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Herbert Wells

Actualizado: 22 feb

Herbert vivía sus días atrapado en una repetición constante, lo único que lo mantenía cuerdo era la espera del anochecer, donde dejaría las funciones a las que fue programado cuando tenía un amo al que servir. La casa se estaba cayendo a pedazos, por más que se esforzara en reparaciones y mantenerla inmaculada el transcurrir del tiempo seguía su curso.

Hace tanto que la vida se había extinguido a su alrededor, Herbert no entendía cómo es que su amo había cerrado los ojos para nunca volver abrirlos. Vio cómo gradualmente se iba descomponiendo hasta quedar reducido a una pila de huesos. Las limitaciones de su programación le negaban el entendimiento de lo que se desarrollaba ante sus ojos, pero aun así, podía sentir el hartazgo de la monótona rutina que lo limitaba a esa casa que lo apresaba y se convertía en escombros.

Añoraba la llegada del anochecer, el momento en que, como su programación indicaba, debía desconectarse hasta el alba donde reiniciaría su jornada. No necesitaba ese descanso, aunque él era un reflejo de su creador, tanto en su fisionomía humanoide como en el intento de reproducir los hábitos de los hombres. No podía cuestionar su comportamiento, sólo proseguir con la programación.

Durante décadas había proseguido el proceso de desconexión precedido de un litro de Zoma, un aditivo que se inyectaba por un resquicio del cuello, el cual mejoraba sus funciones motoras, aunque, con el transcurrir de los años, había afectado su sistema informático mientras estaba desconectado de esa realidad, esa alteración le dio la posibilidad de soñar y así poder ser humano.

Herbert ya no era una máquina, a veces era alguien más, tenía muchos nombres y vivía siempre al límite, como cuando naufragó por el océano y terminó en una isla sin nombre con un médico que jugaba a ser Dios, o esa vez que tuvo que confrontar la amenaza venida de Marte desde un meteoro, sabía que ahí estaba la explicación de lo que había pasado con la vida, pero no pudo descifrarla antes de reiniciar el sistema.

Una noche fue una mujer que se revelaba ante su padre y otra, había creado la forma de moverse por el tiempo, viajó años antes de su época donde los hombres eran ganado de una subespecie que vivía bajo tierra, después fue a su tiempo y se encontró con aquello que era mientras estaba en funcionamiento, parecía un cascarón hueco y vacío llevando a cabo sus funciones cotidianas como si fuese una coreografía que realizará sin un público cautivo. Esa noche deseo ser como todos los hombres y poseer la bendición de la muerte.

El sistema se reinició con los primeros rayos de sol. Había un eco surcando por su disco duro. Una sensación se escapó por su sistema como un virus, una emulación de la desesperación, al percatarse de que el Zoma pronto acabaría, sólo había tres ampolletas en la gaveta de almacenamiento. El virus simulaba la ansiedad de un adicto, hizo cientos de cálculos tratando de encontrar una solución matemática al problema, pero la ansiedad seguía presente, y es que, muy en el fondo, en algún lugar más allá de su programación sabía que esa existencia no era nada sin la posibilidad de ser humano, aunque sea, sólo por una noche.

 

Por Israel Montalvo

Israel Montalvo (CDMX, México) cómo escritor e ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y en más de cuarenta antologías de cuento en México, España, Uruguay, Argentina, Perú, Chile, Venezuela y Guatemala. Además ha publicado ocho libros que van de la novela gráfica a la narrativa.


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