Recuerdo la primera vez que traspasé tus umbrales. La música que mi abuela escuchaba en su radio no era suficiente para abarcar tu enormidad y quitarte lo sombrío. Me pareciste un animal inmenso acechando para comernos en el momento menos pensado. A veces firmábamos una tregua y eras la única testigo y compañera de mis juegos infantiles: laberintos de piedritas y ramas para las cochinillas, casas de hojas para las arañas. En esas ocasiones te dejabas acariciar por el sol y sonreías, pero luego, eras todavía más taciturna y huraña.
No sé por qué comenzaste a torturarme, creo que coincidió con la partida de mi madre y con las tareas interminables y gritos con los que mi abuela pobló sus soledades. El inicio fue sutil, mostrabas tu rabia después del crepúsculo, con crujidos amenazantes, golpes en la puerta de la cocina mientras merendábamos; contrapuertas que se abrían de improviso, objetos tirados a propósito. La noche en que hiciste caer las tablas de la galera sobre los nidos de las gallinas y el revoltijo de carne sanguinolenta y plumas. La lagartija lanzada a mi espalda mientras jugaba, sus garras clavándose en mi piel por la desesperación y la fobia que me duró por años. ¿Recuerdas la vez que me encerraste en el cuarto más alejado de la casa? Había tormenta. Los rayos y truenos me aterraban. Cortaste la luz y yo fui incapaz de abrir la puerta para correr a través de la vorágine del jardín y refugiarme en la cocina. Esperé temblando de miedo, hasta que me oriné encima, y luego tus burlas cuando limpié mis muslos y el piso con la ropa, para que mi abuela no me castigara porque “me había portado mal”. Tu crueldad fue en aumento: la mañana aquella en que hiciste tan buena imitación de mi voz, que mi abuelo, quien ya se iba a trabajar, volteó para lanzarme el acostumbrado beso de despedida y un taxi lo embistió. Me despierta el crujido de su cráneo contra el pavimento, la sangre y aquella masa grisácea que se desparramó por la banqueta y que por más esfuerzos que hice, no pude devolver a su sitio. A partir de ahí nada volvió a ser lo mismo. Tu mirada acusadora fija mí, todo el día, por cada rincón, los susurros en las habitaciones y el nudo en mi garganta por la madrugada.
¿Ya olvidaste la manera en que te defendiste cuando abrí la estufa y prendí fuego al mantel? Yo no. Desde el zaguán contemplé, feliz, como el fuego se expandía, reduciéndote y por más que agitabas tejas y vigas no lograste apagarte. Las llamas iluminando las estrellas y aquel delicioso olor a carne chamuscada, madera, ropa y plástico es el más liberador que he olido en mi vida.
Nunca regresé. No me dejaron. Sin embargo sé que nunca me abandonaste, te adivino en estas paredes y en la puerta que no puedo traspasar, pero sé que vives dentro de mí, esperando.
Por Azucena Robledo Lara
Originaria de Toluca, Estado de México; actualmente radico en Metepec. Estudié Lenguas y fundé una compañía de títeres y marionetas en la que he trabajado desde hace 11 años, alternando con la traducción y docencia.
Llevo escribiendo, de manera más formal y disciplinada, dos años. Me han publicado cuentos en antologías, tanto en físico como en publicaciones en línea, en México, Perú y Bolivia.
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