, enfaticé. Quería que Lucas o Lucan del futuro recordara también esa parte. Quería grabarlo en su mente, pero veinte años eran bastantes para olvidar… Tampoco es tu culpa, contestó Lucas, recogiéndome un mechón de cabello tras la oreja. Justo ahora somos amigos, ¿cierto? Asentí y le acomodé el cubrebocas. Cuídate, dije y lo abracé de nuevo, sin prisa, intentando recordar todas las veces que repetiría ese abrazo, en diferentes tamaños y épocas. Sabía que podían no ser todas porque podría volver a encontrarlo, en otro pasado u otro futuro, quizá en esta misma estación.

Me levanté apresurada cuando escuché el último llamado del jefe de estación: “viajeros al tren”. Resistí la tentación de voltear a verlo mientras recorría a paso rápido los metros que me separaban de la puerta más próxima. Una vez abordo, encontré un asiento junto a la ventana y lo miré. Se había sentado de nuevo en la banca y acariciaba a los perros que se recargaban en sus rodillas. Detrás de él, apoyado en la banca, un hombre con gabardina agitó su mano en el aire y le devolví el saludo en automático un instante antes de reconocerlo... El tren se puso en marcha.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¡Han pasado más de dos décadas! —lo increparía durante la discusión final que tendría lugar en el laboratorio de la facultad.

—Porque volví a ese momento ayer —dijo. Fue como si me congelara.

—¿Usaste el portal sólo para visitar ese momento?

Él me abrazaría. Yo golpearía sus brazos con mis puños cerrados hasta cansarme. Entonces me dejaría llorar un rato. Cuando mis sollozos se calmasen, pasaría una mano por mi cabeza, acariciaría mi pelo y diría:

—Quería despedirme de mi amiga.

 

Por Ana Laura Bravo

Profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. Licenciada en estudios literarios con línea terminal en literatura creativa. Ha participado en congresos de literatura a nivel local e internacional sobre el tema de reescritura e identidad.



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