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Faena

Actualizado: 16 oct 2022

Eulalia llevaba un compacto y pesado bulto dentro de una bolsa naila color negro sobre su espalda. Debajo del plástico que se corrugaba en su hombro izquierdo, se dibujaba una ligera línea de sangre coagulada que firmaba como único rastro de la existencia de aquello que cargaba. En el camino, la tenue luz blanca de la luna apenas traspasaba algunos destellos entre las hojas y ramas secas de los árboles del cerro, pero a pesar de la oscuridad, todo era claro. En la mano derecha tenía una pala desgastada y oxidada que le ayudaría a terminar cierto trabajo. Caminó hasta anclar en el lugar más sombreado por las densas copas de los árboles que se movían al son de un viento incesante, uno de esos que auguran un acto inhumano y que es acompañado de una humedad que reconocería una fuerte tormenta cercana. Los rayos plateados agujereaban la oscuridad para mostrarle el lugar más conveniente. Desde lejos, el viento arrastraba consigo un silbido familiar que le indicaba que ése era el momento justo y dejando la bolsa de lado, comenzó a cavar. A pesar de su edad, Eulalia se mantenía lo suficientemente fuerte como para comenzar a agujerar la tierra. Sin guantes ni botas ni nada. Solo ella con una vieja pala removiendo algunos pedazos del suelo. Tenía esa extraña resistencia en los brazos que solo se les atribuyen a las señoras de los pueblos que están hechas a la antigüita.

Debía darse prisa porque no fuera que, de paso, aquel viento también la arrastrara a ella. Eulalia lo había llamado y allá lejos, un caballo galopaba. El jinete llegaría a llevarse aquel bulto absurdamente pesado que se difuminaba entre las sombras de los arbustos y las grandes piedras. Si uno no prestaba atención, parecía que Eulalia solo cavaba uno de esos hoyos para enterrar basura; sin embargo, la prisa con la que parecía acometer la tierra, el miedo palpitándole en la mirada y la respiración entrecortada llenaban de tanta tensión el lugar que lograba encrespar las ramitas de las hierbas y el pasto. El sudor de su frente caía y se mezclaba con la tierra dándole un color densamente oscuro del que emanaba un hedor nauseabundo, muy similar al de las entrañas de aquella pobre desdichada que abandonó cuando se apropió de tan preciado encargo.

El ritmo de seis herraduras quiméricas desaceleraba a medida que se acercaba. Su demoniaco jinete sabía que, sin importar lo mucho que tardara, llegaría a tiempo. Conforme los minutos corrían, Eulalia se sentía cada vez más nerviosa, cada vez más torpe y, aunque era precavida, bastó un solo movimiento en falso para que la frágil pala terminara de romperse. Entonces, empezó a quitar la tierra y las piedras con las manos, como si fuera uno de esos perros hambrientos que se esmeran por hallar el mejor escondite para sus huesos. Paró de rascar cuando el sitio dejó de ser iluminado por los destellos lunares y tomó la bolsa naila sintiendo el contenido entre sus manos. Notó que el nauseabundo olor del montón de carne podrida era un poco más penetrante y con un poco de esfuerzo y dolor punzante en la espalda baja, aventó el bulto al hoyo.

Un escalofrío causado por el viento recorrió la espalda de la señora que miró al cielo antes de tapar la ofrenda con la tierra removida. Las nubes escondieron la claridad de la noche como indicativo de que aquello que enterraba ya tendría que estar totalmente cubierto. Quizá fue víctima de su propia imaginación, pero el juego de luces y sombras, sumado a los movimientos de las copas de los árboles, le hizo ver movimientos, quizá falsos, que estiraban el plástico negro desde dentro conforme cada puñado de tierra lo cubría. Tal vez fue el remordimiento de sus acciones el que le hizo pensar que aquel hoyo debía ser el tibio útero donde su madre tendría que resguardarlo todavía. Tal vez, aún muerto, se aferraba a la vida como cuando un bebé se aferra a la chichi de su madre para alimentarse. Sea cual fuera el caso ya todo estaba decidido. Nació muerto, dijo a secas cuando lo jaló del cuello mientras ella pujaba. Le permitió probar la vida apenas unos instantes y después tomó y envolvió la bola de entrañas abandonando a la mujer con una hemorragia entre las piernas. Estaba tan absorta en sus pensamientos que sintió que en sus manos la tierra fluía como un líquido denso que simulaba sangre, y sin darse cuenta, terminó de tapar el agujero. Sacó de uno de sus bolsillos dos firmes y secas varillas que encendió de la punta con unos viejos cerillos que tomó de su cocina, primero una y luego la otra con la chispa de la primera. Una la enterró en el lugar donde se encontraba la cabecita del no vivo, y la otra la llevó consigo cuidando que el viento no la apagara.

