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Juegos de manos es de villanos

Actualizado: 28 feb

Como todos, cuando cumplí la mayoría de edad mis manos se separaron por primera vez. Mientras no te despiertes por la noche, no notarás nada extraño. Sólo se separan y recorren las calles y avenidas cruzándose con las otras que también buscan otras rutas y aventuras.

Así que te dejas dormir, acomodas almohadas con los muñones no hay gran diferencia. El único detalle es usar pijama ya que se vuelve un poco difícil jalar la sábana o la cobija. Pero con el tiempo te acostumbras y sólo ocurre cada Luna llena.

Esa primera vez todo mundo la recuerda: cuando me desperté por la mañana tenía unas manos enormes, oscuras, de palma clara, dedos rechonchos. Eso sí, eran muy fuertes así que al tomar una lata con jugo del refrigerador, quedó completamente estrujada. Cuando saludé en la oficina de apretón… mis compañeros quedaron con las manos magulladas y eso que lo hice suavecito, intentando controlarlas.

Con todo, uno conoce a sus manos temporales aunque ellas no hablen. Sientes sus intenciones, entiendes sus cicatrices externas como internas y tratas de cuidarla como esperas que cuiden a las tuyas. Estas primeras manos eran claras en su inocencia y benevolencia en todo momento. Cooperativas, prestas a reaccionar en cuanto las necesitabas y discretas.

Al segundo mes me tocaron unas decrépitas, delgadas y más quebradizas que hojas otoñales. Temblaban al menor asomo de nerviosismo o si se sentían amenazadas. Fue duro cumplir en la oficina ya que no lograba teclear más de quince minutos antes de que me dolieran. Incluso un día antes del cierre, se hincharon y tuvieron que darme analgésicos como desinflamatorios en el consultorio de la farmacia a la vuelta. Las compadecí pero no lamenté cuando llegó la noche de la despedida.

Y así pasaron los meses hasta que llegó el undécimo. Al despertar tenía unas manos completamente blancas, limpias, con buen manicure, suaves y de buena clase. Cuando las vieron en la oficina los compañeros maldijeron su suerte y las compañeras me alabaron a más no poder. Que era todo un suertudo y más a un mes de recuperar mis manos como era común cada año.

En cuanto a su respuesta al trabajo, era muy superior al primer par y terminaba rápido con el trabajo. Era gentil en los saludos, pero tenía una forma de tocar muy especial cuando se trataba de manos femeninas que consideraba atractivas.

Algo en especial sucedió con Cindy, la chica de mercadotecnia, que desde que rompió con su marido había estado apocada y muy cabizbaja por más de un año. Era la más odiada en la oficina por la suerte que tenía cada mes. Esta vez le habían tocado unas manos de uñas largas pintadas a la moda, color oliva, dedos largos y delgados, muy expresivas, y de trazos tan especiales que te hipnotizaban.

Cuando la saludé en la mejilla cuando salimos a comer en grupo, sentí un jalón en mi mano derecha: intentaba lanzarse a tomar alguna de las manos de Cindy sin invitación. No entendía el porqué del acto ni el ansia. Con dificultad logré controlarla, tuve que sentarme lejos de ella para evitar cualquier altercado. Aún así, cada vez que Cindy reía o hacía gestos con sus brazos, mi mano temblaba con algo que parecía un ansia animal.

Así que al devolvernos a la oficina inventé un pretexto para despedirme a lo lejos y decirles que los alcanzaba en unos minutos. Estábamos acostumbrados a acompañar a las chicas a su lugar como una forma de cortesía por lo que consideré prudente mantenerme alejado.

Ya que vi que había pasado tiempo más que suficiente, entré al lobby y me dirigí a los elevadores para llegar directo al piso donde trabajaba. Me senté en mi lugar y examiné a profundidad estas nuevas manos. Aparentaban tranquilidad, clase y bonhomía pero había algo, indefinido, que me hacía desconfiar de ellas.

Pasó la tarde y aguardé más allá de la hora de la salida. Cindy apareció de súbito y sólo con su presencia se inquietaron ¡ambas manos! Tuve que sentarme encima de ellas para controlar su ímpetu. Ella, mientras tanto, se acercó para decirme que me había esperado en el lobby y cuando vio que no bajaba, decidió subir a decirme que aceptaba la invitación el fin de semana para que saliéramos a cenar. Entonces las manos se aquietaron mientras yo tartamudeaba un gracias.

Al día siguiente, viernes, las manos no dejaban de tomar el teléfono y rebuscaban entre los diversos chats que Cindy me escribiera. Cuando por fin ocurrió, preguntando a qué hora y dónde, creo que fueron más ellas que yo respondiendo que en un restaurante de cortes finos en el borde la ciudad, a las ocho en punto. Cuando terminaron, una tomó a la otra, y se estrujaron satisfechas. Por más que intenté separarlas no pude lograrlo por largos minutos.

