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La casa de los pecados


No hay nadie peor que el avaro consigo mismo, y ese es el justo pago de su maldad.   
Libro Eclesiástico.

Hay lugares malditos que parecen habitados por los fantasmas. Hay otros que lo están por el mal, como si fueran las bocas del infierno. El Ángel Guardián, un albergue viejo, descuidado, que olía mal, era uno de estos. Allí los pasillos estrechos transmitían cierta sensación de inseguridad que se incrementaba por el crujido del suelo de madera cuando alguien subía las escaleras. Era un sitio claustrofóbico, donde las ventanas estaban cerradas la mayor parte del tiempo, donde todos se espiaban entre sí. Un mundo de silencio, de secretos, un mundo de transgresiones.

Al cruzar el umbral se podía ver, en el pasillo oscuro, a Angelino, el dueño, un hombre rayando en los cincuenta, obeso, calvo, con un tatuaje desteñido de una serpiente en el hombro derecho. Acababa de embutirse una enorme pizza recostado a lo largo del escritorio de la recepción, bostezando sin parar, él contralaba las entradas y salidas de los huéspedes del hostal. Luchaba para no quedarse dormido. Transpiraba copiosamente por el calor y la bebida de modo que se secaba regularmente la frente. En medio de una mancha color sangre, yaciendo en el suelo, había botellas vacías de vino de baja calidad y escombros de cristal. En el buró estaban esparcidos unos empaquetados vacíos y sucios, así como algunos platos incrustados con restos de comida. Apestaba a basura, a alcohol, a sudor y a tabaco rancio.

Angelino estaba muy preocupado por la ocupante que alquilaba un cuartito bajo el alero: una mujer débil que él no había visto por unos días y que le debía 570 euros de pensión. Ya había llamada varias veces a la puerta que estaba cerrada a cal y canto, pero sin recibir ninguna respuesta. Quizás la anciana estaba enferma. De hecho, le daba igual el estado de salud de la mujer, solo le importaba el dinero. Pensaba en lo que haría si ella no le pagaba. Por fin, Angelino se decidió a llamar a la policía.

Pedro y Paco, los dos oficiales de policía de servicio ese día, patrullaban por una de las zonas más deprimentes del centro de la ciudad. Eran las tres de la tarde. Hacía mucho calor y el aire se había vuelto irrespirable. Ambos estaban impacientes de regresar a su casa para ver el partido. Hacían apuestas sobre qué equipo se coronaría como el mejor, cuando el gerente de un pequeño hotel, inquieto por la larga ausencia de movimiento en una habitación, les llamó. Los policías prometieron que se darían una vuelta por el hotel.


Llegaron una hora después. Angelino se levantó penosamente de su silla para abrir el camino. Los tres subieron hasta la tercera planta sin ascensor. A medida que avanzaban notaron un olor fétido como si se hubiera olvidado sacar la basura. Se agolpó en la cabeza de los oficiales una sensación de incomodidad. Paco respiró profundamente frente a la puerta cerrada antes de patear con su talón. Intentó otra vez con más fuerza para que la puerta se rompiera. Emanó de la habitación un olor insostenible de putrefacción. Debajo de la ventana yacía el cuerpo en descomposición de una mujer enclenque de unos ochenta años. Cuerpo gris, rígido. Sangre seca. Les causó pavor a los policías contemplar su rostro. La luz de sus pupilas se había desvanecido en dos cavidades profundas que pululaba de gusanos. Más de cincuenta moscas negras, gordas, voraces, volaban alrededor dando vueltas y vueltas. Algunas otras acudieron por una apertura en el techo, formando una nube que no dejaba de aletear. Era difícil ahuyentar a los bichos. “¿Por qué hay tantas?”, se preguntaron los oficiales. Paco quiso matar una, levantó la mano, tiró un manotazo, pero el golpe solo hirió su redonda calva. La mosca se fue, a salvo. El dueño, que no tuvo la fuerza de acercarse a la difunta, lanzó una manta sobre el cuerpo para cubrirlo.