Del otro lado, las herraduras del caballo toqueteaban las piedras del camino con ritmo pausado. Tenía extremidades anormalmente largas y la deforme cruz sobresalía del lomo en forma de garra. Tenía colgada una lámpara de gas para que le alumbrara un poco el camino o para asegurar que lo reconocieran a la distancia. Lo montaba un individuo con porte orgulloso y enmascarado con el cráneo de un chivo. En su mano izquierda llevaba una jaula vacía para cobrar un sacrificio, y en la derecha, un machete que estaría dispuesto a usar si algo o alguien se lo impidiera.

Para cuando el jinete llegó, Eulalia ya se encontraba de regreso. Caminaba hacia el pueblo con un rebozo negro que le cubría la cabeza, y con la barita encendida entre las manos, esperó a un lado del quiosco. Pasados unos momentos y en medio de la solitaria explanada, una persona vestida de negro llegó. Se acercó a Eulalia y esperaron a que la chispa se apagara. La luz de una luminaria pública llegaba con algunos bosquejos de sombras hasta ese punto y la penumbra era lo suficientemente oscura como para dejar en el anonimato el rostro del acompañante. Durante los meses anteriores Eulalia se hizo pasar por una amable partera. Realizó aquella faena para cumplir cierto favor que el misterioso acompañante pagó generosamente. Fue así como Eulalia atiborró a la embarazada de alimentos que le dieran al feto el aroma certero y la flacidez exacta en la carne y en los huesos.

Cuando la barita al fin se apagó, un generoso costal cayó al suelo haciendo el ruido de monedas chocando entre sí y haciendo un gesto de un “hasta pronto” con la cabeza, el acompañante se alejó sin pronunciar palabra. Para aquel o aquella ya había terminado todo, sin embargo Eulalia aún lograba percibir la putrefacción en sus narices y esperó un poco más. A lo lejos, alcanzó a escuchar el golpeteo de las patas del caballo buscando realizar el verdadero encargo. Sucedía que el bebé muerto era apenas una ofrenda por el gran trabajo. El caballo olfateó la sangre y llegó hasta donde yacía la madre moribunda. Al verla, el jinete saboreó con la lengua, pervertido, y el caballo caminó lentamente hacia ella dejando su cuerpo debajo de él. Sus patas largas le impedían aplastarla. Poco a poco sus costillas se abrieron y la jaló con sus entrañas para digerirla en su estómago. Una vez tragado el cuerpo, se fue galopando y se perdió en la espesa niebla de las faldas del cerro.

Cuando Eulalia dejó de percibir el olor a podredumbre, gotas de una lluvia que se arreciaba humedecieron su ropa. Recogió el costal con su pago y se retiró suspirando aliviada por brindar otro buen servicio.

 

Por Anezly Ramírez

Más escritora que ingeniera, muestro mi perspectiva escribiendo desde los géneros del terror, ciencia ficción, fantasía y etcétera. En marzo de 2021 fui seleccionada para aparecer con cinco cuentos en la antología impresa «175 relatos de escritoras latinoamericanas» de la editorial colombiana Elipsis. Tengo varios cuentos publicados en revistas digitales y dos se han adaptado a escenas para obras de teatro. Actualmente soy becaria de la generación 2022 del Centro Toluqueño de Escritores y estoy trabajando para escribir mi primer libro.


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