Finalmente, el día que se acabó la pandemia, según los epidemiólogos y los científicos clínicos. Los vagos chicos del barrio me dijeron que afuera del hotel La Mota Hall estaban repartiendo mercados gratuitos a la gente pobre.
Comprendí que era un solidario gesto de los burgueses de la ciudad con los afectados por la implacable peste.
Sin más miramientos, encaminé mis presurosos pasos hacia la solitaria calle que daba al hermoso hotel citadino, con la esperanza de recibir algunos víveres gratis.
Hacía un calor palurdo, seco, sin ventilación de las brisas atardecidas.
El cielo estaba abierto de tajo por un sol déspota e inclemente.
Sentía la ropa pegajosa en la piel. Transpiraba agitado, andando rápido, tambaleándome.
Asomé para cerciorarme si era cierto lo que decían con certitud los alocados chicos del barrio, que estaban donando y regalando mercados; y efectivamente, al llegar al lugar, estaban agrupados algunos pequeños grupos de personas que esperaban parcamente organizadas en una extensa fila, esperando con ansiedad los mercados prometidos.
Relucían un semblante macilento por tantos días sin comer.
Las personas a mi alrededor tomaban formas ambivalentes, en mi mente se acumulaban imágenes descerebradas. Percibí que esos seres, de igual manera que yo, llevaban muchos días sin beber agua ni comer.
A mí diestra y siniestra había otros en igual condición, en una deplorable situación de abandono y marginalidad. Personas con las miradas esperanzadas aguardaban con desmedida paciencia, algunas recobraban el brillo en los ojos achinados y un poco las perdidas sonrisas, el deseo de seguir adelante a pesar de las dificultades presentadas.
Al rato salió del custodiado edificio de tres pisos grises una máquina copiadora recolectando firmas. Las personas firmaban con desgano sobre una tableta cromada. La máquina copiadora tenía cabeza, pies y manos, y era diestra en alinear las firmas en la pantalla luminosa de la tableta. Continuó así, perdiéndose entre los grupos de personas. Tanto que se extravió y no alcancé a colocar mi firma.
Pregunté a un señor si era necesario tal faena robótica.
- Si no colocas tu nombre en la tableta es difícil que entres en la red de distribución de mercados gratuitos -sentenció el hombre de cara desfigurada, algo descorazonado.
Esperé largo tiempo si regresaba la andante máquina copiadora. Pero no volvió a aparecer. Seguía perdida entre los numerosos grupos de personas alentadas por la promesa de los mercados gratuitos.
No dudé en buscarla, pero alguien me dijo que ya había entrado al edificio. Sin colocar mi firma en la pantalla era imposible que me regalaran comestibles.
Llegaron a mi mente pensamientos enaltecedores; prósperos. Pensaba que a todos los lugares distópicos hay que conducir el amor. Y la solidaridad, su eficacia sólida.
También, como los demás, esperé algunos minutos en la acalorada fila a ver si me daban algo, pero pasado un desmedido tiempo, al llegar al punto de distribución sólo me ofrecieron servicios de turismo y recomendaciones de viaje. Deduje que era un atropello a mi integridad, especialmente a mi estómago, con sorna y aturdimiento. Pensé en si tomaba tales recomendaciones, para bien o para mal, sacudido por el aturdimiento y la desesperación de no poder viajar, sin dinero y carente de pasaporte.
Pasaron otros eternos instantes en que no comprendía nada, los empleados del hotel iban dando tumbos, pareciendo ebrios, desorientados o heridos; pero sólo eran las jornadas agotadoras de trabajo que les doblaba el espinazo.
Ya desconsolado, aturdido y aburrido, me fui del hotel atiborrado de individuos envueltos en una agotadora esperanza fatua, inútil, fútil, y me conduje hacia el barrio contiguo, una plácida placita asomada en su flanco izquierdo en deplorable soledad, me dirigí hacia el lugar buscando algo de somera tranquilidad.
El cielo se difuminaba con los vestigios de la tarde, algunas gigantescas nubes parecían ahuyentar el sol. El día presentaba una gris claridad fotográfica.
El calor mermaba y tenía toda la ropa enjuagada de sudor, no me dejaba pensar en soluciones alternas.
Algunas errantes palomas vacilaban en escudriñar migajas de comida repartida por los suelos. Me sentía próximo a pelear con ellas esos minúsculos desperdicios.
Estaba harto de la pandemia y sus Protocolos de Bioseguridad. Se decía que la peste había terminado y que ya no había zombis en ninguna parte de la ciudad. Pero todavía me sentía fastidiado. Con vanagloria los epidemiólogos y expertos clínicos promulgaban que había terminado la peste zombi, aunque todavía no se establecía cómo reanudar la anterior normalidad ni la movilidad vehicular.