“¡Hostia! ¡Otro día de mierda!”, exclamó Paco, lamentando el descubrimiento del cuerpo el día de un partido tan importante como el de la final de la Copa Mundial. Temieron no llegar a tiempo a casa para verla. Después de avisar a la funeraria, los policías habían de investigar, de visitar todas las habitaciones e interrogar a los demás clientes del hostal. En la segunda planta se alojaba un hombre solitario que, cuando los policías y el dueño entraron, estaba mirando a la menor de la casa de enfrente cambiarse de ropa. Sentado en un sillón detrás de las cortinas ligeramente recogidas, observaba a escondidas a la chica mientras se masturbaba. El hombre se asustó al ver a los oficiales: se creyó atrapado en flagrante delito…


Curiosa, la mujer del dueño, una verdadera cotilla de la peor especie, llegó cojeando a ver lo que estaba ocurriendo. Se había apresurado y estaba empapada de sudor. Su cabello gris se apelmazaba. Se le estaba corriendo la capa de maquillaje. Quería llamar la atención y metió la nariz:

- He percibido a menudo el ruido de una silla que él arrastraba hacia la ventana y, después, gemidos.

- No estamos investigando a este hombre, señora, sino sobre la mujer de la tercera planta. ¿Qué sabe de ella?

- ¿Simona? ¿Qué le pasó?

- Acabamos de descubrir su cadáver.

- ¿Su cadáver aquí, en mi edificio? ¡Madre mía! ¡Qué maldición! No me digan eso porque ella está en números rojos con nosotros. ¿Cómo voy a recuperar el dinero?

- Hoy no se trata de eso, señora. La pobre ha fallecido.

- ¡Qué descanse en paz!

- Repito mi pregunta: ¿qué sabe sobre ella?

- Poco, de hecho. Se rumorea que antes era rica. No obstante, ella decía que no podía mantenerse decentemente por falta de dinero. Solo llevaba ropa usada que se encontraba en contenedores de prenda. Creo que vivía de limosnas.

- ¿Le conoce parientes?

- No.

- ¿No tenía hijos?

- ¿Hijos? Sí, dos varones, pero ella no sabía si seguían vivos. No suelo meterme en los asuntos familiares, pero se rumorea que ellos la dejaron… a menos que ella los abandonara.

- ¿Por qué?

- No podía encargarse de las necesidades de sus hijos. Parece que se negó a consultar a un médico cuando estaban enfermos, para no gastar dinero.

- ¿Cómo era su relación con ella?

- No éramos muy cercanas. Era una pequeña persona amargada. No hubo afinidad entre nosotros. Siempre era necesario luchar con ella para que nos pagara el alquiler.

- ¿De verdad?

- Sí, señor.

- ¿Hay otras personas en este albergue?

- Excepto el cochino de la segunda planta, no, señor,

- Vale.


La anciana fue llevada a la morgue. No se investigó más su deceso, ni siquiera se procedió a una autopsia, - era el día de la final. El forense apuntó a la desnutrición como la causa de la muerte. De hecho, la mujer sólo pesaba 35 kilos en el momento de su muerte.


Antes de acoger a un nuevo huésped, Angelino y su esposa limpiaron la habitación de Simona. En la ranura por la que entraban las moscas encontraron una caja oxidada envuelta en papel de prensa que no pudieron abrir fácilmente. Contenía miles de euros, así como cientos de billetes de banco viejos y caducos - una verdadera fortuna de antaño. La anciana había atesorado todo su dinero, incapaz de gastar nada, incluso para cuidar de sus hijos o de alimentarse.


A Simona, la enterraron la semana siguiente, como una mujer sin recursos, los gastos a cargo del ayuntamiento. En el anuncio fúnebre se pidió donar dinero y depositarlo en la cuenta de la iglesia para los gastos funerarios.

 

Por Martine Vogeleer

Nació en Bruselas, Bélgica, en 1956. Su lengua materna es el francés. Era profesora de neerlandés en una escuela secundaria francófona. Ahora que está jubilada disfruta de su tiempo para escribir en español.

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1件のコメント


besosuk
2022年4月20日

Me gustó! Un cuento corto, emocionante,obscuro e intrigoso en todo momento. Refleja un poco la frialdad de los avaros, comprenden la realidad distorsionada de modo que por encima del fallecimiento de una persona, les interesa más contar billetes. Por lástima conozco personas así.

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