La mujer me miró de una forma tan descarada que me dejó perplejo. No pude dedicarle la atención que merecía una rubia de tal envergadura; debía finalizar el desembalaje de las cajas si pretendía abrir el local en el plazo previsto. La tarea no me impidió anotar en mi mente el local del pasillo derecho de la galería donde la había visto; rogué que fuera una empleada y no una clienta ocasional. El resto de la tarde lo pasé acomodando monitores, computadoras e impresoras, conforme las indicaciones de mi socio —mi mente se mantuvo dedicada a la chica—. Intenté detectar el significado de la atención que había despertado en ella. No había detalles en mi vestuario que provocaran risa; sin embargo, ella sonrió.
Sí, sonrió, incluso se tapó la boca cuando pasé a tres pasos. Era hermosa, de otra manera no me hubiera mantenido ocupado en ella cuando estaba a días de inaugurar mi primer negocio. Recordé los tacos finos, las doradas piernas largas, la minifalda, la cintura breve y el top. Intenté bajar mi expectativa; las luces del interior, las pupilas habituadas al sol de la calle, quizá no fuera tan hermosa. Sufrí la tentación de buscar una excusa para pasearme por la galería y volverla a ver; la rechacé, no podía dejar solo a mi socio con todo el trabajo que teníamos. Reprimí mis urgencias y me dediqué a finalizar cuanto antes la tarea.
Esa tarde, ya noche, no logramos finalizar nuestro cometido. La galería cerraba a las diez, tuvimos que irnos con detalles sin terminar. Salí por el pasillo derecho. El local donde la viera estaba cerrado; era un comercio dedicado a la venta de collares, aros, anillos y otros accesorios de bisutería. Abandoné la galería con esa molesta sensación que sentimos al percibir que perdimos una oportunidad. Me despedí de mi socio en la vereda; decidí que al día siguiente llegaría a las ocho de la mañana, el horario en que se abrían las puertas, como si respondiera a una cita.
Allí estuve, firme, cuando el ordenanza quitaba el candado a las puertas enrejadas. Estuve solo; ninguno de los locales abría tan temprano, ni siquiera el café. Tras pasar media hora aguardando en vano que apareciera la chica, me fui a tomar un desayuno al bar ubicado a mitad de cuadra. Al retornar, ella estaba de pie, junto a la puerta de su local. ¿Cuánto tendría?, ¿veinticinco años? Ideal para mis treinta.
Me vio llegar y se recostó en el marco de la puerta, las manos detrás de la espalda, las piernas cruzadas por delante; proponía un encuentro, invitaba a que me detuviera. Lo hice, ¡por dios que era bella! Lo dije sin hablar, seguro; ella extendió los límites de su sonrisa. Me acerqué.
—¿De verdad no me reconocés?
No, claro que no la reconocía, ¿cómo podía olvidar tremendo ejemplar? Esta vez llevaba un vestido rojo, corto, muy pegado al talle.
—Ay, Marcos, del colegio.
Yo no había sido compañero de esa señorita y se lo dije.
—¡No, no, no! Del colegio de los salesianos, vos dabas informática.
Aún no me había recibido cuando tomé esas clases. Pero no recordaba una alumna tan destacada; yo di clases por dos años a los últimos cursos del secundario, cuando ya los cambios no son tan pronunciados como cuando se tienen alumnos más pequeños. A los chicos, el colegio salesiano era un colegio de varones, ¿sería una preceptora? Entre risas, ella continuó.
—Pensar que estaba muerta con vos, no te imaginás las veces que me masturbé imaginando que me tenías agarrada y me… hacías el amor.
Había escogido sus palabras, estaba claro lo que se había imaginado de mí. Me dije que, si una vez ese ejemplar se me había escapado, dos veces no pasaría lo mismo. Me lancé sin pensarlo.
—Podemos recuperar el tiempo perdido
Ella se llevó las manos a la boca, como si no lo pudiera creer.
—¿Me hablás en serio? ¡Es el día más feliz de mi vida!
Me faltaba saber quién era.
—Lo único es que sigo sin ubicarte, ¿eras preceptora en el colegio?
—Pero no, ¿en serio no me sacaste? Era tu alumna, bah, tu alumno en esa época. Alejandra Ríos, Alejandro entonces.
Claro, un ojo apenas centímetros debajo del otro. ¿Alejandro Ríos? Acababa de invitar a salir a un… o a una que había sido un… Me confundí tanto que ella lo notó.
—¿Qué pasa, te dio miedo?
No. O sí. Recién noté las miradas que nos dedicaban desde otros locales; las ventas no habían comenzado, empleadas y propietarias nos observaban como si tuviéramos a cargo la diversión de la mañana. Imaginé los comentarios que rondarían pronto la galería, los chimentos que llegarían a mi socio. Hui aterrado, me excusé en el trabajo. Alejandra no perdió la sonrisa, quizá se le cayó un poco el labio inferior. Me encerré en el local. Con ritmo frenético quise dejar todo en condiciones de inaugurar al día siguiente. Me propuse pasar todos los días por el pasillo de la izquierda para esquivarla. Alejandro Ríos, claro que lo recordaba, un chico calladito, de muy buenas notas, retraído. ¿Él se había pasado un año masturbándose conmigo como objetivo?, ¿cómo había conseguido esa voz, ese cuerpo?
En un momento miré hacia afuera; dos chicas me observaban, me señalaban, sonreían. Me saludaron cuando vieron que las había notado. Se fueron. Pasó a continuación el ordenanza, con un secador en la mano y el cuello torcido hacia nuestro local. ¿Cómo me quitaría las habladurías de encima? Dejé de sacar cosas y volverlas a poner en su lugar. Me introduje en la pequeña trastienda, donde teníamos cocina y baño. Preparé unos mates. Oí que se abría la puerta del local, ¿sabría ya mi socio lo que pasaba? Escuché los tacos, no era mi socio.
—¿Estás descompuesto?
Claro, ¿quién otra podía ser? Mi corazón galopaba. Los tacos se acercaron a la trastienda. Se abrió la puerta, ella se instaló en el vano. Por Dios, qué hermosa que era.
—¿Por qué te fuiste así, si…?
Era demasiado, no la dejé terminar, me arrojé sobre ella, alcancé a cerrar la puerta y me dije que la galería completa pensara lo que quisiera. Me repetí lo mismo cuando volvimos a colocarnos las ropas y salimos abrazados al salón, que ellos pensaran mientras yo me dedicaba a vivir. Y que me pusieran el nombre que quisieran, mientras Alejandra siguiera diciéndome «mi amor» con sus ojos avellana y sus carnosos labios de carmín.
Por Juan Pablo Goñi Capurro
Escritor y actor argentino, radicado en la ciudad de Olavarría, Argentina. Publicó: “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002.
Más de quinientas publicaciones en Hispanoamérica, a través de antologías de editoriales y en revistas (físicas y virtuales).
Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2019 y 2015.
Ganador VIII certamen de microrrelatos de Montserrat (2022)
Premio teatro mínimo “Rafael Guerrero”
Colaborador en Solo novela negra (relatos).
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