Con los nervios destrozados tanto por la cita como por la actuación insólita de quienes empezaba a considerar intrusas, al llegar a casa me desvestí y me tiré a dormir. Estuve vuelta y vuelta según yo perdido en una enorme carnicería donde colgaban cuerpos destripados y sangrantes. El clima era frío y más estando en un lugar que desconocía. En algún momento desperté ligeramente para descubrir que ambas manos estaban erguidas apoyadas en los codos y me vigilaban, una abierta como si fuera una ignota garra. La otra estaba curvada en dedos y manos como si pretendiera sujetar algo y nunca soltarlo. Creí que era parte de lo que soñaba así que cerré los ojos y me dejé llevar.

Al día siguiente estaba media hora antes el restaurante que casi había sido obligado a escoger. Las manos se resistieron a mis primeros intentos de escoger la ropa que consideraba apropiada para la ocasión. Rebuscaron en mi guardarropa e, irritadas, terminaron por seleccionar aquella que (no lo niego) me hacía ver muy bien, de una forma que nunca me percaté que podría lucir. Por igual cuidaron la forma como me bañé, aplicarme desodorante y perfume. Incluso recortaron la barba y me peinaron para hacerme ver más atractivo de lo que pensé que era.

Cuando Cindy llegó, vestida informalmente como era de esperarse para el tipo de restaurante y la cita, las manos se mantuvieron siniestramente serenas. Mientras yo charlaba con ella sobre cosas cotidianas empecé a notar que la forma en que me expresaba con brazos y manos era un coqueteo suave, insistente y seductor. Las manos de ella respondían a los avances o retrocedían en ocasiones y no dejaban de comunicarse.

Cindy nos empezamos a poner nerviosos al sentirnos más cercanos. Al terminar los postres las manos de ambos danzaron sobre la mesa en un ir y venir hasta que por mi yo cubrí una de ella con suavidad y erotismo. El chispazo surgió entre ambos y las manos se atrevieron a más recorriendo antebrazo, brazos y susurraron el deseo al llegar a los hombros.

Más tardamos en cubrir la cuenta que en estar en mi apartamento. Bastó con que cerrara la puerta y me volví esclavo de mis manos que encontraron cómo despojar a Cindy de su ropa, hacerla suspirar y llevarla al éxtasis sólo con caricias a lo largo de sus brazos, espalda y piernas sin tener que indagar más allá de ciertos límites.

Luego ella, deseosa, me tomó con sus manos. O quizás sus manos tomaron a las mías para ir a la habitación donde mis manos la recostaron, continuaron con las caricias en puntos y continentes del cuerpo que no pensé que existirían. Ella entrecerró sus ojos y se dejó llevar acelerando de poco en poco su respiración. En el momento de un primer orgasmo a punta de sólo tocarla mis manos asaltaron las suyas y las estrujaron con fuera, salvajemente.

Cindy, sobresaltada, no supo qué hacer. Abrió los ojos por la sopresa y me miró. Creo que gritó más por mi mirada de desesperación, de que no era dueño de mi persona que por el dolor que provocaron esas hipócritas, nefastas manos que habían llegado este undécimo mes. Mientras una la sujetaba de la garganta para evitar que se moviera aprovechando el peso de mi cuerpo sobre el de ella, la otra fue rompiendo cada coyuntura de la delicada mano que se había posesionado. Al terminar con un último crujido, la mano del cuello apretó con fuerza el tiempo suficiente para que Cindy se desvaneciera.

Luego me liberaron de la posesión y dejaron que me irguiera sobre el cuerpo desnudo de ella. Su mano izquierda estaba descoyuntada, torcida como si fuera el cuerpo de una araña muerta. En el cuello de ella estaba claramente marcada la palma y dedos con un tono rojo que prometía volverse un morado dentro de poco.

Azorado, levanté las manos ante mi rostro y las observé tratando de sentir más allá de la satisfacción por un acto de violencia gratuita. Me devolvieron la mirada: reían de placer ya que sabían que nunca serían juzgadas ya que nadie compraría mi defensa de que ellas lo hicieron. Así que hice lo que tenía que hacer y luego me vestí, guardé cosas en una maleta y tranquilamente, como si nada pasara, hui lo más lejos que pude.


Dentro de unas horas será la Luna llena del duodécimo mes y mis manos retornarán. Sin embargo, tras haber conocido lo que son capaces las que ahora tengo y que tanto me han llevado a conocer placeres más allá de las prohibiciones y han sabido defenderme en mi huida, hemos llegado a un pacto. Cuando lleguen las que fueron mías, se desharán de ellas para que nunca más regresen. Será igual cada mes. Y mientras tanto, de Luna en Luna, recorreremos el mundo buscando las manos más bellas para volverlas lo que son: falsedades que sólo buscan aparentar lo que no son.

 

Por Eduardo Omar Honey Escandón

(México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer lugar o finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.


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