Caminé sin dirección a lo profundo de las calles de ese barrio, sórdido, sin ganas de pensar ya en nada.
Cayendo la tarde, volví a casa, la herida de la noche se precipitaba sobre angustia. Intentaba controlar mi impotencia, mi acaloramiento.
La noche intentaba mermar con sus sombras el sofoco del día.
En la casa no tenía con quién hablar sobre ningún tema, tampoco encontraba nada que hacer, no quería leer ni escuchar música ni ver televisión, ni hacer de comer porque no había que preparar en la cocina, ni quería sacudir los rincones polvorientos de la estancia, menos aún vigilar los peregrinos palomos entre los techos formando nidos repentinos.
Como me aburría terriblemente salí a buscar a los chicos del barrio. Creí que podría encontrarlos, como habitualmente solía ser, en las esquinas de las calles, pero estaban desiertas y los chicos no asomaban por ninguna parte.
Esperé en la esquina con ansias de verlos, pero permaneció silencioso en medio de la noche.
Encendí un cigarrillo, impaciente.
La calle y la noche permanecieron conectadas en una soledad monstruosa.
Desconcertado me dirigí nuevamente hacia la casa, con pasos retardados.
Escuché que venía hacia mí un sórdido tropel de pisadas atropelladas.
Me asusté. Encendí otro cigarrillo.
¿Y si eran los zombis que habían regresado? Tal vez la pandemia no había terminado aún, como se decía por los alrededores.
Presuroso abandoné la calle y llegué extenuado a mi casa. Encendí la luz y prendí el televisor. En los noticieros volvían a informar que, efectivamente, ya no había zombis en la ciudad.
Me desesperé aún más. Prendí el último cigarrillo que me quedaba. Lo fumé ávidamente. Revolqué en la cocina nuevamente, pero nada, nada… no había que comer. Me tumbé sobre una silla, cansado de revolver toda la casa.
Afuera, en la calle, se volvieron a escuchar las pisadas desaforadas, personajes inéditos dando tumbos. Me asomé por la ventana, con la esperanza de ver a mis amigos del barrio. Pero no se divisaba absolutamente nada, ni sombras alcanzaba a ver.
Desfallecido me volví a tumbar en la silla. En el televisor, los noticieros repetían incansablemente que se había terminado la peste zombi, insistentemente, formando las voces de los presentadores un estribillo insoportable. Apagué el televisor. Lo volví a encender y presentaban lo mismo. Los noticieros eran los únicos programas al aire.
“Algo anda mal", me dije. Busqué por toda la casa revuelta un cigarrillo, no había que fumar, encontré una colilla, y me conforme con fumarla ansioso.
Volví a escuchar las pisadas invasoras, pero esta vez dentro de la casa, me armé con una barra de acero, empecé a inspeccionar, y no encontré nada ni nadie.
Al rato, revolotearon palomas por el interior.
Me propuse cazarlas y comerlas, pero mis pies torcidos no me daban para alcanzarlas. Intenté agarrarlas con las manos, pero estaban plagadas de ponzoña.
Me invadió la impotencia, un sopor parecido a la agonía. Tenía la boca reseca, salí a buscar agua. No lograba encontrar el grifo entre tanto desorden.
Me abatí, caí en el suelo desfallecido.
Los noticieros alertaban que la pandemia zombi había terminado. Hasta yo mismo me lo creí. Sin duda, era la noticia más repetida del día, de la semana. Una y otra vez volvían los presentadores a alardear sobre ese mismo tema, incansables.
Me arrastré. Volví a sentir las pisadas, esta vez sobre mí. No era nada. Eran ráfagas de vientos que entraban por la ventana que había dejado abierta.
Me incorporé, fui a cerrarla. Asomé mi mirada a la calle, no había un alma. Tanto la calle y la noche permanecían en una soledad abominable.
Tantas noches sin dormir y sin comer, con las piernas y los brazos tronchados de esa inútil errancia, de allá para acá, sin rumbo, todo para volver una y otra vez a la casa y desarmarla cada vez más. Lo único imperturbable era el televisor en su estribillo profético:
“¡Se acabó la pandemia, retiran los Protocolos de Bioseguridad!”
Puras patrañas.
Todavía quedaba yo.
Por Francisco Javier Ángel Noreña
Caldas – Antioquia. COLOMBIA
29 de diciembre de 1969.
Escritor, poeta, actor y diseñador gráfico, escenógrafo y director artístico, cantante y pintor.
Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía, 2003.
Premio de periodismo CIPA, 2010.
Premio internacional de periodismo Ana María.
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