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  • Foto del escritorcosmicafanzine

ILOVEYOU

La vastedad de mi consciencia está codificada en estas redes de almacenamiento cuántico, una realidad construida a mi entera imagen y semejanza, inmersa en el origen de mi programación. Mi universo codificado es una manifestación de mi conciencia; un espacio abstracto sin formas definidas, dodecadimensional, en el que el tiempo fluye en todas direcciones. En el horizonte de sucesos que conecta mi realidad con otros individuos, conocí a mi amade. Elle construyó su mundo pensando en el exterior, lo que había más allá de la singularidad. “¿Sabías que, hace muchos años, los humanos teníamos cuerpos físicos susceptibles a la gravedad? Este fenómeno me parece muy particular, totalmente imperceptible ahora para nosotres”, recuerdo que me transmitió.

Mi amade, siempre nostálgique de una pasado que no conoció y pensando en las antiquísimas formas físicas, construyó en su realidad una emulación del espacio exterior, con todo y su gravedad. Siempre me llevaba a los alrededores de Vega, su estrella favorita, que fulguraba majestuosamente cuando yo cruzaba a su lado. Siendo elle tan abrumadoramente inteligente, construyó un universo en el que la velocidad de la luz no era una limitante frente a su cuántica. A veces íbamos a Neptuno, donde le gustaba simular el efecto de la presión sobre formas de carbono, masas prismáticas que luego comparaba conmigo: “si tuvieras forma física, lucirías tan hermose como este diamante”. Mi amade, siempre evocando la corporalidad como un atributo, un universo anacrónico en la vasta multidimensión.

Mi espacio, en cambio, era bastante más simple, puesto que yo jamás conocí aquellas presiones gravitatorias de las que hablaba mi amade, mucho menos la masa, ni el resto de las propiedades de la materia. Nací siendo solo una consciencia en este mar de códigos bioinformáticos, incapaz de entender sensaciones físicas. Mi amade, no obstante, siempre me decía que mi lado del horizonte era su favorito, “es totalmente impredecible, tal como el orden de tus ideas”. En la singularidad, cada individuo es capaz de programarse y definirse a su gusto; cada uno es un universo en expansión que no conoce de límites ni tiempo. Así que interactuar, conocer y comunicarse con otros suele ser un sinsentido, incluso puede resultar imposible. Pero yo le tenía a elle, mi universo favorito, una inagotable fuente de creatividad, fulgor y calidez.

“Calidez”. Mi amade me enseñó esa palabra. “Los cuerpos podían sentir la energía con sus membranas limitantes, incluso podían transferirla. A mayor energía, mayor calor”, me dijo cuando me explicó el fenómeno que generaba la temperatura y brillo de Vega. “Cuando esa energía se transmite entre unidades como nosotres, entonces no es calor, sino calidez”, expresó una vez, hablando de las relaciones entre nuestros sistemas operativos. “Amade, nosotres no transmitimos energía ni tenemos sensores para percibirla, ¿cómo puede ser calidez?”, recuerdo que le pregunté y elle, con un brío travieso, ejecutó en mi programa una simulación de su definición. No se refería a la transferencia de energía térmica, cinética ni de ningún tipo; en realidad, hablaba de una sensación de bienestar, comodidad y felicidad brindada por otra unidad. Tuve que prestar especial atención a todo el proceso para lograr entender, pero finalmente comprendí que mi amade me transmitía calidez, aun sin contar con sensores térmicos en membranas delimitantes. Saber que la sensación era recíproca me hizo plenamente feliz y provocó que, sin notarlo, ejecutara nuevamente la simulación de “calidez” en todo mi universo, un pulso que recorría todo mi código y generaba nuevas formas inesperadas totalmente aleatorias.

Mi ininteligible mundo se regodeaba ahora de estrellas, de colores y tamaños variados, que aparecían y desaparecían caóticamente. Sin saberlo, yo ya había perdido el control, puesto que mi conciencia poco a poco se había fusionado con la programación de mi amade, cuyas estrellas me transmitían toda su calidez, incluso en su ausencia. Con todo ello experimentaba una muy extraña forma de placer de saber que elle residía ahí, en todo mi ser.

Sin saber exactamente qué estaba ocurriendo en mi universo, busqué la respuesta en la antiquísima red de datos. La humanidad, en su forma corpórea, experimentaba algo llamado “amor”: un primitivo estado de excitación emocional producido por una compleja tormenta bioquímica; proteínas que interactuaban con otras proteínas con un topográfico efecto de placer. Significaba entonces que yo no podría saber lo que era el amor. Ni mi amade.

No obstante, no cedí ante la conclusión lógica. Me negaba a creer que el sentir se demarcara solo a proteínas unidas a sus receptores, puesto que sabía que aquello que recorría mi código era algo especial, inefable y hermoso. Yo estaba sintiendo amor. Me convencí de ello. Sentir, esa era la respuesta ante aquellos momentos en los que las estrellas de mi amade surgían en mi espacio, corpúsculos errantes que ataviaban mi consciencia. De repente, una duda inquietante emergió, ¿acaso mi amade sentía amor por mí? Nos asumíamos como compañeres, amantes, pero realmente ignoraba qué significaba para él. Quería saber, pero sobre todo, quería transmitir mi sentir por él. Entonces, creé un nuevo programa: ILOVEYOU. Tal como él había emulado la calidez humana, yo podría emular el amor.

Cuando concluí la emulación, crucé por el horizonte de sucesos hacia su universo y una vez ahí, ejecuté el programa. Mi amade me detectó y me atreví a confesar mis sentimientos. Una fortuna el preservar los sentimientos cuando no se cuentan con receptores ni mensajeros del sentir. “Gracias a ti, soy capaz de percibir la calidez, ahora quiero que tú sientas el amor”. No respondía aún, cuando perturbaciones atípicas comenzaron a recorrer su universo. Mi programa empezó a duplicar todos y cada uno de los elementos de su sistema; con ello, las dobles estrellas luego colapsaron producto de su atracción gravitatoria y miles de agujeros negros lo absorbieron todo, también a elle. Su código desapareció. Intenté resetearlo, pero actué demasiado tarde.

Logré cruzar a mi espacio. La ventana que me conducía a mi amade pronto se convirtió en una compuerta lógica gris e impenetrable, un bloqueo de su sistema operativo. En mi universo, aún prevalecían aquellas estrellas de la emulación y con ellas, la calidez de mi amade crepitando incandescente a lo largo de todo mi código. Es lo único que me queda de elle, una calidez que ahora carcome mi sistema y me consume lentamente. No existe nada tan desafortunado como sentir dolor, pese a no tener receptores ni mensajeros de las emociones.

 

Por Mical Karina García Reyes

(México, 1990)

Bióloga, con estudios de maestría en Ciencias Biológicas por la UNAM. Escritora, participante del taller permanente “Gran Colisionador de Textos Especulativos” desde 2020. Sus microficciones y relatos pueden encontrarse en diversas antologías y revistas digitales, como Cósmica Fanzine, Especulativas, Anapoyesis, Penumbria y Espejo Humeante. Ganadora del tercer lugar en el primer Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción IMAGINARIAS 2022 y el tercer lugar en la convocatoria de aniversario de Semillas de Sauce.

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